Comunidad: deseos y delirios
A Peri por el imaginario abierto,
A Rubén, por su provocación pertinente
A veces el día amanece como si fuera una extensión de la noche; así, a veces me despierto con el sueño aún colgado de mis pestañas. Hay días cuya opacidad los hace parecer una prolongación de la noche con la cual se quisiera alargar el sueño en el que se creyó por unos instantes, antes que el impertinente desvelo lo desvaneciera y nos sorprendiera la mañana con patas de escarabajo.
El sueño que quiero hoy recuperar es el de una comunidad. Pensemos en una comunidad: es decir un grupo de personas que comparten espacios, situaciones de vida e intereses. No por esto son totalmente comunes, su singularidad no sólo permanece sino que muchas veces prevalece sobre aquello que podemos —¿debemos?— llamar el bien común. Para quienes lo conozcan, sospecharán que me dejo llevar por las ideas de Juan Duchesne en su Comunismo literario y teorías deseantes, quien siguiendo planteamientos de Jean Luc Nancy, Gilles Deleuze y Felix Guattari propone repensar lo comunitario no como la permanencia del bien común sobre los individuos, sino como la interacción de los sujetos que comparten un bien-en común, pero preservan su singularidad. Además, me provoca reflexionar sobre las ideas de un mundo mejor, un mejor país, o “un nuevo país” como las esgrimiera recientemente Silverio Pérez (“Los bárbaros trucutú”, El Nuevo Día, 11 de noviembre 2010). Me anima no pensarme como madrugador solitario sino acompasado con la conclusión del artículo de Anayra Santori, “Un puente sobre el abismo” (80grados): “Quizás por primera vez en mucho, mucho tiempo, querer un mundo mejor implicará para todos y todas construirlo hoy desde la ínfima escala personal y la indispensable dimensión institucional y comunitaria”.
Pensemos que esa comunidad es la universidad. Más allá del refrito histórico del papel revolucionario de los estudiantes y de las universidades, la Universidad de Puerto Rico es hoy escenario para el confrontamiento de proyectos y el debate de ideas, entre quienes —como los suscriptores de esta red— creemos, queremos y pensamos en “un cambio social”. ¿Quiénes somos como comunidad? ¿Qué nos ata a estos colaboradores, columnistas, comentaristas, asesores o coordinadores sino la esperanza —¿deseante o delirante?— del poder de nuestras palabras? Aún así, me pregunto: ¿este deseo o delirio nos convierte en una comunidad?
En uno de los escasos momentos de uso de retórica del actual gobierno, Luis Fortuño en su mensaje al país en abril pasado, justificó los recortes al presupuesto universitario, que él no reconocía como tales, con la imagen de la familia. Luego de referir a los ajustes presupuestarios que la crisis económica ha obligado a las familias puertorriqueñas, decía que “la Universidad de Puerto Rico […] como la familia puertorriqueña tiene que vivir con los ingresos que tiene”. En su retórica separaba a “la gente” de los universitarios, presentando a estos como privilegiados y parásitos de los ciudadanos contribuyentes. Su retórica, desprendía “la Universidad” “de Puerto Rico” y presentaba a los estudiantes universitarios (y no sólo a ellos) como unos niños malcriados que insisten en sus privilegios en momentos de penuria económica del padre y la familia.
A pesar de que es común de todo gobierno, sorprende aún el uso de la imagen de la familia para referir asuntos públicos. Es la clásica referencia al discurso de Luis Muñoz Marín, cuyo proyecto social y político este gobierno intenta definitivamente derrumbar, incluyendo la UPR. Sorprende no sólo, porque la usa para hablar de “ajustarse los pantalones” durante la “década perdida”, sino porque unas semanas antes se negara a presentarle al pueblo cómo su familia se los había ajustado durante su primer año de gobierno, al no hacer pública su planilla de contribución sobre ingresos. Llama la atención no sólo porque la imagen de la gran familia está mucho más que gastada, sino que se use para referirse a la universidad, la cual se gobierna por un sistema de participación y consultas únicas, aunque deficientes, dentro de las estructuras públicas del país. Si hay algo lejos de ser una familia, que se gobierna por un sistema jerárquico basado en la autoridad del padre, es la universidad: que es una comunidad que requiere de estructuras y mecanismos de democracia mucho más ágiles y efectivos que los actuales.
Ahora, si muy bien la imagen patriarcal de la familia ya no sirve como persuasión retórica —¿acaso me equivoco?—, debemos pensar cuánto lo es la de la “comunidad universitaria”. ¿No es acaso otra retórica hueca más? Iván Chaar-López en varios escritos, ha intentado describir cuáles son las particularidades de dicha comunidad, la cual define como “comunalidad”:
Como proyecto político, la comunalidad parte de un actuar en varios niveles (sin ningún tipo de orden o relación jerárquica): la identificación con un entorno comunitario/comunal mediante el reconocimiento de asuntos comunes, la tensión identitaria entre el individuo y el colectivo, la discusión-aceptación de la variedad y la diferencia, la coexistencia entre el acuerdo y el desacuerdo y la acción variable.
Esa contingencia identitaria, esa tensión individuo-colectivo, recae en la manera en que lo comunal no es un espejo de nuestros deseos, sino una proyección espectral de nuestro ser.
Las aspiraciones y los asuntos comunes se logran solamente con la discusión-aceptación de la diferencia. La comunalidad no debe invisibilizar las divergencias, pero sí re-conocerlas.
Llámese comunidad o comunalidad, qué es: ¿reflejo de nuestros deseos o de nuestros delirios? ¿de nuestras esperanzas o de nuestros temores? ¿de nuestras ilusorias utopías o de nuestros infiernos? Si existe tal cosa como “comunidad puertorriqueña”, ¿cuál es la relación que se guarda con ella cuando se afirma el deseo —y la voluntad— de construir un “nuevo país”? ¿Por qué pretender construir un nuevo país? ¿Cuánto desafecto se tiene con el que “existe” o se considera existente si se le desdeña tanto que se desea un cambio tan radical? ¿No sería más adecuado a estos deseos reajustar afectos y rehacer otra comunidad, que no sea la de “este país”?
Respetando las diferencias y la seriedad del criterio de Chaar-López, mi pregunta sigue siendo si dicha comunalidad es posible; aun en espacios menos imaginados que la nación, pero no por ello no-productos del pensamiento, del deseo o de sus deformaciones delirantes. ¿Cómo pensar la “comunidad universitaria”? Pensemos en pequeño: en la comunidad que coincide en el “blog por el cambio social”. ¿Con cuántos de estos colegas he tenido la oportunidad de dialogar en los casi dos meses de existencia de 80grados? Al tiempo que en este blog se suscita un debate sobre “la catástrofe” y “el abismo” en la Universidad, un grupo de diez colegas publicó un documento titulado “La Universidad que queremos”, en el que comienza a esbozar —en más de diez páginas— sus ideas de la necesidad de un proyecto universitario desde la perspectiva docente (ver su página en Facebook). Aunque para éstos la universidad sigue estando en el espacio ilusorio del deseo, al menos estos diez colegas fueron capaces de articular y suscribir un documento; en cambio, nosotros como blogueros comunales existimos solamente en el espacio cibernético.
Desde hace más de diez años he arrastrado el lamento del poco espíritu intelectual y universitario prevaleciente en las facultades y departamentos. La escasa asistencia de profesores a conferencias y reuniones me provocaba pensar que entre docentes no es dominante el deseo de dialogar y de intercambiar ideas que posibilitase: uno, nuestro crecimiento intelectual y el de los estudiantes, y, dos, la discusión franca y respetuosa de los asuntos académicos y administrativos.
Pero no culpemos injustamente a nadie. El ritmo de nuestra colonia posmoderna, consumista e individualista, nos impone a todos circunstancias que nos alejan como colectividad. No se trata de que cada cabeza sea un mundo, como repitiera el lamento de Héctor Lavoe, sino que la vida urbana nos desparrama por pequeños mundos, dificultando la concentración de nuestras múltiples identidades. En todo caso, veinte años después de la canción de Lavoe, más que un mundo, cada cabeza es un blog. Es decir, articula y construye un espacio con posibilidades ilimitadas de simular al mundo.
Lo mismo sucede con los estudiantes. Cada vez son menos aquellos cuya prioridad, y no decir su única responsabilidad, sea sus estudios. La mayor parte de ellos, sea por necesidad o dispersidad de ambiciones, pasan la mayor parte del tiempo fuera del ámbito universitario, lo que dificulta su comunicación como agente político o comunitario. ¿Cuántos son incapaces de permanecer una hora en un salón de clases desconectados del celular, el blackberry, el iphone, o del facebook?
¿Cómo pensar en una comunidad, entonces? No se trata sólo de identificaciones con ideas y proyectos, sino de la capacidad de dialogarlas, discutirlas, buscar alternativas, comprender diferencias y aún así suscribir un deseo comunitario. Si nos dejamos llevar por los comentarios al artículo de Rubén Ríos, pudiéramos pensar en el deseo por el diálogo y por la comunidad; sin embargo, ¿acaso dicho deseo no es reflejo de que pasamos más tiempo en el internet —en el espacio virtual— que en tertulias, salas de conferencia, pasillos, donde podamos mirar nuestra humanidad mientras discutimos? Que la pasada huelga estudiantil se haya realizado tanto tras los portones como en “facebook” y otras páginas web dice mucho de sus alcances como de sus limitaciones.
En su libro Duchesne cita a Jean-Luc Nancy para pensar el presente como el tiempo de la desmembración de la nación y su idea de comunidad. La nación no sólo se desmembra por la usurpación de los poderosos sino por el desapego de quienes supuestamente debemos estar más suscritos a ella, o ellas, por nuestras limitaciones, voluntarias o involuntarias, de superarla. ¿A qué nos referimos cuando hablamos de comunidad universitaria o de “un nuevo país”? ¿De cuál comunidad estamos hablando? ¿cuál es el bien-en-común al cual nos suscribimos? ¿el del Estado o el que compartimos como seres-en-común? ¿puede subsistir uno sin el otro?
Al tiempo que escribo reconozco mis limitaciones para soñar con esa comunidad así como me arrastra su deseo. Imagino que quienes me invitaron, pensaban que escribiría sobre música popular, literatura u otros asuntos culturales. Hace mucho tiempo que había dejado de ser político en este sentido de la palabra. Sin embargo, “las cosas de este mundo” han ofuscado mis delirios y espantado mis deseos. ¿Sueño o deliro por una comunidad en la cual compartir, discutir y trabar aventuras para vivir mejor? ¿Cuánto puedo o estoy dispuesto a dejar de hacer y disfrutar por ese deseo? La escritura misma de esta “articulación” se limita al tiempo que mi tirana de tres años me concede. Y lo digo sin remordimiento, aunque recordando la carta del Che a sus hijos al dejar Cuba: ha pasado demasiado tiempo para “creer en el futuro sangrado de ayer”, a la manera de los años sesenta y setenta. Como no se trata de Sophie’s Choice adivinarán cuál sería mi elección si me veo en la disyuntiva de mi familia o la comunidad imaginada. Aún así me consuela la ilusión de que alguien al menos la comprenda, como el “amigo imaginario” del que habla Anayra en sus respuestas. Aunque golpeen mi cerebro aquellas palabras de Borges: “Tú que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?”