Cosas de aquí

César Andreu Iglesias, muy joven, laborando como periodista. (Colección del CIH, Recinto de Río Piedras UPR)
En el Día Nacional del Periodist, se rescata una columna vigente de César Andreu Iglesias, publicada en El Imparcial, 1965.
El otro día participé en un Seminario Sobre Periodismo, que por iniciativa del Decano de Estudiantes, Sr. Rafael E. García Bottari, se lleva a cabo en el Colegio de Agricultura y Artes Mecánicas de Mayagüez. Hay allí un vivo interés por el periodismo, como lo atestiguan las publicaciones estudiantiles que circulan regularmente en el campus, entre las que se destacan El Microscopio y El Faro. Como era de esperarse, fueron los estudiantes los que dieron la nota más interesante con sus preguntas. De lo que dije, a manera de introducción, va, en parte, lo que sigue:Quien está obligado a escribir seis de los siete días de la semana, tiene que velar por mantener el interés de los lectores. Sería sumamente difícil mantener ese interés con la sola expresión de opiniones… De otro lado, el chisme como materia prima de la columna, no me interesa. Ese tipo de columna ha florecido en Estados Unidos, posiblemente, como proyección de Hollywood y de la vida y milagros de sus actores de cine. Aplicar esa técnica a la sociedad en general exigiría tratar a todas las personas como si fueran movidas exclusivamente por bajas pasiones. Y eso sólo podría hacerse situándose en el cinismo más extremo.
La columna que se alimenta exclusivamente del chisme político denota su parcialidad. Y lo malo no está en la parcialidad en sí (¿quién no es parcial?), sino en el hecho de que la parcialidad se manifiesta en un terreno bajo. Quien a ello recurre, no sólo ganará el odio de sus víctimas, sino también, cosa peor, la malquerencia de sus amigos, puesto que las malas defensas nunca se agradecen.
La columna satírica o columna de humor es una alta aspiración. Se persigue pintar la sociedad, en su hora, y criticar con sana burla. Lo primero para siquiera acercarse a ese ideal, es sentirse parte de los demás hombres. El arte está, no en hablar a los hombres, sino en hablar con los hombres.
Eso es lo difícil, porque estamos acostumbrados a hablar con nosotros mismos, pero no con los otros. El problema parece consistir en que, en el primer caso, yo pregunto y yo me contesto, y si no me gusta la respuesta, como soy yo mismo quien establezco las reglas de juego, las echo a un lado y sigo conversando a mi gusto, y como no puedo huir de mí mismo, no pierdo mi público. Pero no hay público cautivo para quien escribe diariamente, y como es bien sabido, nadie resulta más repulsivo que aquel que nos habla por encima. Y habla por encima todo el que habla a y no habla con los demás.
Ese, posiblemente, es el mayor delito que se puede cometer al escribir, porque para ganar y mantener el interés del lector hay que comenzar por tomarlo en plano de igualdad. Sólo así puede lograrse esa relación de humana intimidad sin la que no hay éxito posible en el mundo literario.
En cuanto a temas, no hay limitación. Y contrario a lo que se puede creer, tomar partido no limita. Por el contrario, es factor positivo. Lo que importa es que la opinión sea sincera. Otra cosa es lo que se rechaza: la hipocresía, la cobardía, la doblez, el decir y no decir, el pretender coger de bobo al lector. Todo eso es repulsivo para cualquier hombre, de cualquier clase, en cualquier tiempo.
En cuanto a estilo, basta decir que sea propio. Escribir como se piensa, pensar como se siente, eso, en fin de cuentas, hace el estilo. Si se piensa bien y bien se siente, que es pensar y sentir en armonía con los mejores intereses humanos (y la primera fidelidad es al pueblo del que se forma parte), acabará por tenerse un buen estilo. Y no habrá que preocuparse por ello, porque será tan natural en la persona como el respirar.
A todo lo anterior, basta añadir algo que han dicho muchos: lo primero para escribir es tener algo que decir. El resto es cuestión de trabajo. Trabajo, sí, igual que el del hombre que ara la tierra, igual que el del albañil, el del carpintero, el del mecánico. Por eso, permítanme concluir estas palabras citando a un popular columnista norteamericano, quien dijo en una ocasión:
“Escribir una columna es tarea que da una gran satisfacción. Se está siempre a la caza de temas, esclavo de la columna, y cada vez que se termina de escribir, asalta la preocupación de si se está uno fosilizando, y si habrá por ello de perder el trabajo. Porque han de saber que a un columnista sólo se le pide que sea entretenido o ingenioso de veinticinco a treinta y cinco maneras distintas, todos los días. Véase la diferencia: un artista de vodevil puede mantenerse en cartel repitiendo el mismo acto por varias semanas consecutivas. Y un año después, siempre puede hacer la misma representación, en los mismos lugares… Un columnista tiene que inventar un acto nuevo todos los días.”
Y después de esas palabras vinieron las preguntas de los estudiantes… ¡Allí comenzó el Seminario!
* Texto publicado originalmente en COLUMNAS Y COLUMNISTAS, El Imparcial, sábado 23 de octubre de 1965.