1917: toda guerra es mala
Luego de otras advertencias de parte de los que han estado en “tierra de nadie” (el espacio entre un frente y otro), los dos jóvenes emprenden su aventura y la película se convierte en una especie de thriller que pone al espectador al borde de la silla. Ayudados por la cámara del gran Roger Deakins y la música de Thomas Newman, los dos soldados van cruzando enjambres de alambres de púa y cuerpos de hombres y de caballos en descomposición, rumbo a las trincheras alemanas. El viaje resulta ser una curiosa propuesta del director-guionista: los horrores que vemos, están enmarcados en campos hermosos, donde, en la superficie hay belleza y en las excavaciones para proteger los ejércitos, inmundicia, ratas y hacinamiento. La cámara no se detiene y su paso sugiere y nos muestra estas cosas sin hacer mucho hincapié en el asunto: así es la guerra, y estamos viendo la primera en que la guerra a distancia y desde el aire fue causante del estrago mayor que había tenido la humanidad hasta entonces.
Añadido a que lo que estamos viendo era parte de la rutina del momento en la primavera de 1917, los dos personajes principales van entrando en tierra hostil y explorando las trincheras abandonadas por los alemanes. ¿Se han retirado? La búsqueda a la respuesta a esa pregunta coincide con descubrimientos que hacen los dos jóvenes que no quiero divulgar. Será suficiente decir que las sorpresas van apareciendo de forma inesperada y que el efecto en la audiencia es palpable. El miedo, como debe de ser el de los dos soldados, sale de la pantalla a perturbarnos. A cada vuelta del laberinto que resultan ser las trincheras, algo siniestro y letal espera. También siguen apareciendo cosas hermosas: cerezos cuyas flores blancas parecen nieve que crece de sus ramas.
La puesta en escena de este filme es algo prodigioso. Sí, hemos visto el fango, que en las trincheras solo hay incomodidades, que la comida escasea y la que hay es mala, que abundan las ratas, pero sobresale en este filme que, como ya he dicho, no es el propósito del guión hacernos conscientes de cosas que ya hemos visto antes. La historia se refiere a las relaciones humanas y al arrojo de individuos que ponen su vida a riesgo por el bien de otros. Algo de eso –los vínculos afectivos que se desarrollan entre soldados– se presentó en el documental de Peter Jackson, They Shall Not Grow Old (reseñado en estas páginas, 22 de marzo de 2018), que usó pietaje real de la guerra. Pero lo segundo se magnifica en esta cinta de forma efectiva y realista, a pesar de ser ficción.
El casting de los dos actores principales ha sido genial: son dos chicos ingleses “del montón”. Son de las clases trabajadoras, y así parecen. Al mismo tiempo tienen el temple de querer triunfar y cumplir con los mandatos inculcados en ellos por la época victoriana, que se esperaba, no solo a de ese grupo social, sino de todo inglés. Pero el triunfo de la película estriba en su ambientación, en los movimientos lineales de la cámara según antecede o persigue las movidas de los dos soldados. Algunas vistas panorámicas añaden una belleza inesperada a la acción y nos sobrecogen porque les siguen cosas horribles. En una secuencia, los encadenados de los planos resultan en una escena a mitad del filme que nos conduce por un laberinto de ruinas habitado por pequeños minotauros (alemanes) que quieren cazar a Will. Para llegar de la escena anterior a esta, los fundidos (“fade in”) son de un encanto que nos hacen olvidar la situación física del personaje por unos segundos.
Desde el punto de vista cinematográfico, no hemos visto nada parecido a este filme en mucho tiempo. A veces reta nuestra credibilidad, pero, por supuesto, esto es ficción. Lo que no lo es —lo que ya es historia—, es la guerra que acabó con el imperio británico y comenzó el estadounidense. Todas las guerras son malas. Acaban con un mal y desatan otros.