¿La era del digi-sapiens?
Corra. Apresúrese y desconéctese de Internet pues si se mantiene en la red podría embrutecer. “Expertos”, “líderes de opinión” y “científicos” aseguran que seremos más brutos a causa de Internet. Así que, limite las horas contacto y deshágase de sus cuentas digitales hasta “recuperar” su inteligencia en los márgenes limítrofes de la vida análoga.
Puede que el primer párrafo le parezca una idea absurda pero es lo que sucedería si llevamos hasta sus últimas consecuencias la premisa de que Internet nos embrutece. Después de todo, ¿para qué utilizar una herramienta o elaborar un sistema si nos hará brutos?
El debate sobre si Internet nos hace más brutos tomó una nueva dimensión pública a raíz de la publicación del ensayo “Is Google Making Us Stupid?” (2008) de Nicholas Carr y su controvertible libro The Shallows: What the Internet Is Doing to Our Brains (2010). El argumento principal que nos presenta Carr en su ensayo publicado en la revista The Atlantic es que las continuas distracciones que aparecen en Internet (anuncios, hipervínculos, pop-ups, e-mail, contenido RSS, etc.) y la facilidad de las búsquedas en línea nos están haciendo estúpidos. Incluso, ya se han comenzando a realizar experimentos que sustentan que Internet, metabuscadores como Google y bases de datos como IMDB afectan nuestra capacidad para recordar información aunque potencian nuestras capacidades para saber cómo encontrar lo olvidado. (John Bohannon hace una excelente explicación de los experimentos aquí).
Seguramente ya le ha pasado: hablaba con un grupo de amistades sobre una novela cuyo autor no recordaba o discutía sobre alguna película y no podía acordarse del nombre de la actriz estelar. Sólo tuvo que utilizar, por ejemplo, su teléfono móvil o una tablet para acceder la información y en unos pocos segundos de sus labios brotaban los nombres que buscaba.
La facilidad y velocidad con la cual tenemos acceso a datos es impresionante, quizá por eso es que algunos intelectuales y académicos argumentan que estamos dependiendo demasiado de la Internet al punto que se ha convertido en nuestra fuente principal de memoria transactiva. Este tipo de memoria se constituye cuando en un grupo de personas, como en un equipo de trabajo, un individuo opta voluntaria o involuntariamente en no almacenar cierta información porque sabe que otro miembro del equipo la conoce. En otras palabras, dejamos de archivar algunos datos porque confiamos en que otro los sabrá y, de necesitar la información, él nos la suplirá. Lo que se está demostrando con estas recientes investigaciones es que nos encontramos ante el fenómeno de la transformación de nuestra memoria y la configuración de nuevas formas de recordar.
Pero, si bien se están documentando estos cambios en la articulación de nuestra memoria, ¿podemos decir que atestiguamos la pérdida de inteligencia? ¿Podríamos aseverar, como bien lo hizo Mario Vargas Llosa en una reciente columna para El País, que “cuanto más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos seremos”?
En ese sentido es donde estas teorías y relatos del pánico del embrutecimiento fallan. Asumen la inteligencia como la habilidad de recordar datos sin considerar que estos no significan nada en aislamiento y sin un proceso de aprendizaje. El significado del dato no reside en su regurgitación continua sino en su contextualización o en su inmersión dentro de un arco narrativo como parte de un discurso. Lo que sabemos no es necesariamente por exposición instantánea, más bien es por su relación a otros pedazos de información y a la prolongada relación del sujeto con los datos, eventos o experiencias. Esta prolongada relación suele manifestarse mediante la contemplación o reflexión sobre lo vivido, leído, visto o sentido.
Entre las críticas que Carr dirige a Internet, aunque lo hace mediante el tropo de Google, se encuentran la continua distracción y la imposibilidad del pensamiento pausado, de la reflexión y la contemplación. Elementos que ciertamente contribuyen a los procesos de producción y “obtención” de conocimiento, pero que ignoran o desatienden el hecho de que la confusión, el olvido y la espontaneidad del desenfoque también influyen en estos procesos. El conocimiento, al fin y al cabo, no es como una cajita que depositamos en nuestros cerebros ni es algo que se consigue al final de una ruta lineal entre punto A y punto B. El aprendizaje es un proceso que se nutre de las tensiones entre continuidad y discontinuidad, entre abstracción y detalle y entre totalidades y fragmentos. Pensemos al conocimiento y el aprendizaje desde las coordenadas del laberinto borgiano – esa “casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin”.
Al reflexionar sobre la Guerra del Golfo Pérsico y la golpiza a Rodney King, Avital Ronell argumenta que en cuanto a la tecnología “podría hablarse de algo así como un exceso de exhibición, de puesta en imagen, de relato y de visión que es muy enceguecedor, en el sentido de que una tormenta de hiper-información se acerca a una relación de doble alucinación, una relación de alucinación en la que no puedes ver lo que se te presenta”. Empero, el continuo estar en esa tormenta que, aparentemente, nubla los sentidos y ciega nos permite desarrollar, probar, descartar y adoptar nuevas y distintas formas de entender, de pensar, de leer y de mirar. Elaboramos, en fin, diversas estrategias –unas más efectivas– con la aspiración de otorgarle sentido a lo que nos enfrentamos.
Lo que sí debe ser causa para preocupación es la manera en que llegamos a la información en la red y cómo metabuscadores como Google nos la presentan. En este punto coincido bastante con Carr y con otros escritores.II. ¿Google piensa por/en mí?
La meta de Google es poder descifrar a los internautas hasta el punto que puedan anticipar nuestras búsquedas. Cuando escribimos en el buscador, éste intenta completar las palabras que en él redactamos. La compañía anda en un desbocado esfuerzo por conocer y anticipar cómo operamos, cuáles son nuestros deseos, nuestros gustos y nuestros intereses. De esta manera, el algoritmo –set de instrucciones– que utiliza Google para organizar y realizar las búsquedas que le solicitamos funge como filtro de personalización de información y contenido.
El metabuscador registra pedazos de información de nuestras búsquedas: qué tipo de sitio visitamos, identifica patrones (de visita, de términos), desde qué lugar generamos la búsqueda, a cuáles autores recurrimos, qué medios preferimos y otras variables. El algoritmo utiliza los perfiles de cada internauta para así filtrar el contenido de manera tal que lo que se presente se amolde al perfil del usuario. El problema con este algoritmo, como bien argumenta Eli Pariser en The Filter Bubble: What the Internet Is Hiding from You (2011), es que la personalización del contenido sirve como una autopropaganda invisible, “indoctrinating us with our own ideas, amplifying our desire for things that are familiar and leaving us oblivious to the dangers lurking in the dark territory of the unknown” (citado en la reseña del libro realizada por Evgeny Morozov).
El aparente peligro aquí es que Google no es el único que emplea estos filtros de personalización. Dicha práctica es una generalizada en muchísimos de los sitios que comúnmente utilizamos como Amazon, New York Times, Netflix y Facebook, entre tantos otros.1Mientras las búsquedas se amolden a nuestras idiosincrasias, el riesgo de no exponernos a pensamientos divergentes a los nuestros podría atentar contra nuestra capacidad de entender la diferencia, de articular un pensamiento complejo que considere su contingencia y su propia inestabilidad interna.
Pero, aún este tipo de argumentos deben tomarse con cautela. El sujeto, al parecer, para muchos de estos autores es un ente pasivo sin capacidad de introspección o de abstracción, sin posibilidad de ser crítico en relación a la información que tiene frente a él, incapaz de retar o confirmar su validez. Acepto, no obstante, que hay múltiples instancias que evidencian que algunas personas confían excesivamente en lo que aparece en la red. Por ello no deben sorprender expresiones como “claro que es verdad, si yo lo leí en Internet”. Pero, esto no puede describirse como un fenómeno de dominio exclusivo de Internet pues ya sabemos que hay quienes insisten en la infalibilidad de lo que se dice en otros (milenarios) textos, de lo que se publica en la prensa o de lo que se “evidencia” científicamente.
El argumento aquí, me parece, es más uno sobre “vagancia” intelectual y alfabetismo digital.2Si un cibernauta está complacido con leer sólo lo que Google le presenta en la primera página y no hace el esfuerzo por encontrar miradas distintas sobre un mismo tema, el asunto no es, entonces, qué y cómo le presenta Google el contenido al cibernauta sino que éste padece de una terrible vagancia intelectual. Podríamos decir que el problema es también de falta de rigurosidad.
Una vez nos enteramos que Google y otros sitios emprenden esta práctica de la personalización o la filtración de la red, queda en nosotros desarrollar y emplear estrategias que circunnaveguen los bloqueos. Corresponde al cibernauta retar y cuestionar sus propias convicciones, ideas y posicionamientos. Asimismo, emprender búsquedas que corroboren y descarten la información que se ha leído en algún sitio web. ¡Que impere la duda, siempre la duda! La única certeza es la ausencia de certezas.
III. “La era está pariendo un”… digi-sapiens
Por último, quisiera subrayar que yo no asumo a Internet como la panacea de nuestros problemas ni el medio por el cual apresuraremos nuestro colapso. Lo que sugiero humildemente en este artículo es que no nos embelesemos con el espectáculo del pánico del embrutecimiento por Internet. Esbocemos una mirada analítica más aguda que no se sustente en posturas simples y nostálgicas de una cultura del libro que aparentemente colapsa ante nuestros ojos. Puede que, y esto lo sugiero para futura consideración, en el seno de este debate haya una contención entre la ciudad letrada y la incipiente letra salvaje (y pixelada) pues la primera ve su autoridad amenazada y atacada por la segunda con sus procesos y ritos del pensar distintos a los de la soledad contemplativa de la vida análoga.3
No hay marcha atrás para la flecha del tiempo y los cambios realizados por los desarrollos tecnológicos, a menos que una catástrofe nuclear se deshaga de todos los aparatos electrónicos y nos obligue a re-hacer nuestro mundo. Nos encontramos inmersos ya, para bien o para mal, en la era del digi-sapiens – ese sujeto cuyos apéndices inorgánicos y electrónicos lo hacen un ser humano híbrido.
En fin, ¿de qué era que estaba hablando?
- Entrevista a Eli Pariser en Democracy Now. [↩]
- Las destrezas que un sujeto tiene para encontrar, organizar, entender, evaluar y analizar información que se obtuvo mediante tecnologías digitales. [↩]
- Para un punto de partida sobre el debate de la ciudad letrada y la letra salvaje, véase el ensayo de Juan Duchesne Winter “De la ciudad letrada a la letra salvaje”. [↩]