August: Osage County
La familia disfuncional siempre ha sido gran material para el teatro y el cine, y este drama ha sido ambas cosas. Vi la obra en Broadway a principio del 2008 y me impresionó la efectividad de sus volteretas dramáticas matizadas de cierta ironía, rayando en sarcasmo, y de los cambios súbitos en el toma y dame que fácilmente hacían reír sin cambiar el tono de la pieza. No es fácil hacer eso, de modo que esa cualidad confirmó la destreza del dramaturgo actor, Tracy Letts quien con esta obra obtuvo el Pulitzer (y un “Tony”) de drama ese año. Es curioso que Letts hizo el papel de George en una repuesta de “Who’s Affraid of Virginia Woolf?” en Broadway en 2006. Lo es porque hay ecos del drama de Edward Albee en “August”, así como de “A Delicate Balance”, del mismo dramaturgo.
Beverly Weston (Sam Shepard) es un poeta alcohólico que vive en una especie de intolerancia abstracta con su mujer Violet Weston (Meryl Streep) en una hermosa casa en el condado del título, en Oklahoma, donde conviven con espectros y demonios del pasado. Él está entrevistando a una mujer indoamericana para ser el ama de casa cuando Violet irrumpe en la escena. Le han diagnosticado cáncer de la boca y ahora está adicta a más píldoras que las que hay en la farmacia. Rápidamente nos percatamos de muchos de los problemas que aquejan al matrimonio y nos enteramos de las tiranteces que existen entre marido y mujer. Poco después el marido desaparece y eso trae de visita a dos de las hijas con sus acompañantes, a la hermana de Violet con su marido e hijo, y a la única hija que se ha quedado a vivir en Oklahoma. Es agosto y la temperatura del verano casi excede los límites humanos. Ese calor, ese fuego constante, es una metáfora para lo que ha de surgir dentro de la casa, al amparo de la sombra.
Letts adaptó su obra para el cine, y aunque lo que ha añadido tiene el propósito de sacarnos de la casa de la familia Weston para darle a las peripecias movilidad y cierta cinética, la verdadera química es la relación de Violet con su familia, particularmente sus hijas. Fuera de esas escenas al aire libre, no parece que mucho ha cambiado de lo que vi en el teatro a lo que presencié en el cine. ¿Entonces, por qué me incomodó el principio de la película? Tanto así que tardé casi tres cuartos de hora para acoplarme a lo que en las tablas capturó mi atención completa e inmediatamente.
Simplemente que la gran Meryl me sacó de balance. Llegó a la pantalla y dijo aquí estoy, yo soy la gran actriz, y me han dado este papel jugoso con el que obtendré mi nominación a la x potencia y les voy a demostrar mi arte. Hay veces que eso zarandea una escena y puede descarrilar una película o una obra de teatro. Además de esa presencia tan presente (y valga la redundancia) Streep, a quien casi nunca le ocurre, sobreactúa como si estuviera tratando de que uno de sus maestros en Yale la notara. Pensé que no me repondría de ese agravio tan escandaloso cuando llega Julia Roberts (como la hija de Violet Barbara Weston-Fordham) y calmó la situación. Consiguió que Streep se tranquilizara, y permitió que todos los actores, aún la para mí insoportable Abigail Breslin, se acoplaran para conseguir un gran efecto de conjunto, esa comunión inefable que se puede dar entre actores que semeja un solo suspiro controlado por un lazo invisible que los une en cuerpo y alma.
Comienzan a surgir las obsesiones y frustraciones de cada uno de los miembros de la familia que han sido juntados por un suceso, pero que saben la fugacidad de la situación y los profundos precipicios que los separan. Muchos de esos abismos los ha causado el vitriolo que reside en el corazón de Violet y que emerge sin obstáculo de su lengua. No se reserva casi nada y no le importa el efecto que pueden tener sus pronunciamientos hostiles e hirientes sobre los miembros de la familia. Su palabra es como una gran arma de muchos filos que va cortando a su paso todo el posible cariño que puedan tener por ella sus allegados.
Hay muchos secretos que se van revelando según esta reunión familiar concebida en el infierno comienza a desenredarse. Ya para entonces, la Streep ha controlado su intervención, se ha armonizado con los otros actores y demuestra lo que ya sabemos a la saciedad: que es la actriz más sobresaliente de su generación y que su presencia en una película, aunque no siempre salvadora, es capaz de garantizar un nivel dramático de mucha altura.
Destacan las actuaciones de Margo Martindale como Mattie Fae Aiken, la hermana de Violet y la de Chris Cooper como su marido Charles Aiken. Martindale es una maravilla híbrida de complicidad cómica y la clásica madre castrante de una pesadilla freudiana. Me recordó a la gran Maureen Stapelton quien, de haber sido contemporánea de la obra, lo más seguro hubiera hecho el papel. Cooper es un actor en quien uno puede confiar para crear personajes memorables y para traer a sus líneas el sosiego que a veces es necesario en momentos de la trama que son críticos para mantener cierto tono que no descarrile la escena. Su escena cumbre, que no puedo narrar, así lo demuestra. Excelentes también son Juliette Lewis y Julianne Nicholson como Karen y Ivy Weston. La primera resulta ser la más pragmática y, de cierto modo, la más introspectiva de las hermanas; la otra, la más dulce, tierna y amorosa.
Es Julia Roberts la que reluce como un planeta en el elenco de estrellas. Casi sin maquillaje, con su deliciosa boqueta y el labio superior que parece robado de otro rostro y que es preámbulo a su magnífica sonrisa, Roberts es agresiva, sumisa, lengüisucia, tierna e indomable. Es la única que de verdad le hace frente a la madre y lo hace con cierto grado de violencia condescendiente que es un placer observar. En su madurez cronológica ha podido crecer lo suficiente, no para robarle escenas a alguien como Streep, sino para traerla a la tranquilidad dramática que evita que una obra suene con el engranaje de “la actuación” sino que nos convenza subliminalmente que los personajes existen.
“August” no es tan buena película como fue un gran drama en las tablas, pero permite ver las heridas que rompen las familias y cómo la sangre compartida no garantiza ni el amor ni la comprensión, ni siquiera la simpatía.