Contar los muertos

foto por Karisa Cruz Rosado
I
Esa noche las tumbas se abrieron. Las lápidas salieron del cementerio flotando río abajo. Como barcos de papel a la deriva, no dieron indicios de dónde finalmente encallarían. Las aguas arrancaron los ataúdes como arrancaron las raíces de los árboles que cayeron ante el embate de los vientos. El cementerio se volvió un lugar sin orden; un infierno de caos, un lodazal espeso y maloliente. Más tarde, aparecieron cuerpos en los lugares más extraños. Algunos descansaban atrapados entre ramas, colgando como adornos de Navidad. Otros aparecieron escondidos bajo planchas de zinc o acurrucados en las cunetas. Algunos flotaron dentro de las casas en las que el agua llegaba casi a los techos. Los sobrevivientes estaban aterrados. Los cadáveres inflados eran como peces de agua dulce chapoteando en las inundaciones. Parecían sirenas míticas. Las escenas eran dantescas. Las autoridades estaban confundidas. Se preguntaban si eran muertos viejos o muertos nuevos los que emergían de las aguas pantanosas.II
Los pueblos rurales quedaron incomunicados. Los árboles caídos cerraron las carreteras. Se interrumpió la electricidad y la provisión de agua potable. Los ríos se hincharon con el agua de la lluvia que cayó sin descanso por horas y se llevaron los puentes enredados en su furia inclemente. Los enfermos fueron los primeros en irse. Luego los bebés prematuros. Le siguieron los ancianos. Los pájaros dejaron de cantar porque también sucumbieron. La muerte se apoderó de las montañas.
III
Después del huracán, una plaga se ensañó con la isla. Durante meses, arrasó con los más humildes. Se escondió en la negritud de la noche en la isla a oscuras. Llegó sin prisa y se llevó a los que encontró mal heridos, tristes, enfermos, sedientos, solos, abandonados. A algunos los lanzó desde los precipicios; a otros los emborrachó con soñolencia y se los llevó dormidos. Otros murieron callados como pichones. A otros, los arrebató con zarpazos de fiera herida. Nadie sabía cuantos habían sido los muertos.
IV
En Jayuya, sin luz, ni agua, ni comunicación, ni acceso por tierra , Lola cuidaba a su padre enfermo como podía. Observaba el jadeo profundo, escuchaba los quejidos. Qué podía hacer sino acompañarle en lo que quedó de su casita de madera sin techumbre, apenas con dos paredes en pie y un pedacito de techo. Contaba las respiraciones de su padre, que por momento se detenían y entonces, sobrevenía el suspiro de la muerte. Así pasaron dos días, hasta que exhaló el último aire. Sus hermanos cavaron un hoyo profundo en el terreno, que cedió con facilidad ante los golpes secos de las palas. Le hicieron la mortaja con una sábana. Lo colocaron con enorme ternura en el hueco y lo cubrieron con tierra húmeda. Para no olvidar donde lo enterraron, marcaron la tumba improvisada con una cruz de palo y un pañuelo.
V
Como el padre de Lola, fueron muchos los muertos invisibles. No hubo médicos de cabecera que certificaran sus decesos. En algunos pueblos eran tantos, que la pestilencia llegaba a los lugares más remotos. El llanto de los sobrevivientes se escuchaba en las costas, en las ciudades, en las montañas. Algunos cadáveres llegaron a Medicina Forense, donde no había facilidades para refrigerarlos. El olor a muerte eran intenso. Tuvieron que desalojar el edificio.
VI
Meses después, vinieron a contar los fallecidos. Hablaron con la gente en los campos y en las ciudades. Entrevistaron a los sobrevivientes como se hace en las aldeas más remotas de África y de la India, donde no existen registros demográficos ni se expiden certificados de defunción. Uno a uno empezaron a aparecer los muertos. En cada familia, se volvían visibles cuando mostraban las tumbas improvisadas en los jardines. Asumían corporeidad cuando señalaban los árboles que estaban reverdeciendo sobre las osamentas cubiertas por la composta. Uno a uno empezaron a contarlos. Los fallecidos se multiplicaban de 16, a 64, a 4645 hasta constituir una multitud demasiado grande para ignorarla.
VII
Cada muerto dejó atrás un par de zapatos. Sus sobrevivientes los colocaron sobre la acera en el norte del Capitolio para recordarlos. Primero fueron 10, luego 20, 50, y así su numero se multiplicó por cientos. Los zapatos formaron un tejido entrañable en el mármol frío; formaron un ejercito de muertos de pie, cada uno calzando botas, tenis, sandalias, botines, charoles. En absoluto silencio, se mantuvieron presentes para que los contaran, porque estos muertos, desde el otro lado, exigieron ser contados.