Luis Rafael Sánchez: Una mirada plural a un autor plural

de izquierda a derecha: los doctores Luce López-Bararlt, Ramón Luis Acevedo y Mercedes López-Baralt. Foto por Editorial UPR
A lomo de tigre: Homenaje a Luis Rafael Sánchez
«Era mágico y moreno, y su sonrisa traía la felicidad». Permítanme iniciar esta presentación con la frase con la que vengo saludando a Luis Rafael Sánchez desde que estudiamos juntos en España hace ya más de cuatro décadas. No es mía, qué pena, sino una reformulación de las hermosas palabras que le dedicara desde el periódico republicano Hora de España, en Valencia – corría el año 1937 – Pablo Neruda a Lorca. Pero viene a cuento aquí en este día en el que presentamos el libro que homenajea al amigo que tan feliz me hace no solo con la magia de su persona, sino con el poderío de la escritura que cambió, insertándolo en el futuro, el horizonte de nuestras letras desde la publicación de En cuerpo de camisa en 1961. Y que hace tiempo nos representa nacional e internacionalmente: no en balde se ha enseñoreado, como Dios manda, en nuestro canon literario, desde el cual lo reconoce el gran Carlos Fuentes como hermano.A lomo de tigre: Homenaje a Luis Rafael Sánchez recoge las Actas del III Congreso Internacional Escritura, Individuo y Sociedad en España, las Américas y Puerto Rico en la Universidad de Puerto Rico de Arecibo en el 2006; iniciativa generosa de nuestro admirado colega William Mejías López, quien a su vez – con la colaboración de Ramón Luis Acevedo, y un comité editorial presidido por Priscilla Rosario Medina, su cómplice de años en estas gestas internacionales – es el editor de un libro que hará historia en la bibliografía crítica de nuestro celebrado y entrañable escritor. El acertado título – sugerido por Ramón Luis Acevedo – proviene de uno de los ensayos de La guagua aérea, en el que la voz autorial confiesa que el humor no merece la atención si uno «desconoce la vida como una carrera a lomo de tigre, a riesgo de caer y morir descuartizado». Mejías López afirma, oportunamente, que «una cabalgata a lomo de tigre magnifica los desafíos de la escritura y la supremacía de un escritor consagrado que apunta su furia contra nuestra descomposición social y la lejanía de un norte que nos guíe al rescate de nuestros valores». Y añade que nuestro «escritor de oído», como lo llama el poeta cubano Raúl Rivero Castañeda, que reconoce la oralidad como principio rector de su obra, nos zampa a la calle y a los tapones en las autopistas, a los bares, a las velloneras con el imprescindible bolero cortavenas, a las plazas municipales y de mercado, al estruendo de los altoparlantes, a la radio, a la televisión y a los ingeniosos grafitos que comentan nuestra vida urbana.
Estamos, como lo afirma contundentemente Ramón Luis Acevedo – «ante un escritor plural, completo, polifacético, como muy pocos en Hispanoamérica. No solo ha cultivado con muchísimo éxito todos los géneros vigentes – teatro, cuento, novela, ensayo, crónica, poesía (sí, poesía en prosa), sino que también ha inventado algunos». Se refiere, desde luego, a la ambigüedad genérica de obras como «La guagua aérea», La importancia de llamarse Daniel Santos, y Quíntuples. Y esta asombrosa pluralidad se espejea en el libro de homenaje a Luis Rafael Sánchez que presentamos hoy.
Tras las palabras preliminares de Mejías López y la Introducción de Ramón Luis Acevedo, se celebra la magia de su persona en una sección de semblanzas a cargo de Ana Lydia Vega, Priscilla Rosario Medina, Mayra Montero, Arturo Echavarría Ferrari, Rocío Oviedo Pérez de Tudela, Antonio Martorell y Luce López-Baralt. Tras las que sigue una serie de plenarias del congreso del 2006. Efraín Barradas aborda lo soez y lo camp en su obra, Raquel Chang-Rodríguez el binomio de gastronomía y literatura, Rita de Maeseneer sus citas citables, Juan Gelpí las posibilidades monstruosas de la ficción, Priscilla Meléndez el performance de la escritura, Aníbal González Pérez la crónica del Puerto Rico posmoderno, Elsa Noya la apropiación de la palabra que respira, Gabriela Tineo la pasionalidad de su escritura, y la que escribe estas líneas, la poesía que habita su prosa. Hay una sección dedicada a varias ponencias leídas en el citado congreso de 2006, entre ellas, una de María Luisa Lugo sobre La guaracha del Macho Camacho desde una óptica cervantina y otra de Carmen Ivette Pérez Marín sobre el ensayo periodístico en la obra de Sánchez. Le sigue un ensayo de Luce López-Baralt sobre Indiscreciones de un perro gringo. Otra sección incluye artículos publicados y recientes en torno a su obra, de la autoría de Janette Becerra, Mariano Feliciano Fabre, Fernando Feliú Matilla, Luce López-Baralt, Julio Ramos y Carmen Vázquez Arce, entre otros. Una contundente bibliografía del autor preparada por Jadira Maldonado cierra el volumen.
La extensión de este libro generoso – son casi seiscientas páginas – permite una mirada plural al autor plural que es Luis Rafael Sánchez. En él se abordan sus ensayos (La guagua aérea, Devórame otra vez), su teatro (Los ángeles se han fatigado, O casi el alma, Quíntuples), sus cuentos (En cuerpo de camisa), sus novelas (La pasión según Antígona Pérez, La guaracha del Macho Camacho, La importancia de llamarse Daniel Santos, Indiscreciones de un perro gringo)… Desde las ópticas más diversas: el mito, el deseo, el ritmo, el género, lo soez, la poesía, el periodismo, el neobarroco, la posmodernidad, el tango, el performance, la monstruosidad, la política, el amor, el Caribe y la huella cervantina. Como se trata de más de 40 trabajos, es imposible reseñarlos aquí, so pena de que el público haga el numerito de Houdini y vaya desapareciendo discretamente. Pero para darles una idea concreta del espectro tan amplio de temas y asedios que convierte al libro que nos ocupa en la joya de la corona de la crítica de nuestro autor (dentro de poco será, indudablemente, un collectors’ item), me parece indispensable detenerme en un puñado de los ensayos que lo constituyen. Empresa difícil esta de escoger unos pocos, porque se trata de un menú de tal calidad que parece decirnos devórame otra vez. Pero no me queda otra. Son cuatro, y de uno en uno iré explicando por qué los elegí.
El primero es de Janette Becerra, y se titula, precisamente, «Devórame otra vez, de Luis Rafael Sánchez». No me detendré en los detalles deleitosos del análisis de esta brillante narradora puertorriqueña, sino en las conclusiones a las que llega en torno a la pregunta implícita que recorre el ensayo: ¿por qué nos seduce Luis Rafael? Oigamos a su autora:
Repito las dos preguntas iniciales: ¿qué hace a un escritor como Luis Rafael Sánchez tan importante?: ser un faro del castellano, un malabarista de voces. ¿Y qué hace a un escritor como Luis Rafael Sánchez tan popular?: ser un maestro del humor, poner la brillantez de su prosa al servicio de la risa y la sonrisa, remedios infalibles –si no contra todo mal– al menos contra todo mal/estar. En él, el humor es siempre una sorpresa al doblar la esquina. La comicidad en sus textos estriba en la irrupción inesperada: usted, lector, va transitando una oración muy seria, muy circunspecta, de un elevado nivel léxico: el equivalente a una acera ancha y recta en el mapa semántico. De repente, casi al doblar la esquina, le asalta la frase ordinaria, la pueblerina: ha caído en el boquete léxico. Baste un ejemplo: en “Elogio de la fritura” advierte el autor que “no debe leer una línea más el lector apolíneo cuyo ego se fragiliza en cuanto le baila por la cintura la leve sombra de un… chicho”. Lo lúdico es la coexistencia de ambos discursos. Lo lúdico posibilita al texto un público heterogéneo.
A Sánchez lo hace popular también ser un observador incisivo de lo inmediato, que no es lo mismo que lo que está de moda (no osaríamos llamarlo autor de moda). El mundo se despereza cada día para que Sánchez, quien se levantó más temprano que el día, lo presencie y lo escriba. El medio periodístico, del cual provienen los artículos que integran este libro, es idóneo para esa toma frecuente de pulso.
Ya van dos conclusiones; de tan contundente, la tercera exige otra frase de Luis Rafael: telón rápido:
Admitámoslo: Luis Rafael no necesitaría ni tema para escribir: su escritura es sobre todo el deleite empalagoso de la lengua. Con esa cadencia bailable de la repetición –recurso retórico que le caracteriza–, el escritor toma la batuta (o sea, la pluma, o el teclado) y dirige la danza de palabras que nos sube por los pies, que se vuelve un bombón de caramelo y chocolate, bate que bate, un reguerete de salivas y sabores a verbos de limón. Hay una conexión muy profunda y seminal entre el lenguaje, la música y el paladar en los textos de Luis Rafael, ya sugerida por el diseño gráfico en la portada y por el título de esta obra, Devórame otra vez, canción y alusión culinaria en una misma frase. […] En fin: dije que no me extendería demasiado explicando los contenidos de la obra, porque no quiero ser como el maitre d`, que se toma media hora describiendo la confección de ese platillo que ansiamos devorar, como se ansía devorar este, otra vez y otra vez. Así que como dice el autor en su prólogo: lector, a lo tuyo.
Los otros tres ensayos que voy a comentar exhiben una saludable polaridad temática: uno, de Fernando Feliú Matilla, aborda a nuestro autor desde una óptica antillana: el ritmo. Los otros dos, de María Luisa Lugo y Luce López-Baralt, lo hacen desde una óptica hispanista, que vincula a Luis Rafael Sánchez con el mismísimo Cervantes. Vamos a ello.
El ensayo de Feliú – «Del ritmo en clave en un disco rayado: La guaracha del Macho Camacho en un pentagrama» insiste en el carácter musical de la novela cifrado en su título; título que por otra parte la emparenta con otros textos caribeños en los que se enseñorea, sabrosona, la música: el Tuntún de pasa y grifería de Palés, Sóngoro cosongo de Nicolás Guillén y De dónde son los cantantes, de Sarduy. Y desde luego, Los pasos perdidos, El acoso y La consagración de la primavera del gran musicólogo que fue Alejo Carpentier. Feliú ve en la guaracha cubana el modelo para la novela de Sánchez. Porque tiene una estructura de llamada y respuesta construida sobre el diálogo que se establece entre un coro y los parlamentos de un solista; diálogo conocido como montuno. Citando a María Teresa Linares, explica que el origen de la guaracha está íntimamente ligado a las representaciones teatrales del teatro bufo que se escenificaban en La Habana en el siglo diecinueve. Entre las obras representadas se intercalaban canciones que se fueron convirtiendo de a poco en la guaracha: género de tono irreverente, con clara tendencia a la parodia. O como lo diría Jorge Mañach, una de las expresiones más espontáneas del choteo, que es la palabra cubana para nuestro relajo, vacilón, guachafita o bayú.
De la guaracha, la novela de Sánchez toma el diálogo entre el solista y el coro, contrapunto que se transforma en la alternancia de las intervenciones del locutor y los personajes. También el sentido de la parodia burlesca del poder y la autoridad. Y el ritmo rápido y entrecortado, en el que tiene un papel preponderante la repetición, que el mismo autor denomina como «técnica del disco rayado». Curiosamente, este término no proviene de Sánchez, sino de su colega Mariano Feliciano Fabre en su prólogo a En cuerpo de camisa. En La guaracha, dicha técnica, sugiere Feliú, alude a la cadencia del discurso narrativo, con su movimiento hacia adelante y hacia atrás. Ya lo había sentenciado el autor implícito en el lema de la guaracha: «La vida es una cosa fenomenal. Lo mismo pal de alante que pal de atrás». La repetición de pasajes – nombrada por Efraín Barradas como «autointertextualidad» – lleva a Feliú a considerarlos como leitmotivs a lo largo de una pieza musical. Pero hay más, y es que la «veracidad auditiva» de Sánchez – la oportuna frase es de Feliú – no solo lo lleva a estructurar su novela como una guaracha, sino a crear una novela estruendosa, que recrea a un país en el que reina no solo la música, sino el ruido. Como dice Feliú, «la cita de Carpentier, «El Caribe suena», que luego Sánchez recogerá en su artículo «Las señas de identidad», se aplica adecuadamente a La guaracha de Macho Camacho«.
Habiendo palpado con el ejemplo de Feliú lo importante que es asediar un texto desde su contexto inmediato (en este caso, el del Caribe, y muy concretamente, Cuba), vale ver la otra cara de la moneda, que es examinar nuestra literatura puertorriqueña desde sus raíces más remotas. Antes de traer a colación los otros dos ensayos que ya anuncié, vale la pena explicar por qué es imprescindible remontarnos a los orígenes lejanos de nuestra literatura, que no por joven carece de tradiciones que la nutren. Y pongo por ejemplo a Luis Palés Matos, quien con Luis Rafael Sánchez, constituye el epítome de la puertorriqueñidad literaria. Porque, al emprender una lectura minuciosa de su ciclo de Filí-Melé, cuando escribía Orfeo mulato, me dí cuenta que era imposible entenderlo sin acudir a dos fuentes opuestas, ambas remotas: la mitología africana (yoruba), y el neoplatonismo renacentista de Marsilio Ficino junto a la milenaria figura mítica de Galatea, viva en el imaginario cultural de Occidente desde Teócrito y Ovidio. Y resulta que ambas fuentes, la africana y la occidental, configuran nada menos que la voluntad huidiza, inapresable, de la musa palesiana. Y ni hablar del Siglo de Oro, pues no podremos nunca entender a Palés ni a Lorca ni a Miguel Hernández sin leer a Góngora, Quevedo, San Juan de la Cruz y Garcilaso. Ni apreciar La guaracha del Macho Camacho sin sabernos de memoria la primera novela moderna de Occidente, que no es otra que La Celestina de Rojas. Y sin acudir, presurosos, a Cervantes.
A ello vamos ahora. Comenzando por una mirada al ensayo de María Luisa Lugo, «La guaracha del Macho Camacho desde una óptica cervantina». Siguiendo un aspecto fundamental del Quijote, la ambigüedad, abordado por Luce López-Baralt en sus estudios sobre el tema, Lugo destaca la técnica del falso autor, y se detiene en un ejemplo dramático de esta: la escena del Retablo de Maese Pedro. En ella, don Quijote y los personajes reunidos en la venta son los espectadores del retablo, Ginés de Pasamonte es su autor, y el trujamán que la interpreta (pues sus personajes no hablan, son miméticos) funciona como un autor teatral, con acotaciones y exhortaciones a los espectadores, en las que emplea frecuentemente verbos preceptivos como «vean vuesas mercedes» o «vuelvan vuesas mercedes los ojos», además de opinar como le plazca. Lo que lleva a Lugo a ocuparse de la teatralidad cervantina de La guaracha del Macho Camacho, poniendo el acento en la figura del narrador, un autor omnisciente que se encarga de narrar la novela-teatro, de la misma forma que lo hace el intérprete del Retablo del Maese Pedro. El mismísimo comienzo de La guaracha, en el que el narrador guasón invita a los lectores/espectadores a mirar a la China Hereje precisamente ahora, que ella no los está mirando, da fe de ello. Porque el narrador de La guaracha prolifera en acotaciones como «si se vuelven ahora, recatadas la vista y la mirada, la verán esperar sentada», «¿ven?», «¿La oyeron ducharse?». Frase a la que le sigue su opinión inmediata: «Imposible: guarachaba». Queda clara la lección cervantina aprendida y puesta al día en clave caribeña.
Hay otra, y la aborda Luce López-Baralt en «El coloquio de los perros: Luis Rafael Sánchez y Miguel de Cervantes». Ensayo imprescindible, en tanto ilumina radicalmente su novela más reciente, que suele desconcertar al lector: Indiscreciones de un perro gringo. Y es que se trata de una reescritura paródica, en la que un perro cibernético y voyeur, llamado Buddy, subvierte las moralejas de sus congéneres perrunos cervantinos, al encomiar las audacias eróticas de su amo, el Presidente Clinton, en el ya nombrado para siempre Oral Room. De las que ha sido testigo indiscreto. Criatura baciyélmica (animal, máquina, humano), y perro parlante que encorbatado con la bandera de los Estados Unidos, exhibe su monstruosidad colonial, Buddy también ostenta rasgos quijotescos, como parafrasear su famoso aserto, «Yo sé quien soy, y sé que puedo ser los doce pares de Francia», al decir: «sé bien quien soy al margen de los alambres y los electrodos». Pero su identidad escindida va más lejos: se trata de un perro que escribe una novela. La equivalencia entre perro y autor es un rasgo hondamente cervantino, pues los perros del famoso Coloquio son los autores últimos de los papeles recogidos en el cartapacio del alférez Campuzano, y don Quijote llama al autor arábigo de su novela «el galgo del autor». Luce López-Baralt nos advierte que la extraña equivalencia que propone Cervantes nos remite a la guerra civil entre moros y cristianos en España. El perro está considerado como animal impuro en el Islam, y los hispanoárabes solían llamar perros a los cristianos. A su vez, estos devolvieron el insulto a los musulmanes. En la ficción cervantina, el autor del Quijote, al ser un cronista moro, no es otra cosa que un perro.
En Indiscreciones de un perro gringo, nunca sabremos a ciencia cierta a quién realmente debemos la escritura del libro que tenemos en las manos: a un perro que habla, o a su «sensato» comentador extradiegético. Y es que la ambigüedad autorial es el rasgo cervantino más relevante de la novela de Sánchez, y a la vez, su mayor logro. Que honra el epígrafe de André Breton, que la precede: «Lo que hay de admirable en lo fantástico es que ya no hay nada fantástico, solo realidad». Estamos ante un texto dictado en primera persona – Buddy – enmarcado por dos segmentos metadiscursivos a manera de prólogo y epílogo, a cargo de un súper-narrador poco fiable, que roba su testimonio. Testimonio que asume la forma de un monólogo que disimula un diálogo soterrado: en el fondo se trata de la soledad del escritor frente a los rostros borrosos y amenazantes de sus lectores, a quienes Buddy les grita: «¡No se subleven!». Vale notar que el súper-narrador es el alter ego de Sánchez, pues es profesor de la City University of New York, como este lo fue.
Como criatura cibernética, el perro parlante padece de problemas técnicos: no puede narrar sino enumerando. Lo mismo le pasa al súper-narrador. Ambos comparten también la admiración edulcorada de los Estados Unidos y el odio a los gatos. Comenzamos a sospechar que estamos ante un solo autor. Porque cuando a Buddy se le daña el disco duro y vuelve a ser un perro normal, el súper-narrador va convirtiéndose en perro al buscar al autor de las Indiscreciones como sabueso y al pasearse por lo que él mismo llama la Perrópolis de Central Park. La novela insinúa que el ladrón del texto de Buddy, autor del prólogo y el epílogo, también se ha transmutado en perro; como diría Cervantes, en «el galgo del autor». La transmutación alquímica de ambas voces narrativas implica otro homenaje soterrado a Cervantes, pues evoca la célebre tesis de Salvador de Madariaga en torno a la quijotización de Sancho y la sanchificación de don Quijote. Luce López-Baralt concluye que, en este derroche de ambigüedad, una cosa sí queda clara: el altísimo homenaje que Sánchez le rinde a Cervantes. Porque, según nunca sabremos si la crónica del Quijote era de Cide Hamete Benengeli, del segundo autor, del morisco traductor o de Cervantes, tampoco sabremos quién dicta el texto de las Indiscreciones de un perro gringo. Añado, por mi parte, una frase cervantina: «Y estas son de las cosas cuya averiguación nunca se ha de llevar hasta el cabo». De todo esto, y de mucho más, trata A lomo de tigre. Enhorabuena a William Mejías López y a todos sus colaboradores. Y aplaudamos de pie, en un abrazo colectivo, a Luis Rafael Sánchez. Cada día más joven, más genial, más sorprendente, más nuestro.