Narrativa de la crisis: el caso de la arquitectura
De la misma manera, se dice que una vez abajo, machacar el discurso fatalista aleja cualquier posibilidad de reconstrucción. Inescrutable poder el de la imaginación.
Hoy por hoy, la cultura de la auto-ayuda y el verbo motivacional, que tiene grandes adeptos en el gobierno de Alejandro García Padilla, proscriben el “discurso negativo” y para ello no faltan doñas y doños promoviendo la idea de que una mente negativa materializa en el universo real lo que imagina en el universo simbólico, cual abracadabra existencial.
No hay que cuestionar que un temperamento alicaído dificulte cualquier proyecto de recuperación; de acuerdo. Mi problema es con la idea misma de “reconstruir” y “recuperar”, acciones cuya pertinencia se da por hecho sin entrar en las causas de la caída, pero más importante aún, sin cuestionar la deseabilidad de volver a los estilos que contribuyeron al resbalón o a las formas de convivencia y gobierno que lo gestaron.
El último mes ha estado lleno de recordatorios de este mal. Desde las conmemoraciones del 11 de septiembre de las Torres Gemelas -que fallan en reflexionar en torno a la responsabilidad de las políticas agresoras de Estados Unidos y su acentuada beligerancia y que se dan en medio de los preparativos para otra intervención militar en el Medio Oriente-, hasta las conmemoraciones de los cincuenta años del “Tengo un sueño” de Luther King -que evaden la discusión de inequidad social escudados en el asunto racial-, uno vuelve a ver la renuencia a cambiar de camino tras sincera reflexión, aun cuando las circunstancias presentes replican las condiciones de la crisis original, si no es que la agravan.
Mi gran desprecio al conservadurismo, si fuera a resumirlo en pocas líneas, viene de cuán inadecuado resulta, por no decir impráctico, perpetuar viejos estilos y maneras de pensar y organizarnos en medio del fracaso. Mi punto es que la caída no tendría que ser correspondida con un volverse a levantar con mayor fuerza y convicción, sino tomarla como el espacio desde donde nada habría que perder para intentar cosas nuevas, y sí, cambiar de rumbo.
Observando los detalles de la crisis en Puerto Rico, que prácticamente ocupa el espacio temporal de las cuatro décadas de mi vida allí, puedo concluir que así como las narrativas de crisis han cambiado en cuanto a quiénes se les asigna responsabilidad en unos momentos y a quiénes se les exculpa en otros, ha persistido una crisis narrativa, una incapacidad para definir presente y propósito, de forma tal que organice el pensamiento y los distintos segmentos del tejido social llamados a producir la ahora distante convivencia de paz y prosperidad.
Puerto Rico nada en una misma dirección, que nadie se equivoque. No me creo esa hipótesis, tan común entre economistas, de que el país se hunde en antagonismos inútiles y que es por esa vocación divisiva que no hay crecimiento ni desarrollo. Es más, me atrevería a decir lo contrario, que demasiadas veces se actúa obedientemente hacia una misma convergencia de metas y métodos, aunque estos fallen una y otra vez en nuestras narices.
Las palabras incorporan más diversidad de intención y forma de lo que en realidad se manifiesta en la convivencia. Por más noble intención, nuestra realidad social sigue siendo un espacio donde se acepta el autoritarismo sin que existan líderes capaces para encausarlo con mano dura, aunque inteligente. Nos ha tocado la peor contradicción: docilidad para aceptar sin protestar el acto impuesto, por un lado, y la peor cepa de líderes impositivos, por el otro. Y no lo digo porque gusten imponer, sino porque lo que imponen no parte de un análisis sosegado de los recursos disponibles y el bien común como gran propósito. Nuestros pichones de dictadores ni siquiera cuentan con la atenuante benevolencia.
Advierto que no me sumo a esa recurrente nostalgia por el caudillo que va a venir a arreglarnos. Para nada defiendo las políticas del impositor; antes sueño con una audiencia menos mansa y manipulable, lo cual siempre traerá inconvenientes necesarios para la salud de una convivencia que aún se piensa desde y hacia la democracia.
De por qué las acciones anulan las muchas otras (buenas) opciones que enuncian las palabras, habría que hablar un buen rato. Y sí, tengo mis teorías.
Lo primero es lo obvio, el deslumbramiento frente a Estados Unidos nos ha puesto a reproducir sus imaginarios, sus deseabilidades y en general, nuestra estructura de orden legal no hace otra cosa que darle raíces a una cosmovisión que debía ser cuestionada, por no decir erradicada. Hoy más que nunca, cuando ellos en el Norte se recuperan, y nosotros seguimos en descenso espiral, sin paracaídas, habría que disputar nuestro deseo de ser y comportarnos como ellos.
Adoptar la narrativa del sueño americano para organizar las relaciones de familia con las resultantes convivencias abocadas al antagonismo en lo social y la brutalización del paisaje y el territorio que representó la adopción de la vivienda unifamiliar, borrando formas de solidaridad y auto-ayuda que eran parte del arsenal de sobrevivencia social en Puerto Rico, ha sido nuestro gran error. Y cualquier narrativa de crisis que solo plantee la reconstrucción de lo que se tenía en lugar del cambio definitivo de rumbo y propósito, traerá aún más miseria y desesperanza. Por eso es que no veo espacio alguno para el pensamiento conservador en Puerto Rico como tampoco le veo espacio al miedo, si ya la peor pesadilla es un hecho y se experimenta en tiempo real.
Contrario a contemplar seriamente la opción implotadora en medio del colapso, como quien ya no tiene nada que perder, noto en Puerto Rico un arraigo, cuasi-evangélico, a las certezas norteamericanas que directa e indirectamente han llevado al país a su matadero. Aquí creemos que con el aparato administrativo-legal anglosajón, y sus promesas positivas, la cosa se arregla. Sé más-papitiza que el Papa todo ámbito de ley y estructura organizativa, pretendiendo ser más americano que el americano cuando es obvio que esa convicción en la autoridad y la jerarquía, el crimen y el castigo, se agotó, aún en Estados Unidos. El fracaso está inscrito en las propias ansias reguladoras y en sus tiránicos objetivos de orden y exclusión.
Tomemos el ejemplo de los gremios y en general la manera cómo se piensan las profesiones y los profesionales en Puerto Rico. Si por un lado me veo denunciando el peso que recibe la figura del profesional, descuidando otras áreas periciales cuya institucionalización y sistematización podría mejorar las condiciones de quienes las practican y la calidad del servicio que prestan, me aterraría ver la misma mentalidad gremial que hoy caracteriza a la gran mayoría de las profesiones en Puerto Rico impuesta a toda actividad ocupacional.
A calzón quitao, estamos ante un caso donde la dirección adoptada es problemática y en lugar de dejar que crezca y evolucione hasta convertirse en modelo de otras prácticas, con su nota egoísta e insolidaria, el llamado sería acabar con esas estructuras gremiales y buscar otros instrumentos de organización; parar de una vez por todas la proliferación acrítica de un recurso claramente disfuncional.
Tomo un ejemplo que conozco muy bien, la práctica de la arquitectura. Y antes de que el lector se me aburra, o incluso cuestione la pertinencia de ir a una rama tan particular (la arquitectura), dentro de un problema tan agudo (la crisis multisectorial en Puerto Rico), me adelanto a decir que es precisamente en certezas y mitos de orden, integridad del público y la base legal que busca “protegerlo”, donde se acentúa la crisis de narrativas de convivencia (de meta y propósito, como me gusta llamarle), y que es en aspectos así, aparentemente irrelevantes del orden profesional, donde se evidencia de manera concreta que nuestro gran problema es de naturaleza narrativa. Que no solo no nos sabemos explicar, sino que frente a la multiplicidad de rumbos y contenidos, no sabemos escoger y no sabemos eslabonar individuos o intenciones hacia fines diversos.
Somos como una película cuyas partes no engranan, ni lógica ni artísticamente.
Mirando la manera cómo se organiza la práctica de la arquitectura en Puerto Rico, intentaré brevemente diagramar lo que es nuestro mayor tranque operacional.
Para nada ignoro las indeseables aportaciones de nuestra historia de colonizaciones y re-colonizaciones que han alimentado las estrecheces conceptuales que señalo y aún así, cuidándome de no dar indicios de melonismo severo, admito mi convicción de que pese a un orden político tan desigual e injusto como el que tenemos, existen agravantes cuyo origen no está en los monstruos imperialistas sino en entendidos socio-culturales que permanecen incuestionados y en la testarudez conservadora que insiste en recrear la ruta al fracaso una y otra vez.
Y ahora vuelvo a la arquitectura. Como sabemos, la arquitectura, antes de ser la profesión regulada por el Estado que es hoy (gracias al “establishment” del Derecho que se ha metido a normalizar lo que entiende y lo que no entiende, en típica arrogancia abogaducha), era una disciplina artística limitada por el poder del cliente encumbrado, condición que le dio momentos de gloria y miseria. La irrupción del positivismo científico a finales del siglo XVIII y los movimientos nacionalistas que lo encausaron en la estructura del estado moderno en el próximo siglo, depositaron toda fe evolucionista en las regulaciones, bajo el pretexto de salvaguardar el interés público. Cosa que no siempre yacía en el corazón de las intenciones del Estado y de la burguesía que advino al poder. Con este giro se establecían las bases para hacer de la regulación, el “cliente” y el “programa” (objetivo) de la arquitectura.
La identificación de la joven ingeniería a lo largo del siglo XIX con los avances científicos, arrinconó a la arquitectura al renglón de la mera representación estética del poder. Mientras abundaron los poderosos en la cartera de clientes, los arquitectos no vieron más necesidad de regulación que el asegurar que sus practicantes tuvieran conocimiento de los modelos históricos con los cuales articularían las máscaras escenográficas que el poder necesitaba. Sobre todo en el escenario de la metrópolis decimonónica.
Tan pronto el balance de fuerzas en el siglo XX se complicó, y la ciencia se levantó como un mejor albacea de los intereses del capital (con menos capacidad para el escrutinio ético de cualquier asunto), los arquitectos se sintieron desamparados, desterrados del poder político que antes los añoñó y bendijo con proyectos y comisiones.
Este desprecio por parte del poder le produjo a la arquitectura una crisis narrativa en pleno entresiglo, situación que llevó a reconocer la pérdida de pertinencia en la construcción de los nuevos imaginarios industriales. La respuesta gremial a esta crisis fue acercar el arquitecto a la imagen del científico, cosa que el ingeniero llevaba cien años haciendo con gran éxito. Así, la que fuera disciplina artística, parte norma y parte expresión lírica, se abrió a todo tipo de regulación con tal de asegurar su nuevo “re-branding” científico.
Pronto ya no habría arquitectos autodidactas, como fueron la gran mayoría de los maestros del Movimiento Moderno de la primera mitad del siglo XX, pues parte del impulso normalizador se dio en la proliferación de programas universitarios que educarían en plena sintonía con los intereses del Estado.
En Puerto Rico, la arquitectura y el arquitecto llegaron tarde. Su primera presencia dentro de estructuras gremiales se dio como una rama del Colegio de Ingenieros y Agrimensores, que hasta el 1978 incluía a los arquitectos. Tan pronto se sintieron las demandas por nuevos empaques de representación simbólica, que vendrían con la década de los ochenta y la nueva cultura del lujo neoliberal (resumible bajo el dudoso término “posmoderno”), los arquitectos vieron innecesario permanecer atados al gremio de los ingenieros. Lo que quiero decir es que su déficit de certeza científica, que fue un “issue” al inaugurarse el siglo XX, ahora pasaba a un segundo plano en momentos en que el campo del diseño viviría una singular expansión de su antiguo rol maquillador, gracias a las nuevas hambres simbólicas de la globalización.
Esa era de expansión, que duró tres décadas, llegó a su fin en el terrible 2008 y una vez más, como tantas veces había pasado, los arquitectos entraron en otra crisis narrativa. Y tal y como hicieron cien años atrás, los muy atribulados volvieron al rescate de su perfil científico, abrazando desde la arquitectura “verde”, hasta los instrumentos del mundo digital, cualquier cosa que luciera medible y que proveyera la ilusión de certeza. Cosa de no volver al estado de obsolescencia que los acecha desde hace más de doscientos años.
A pocos les pareció prudente re-definir la pertinencia de la arquitectura fuera del perfil tecno-científico. Admito sentirme solo aquí.
Como en toda reacción que viene de impulsos neuróticos, hay poca reflexión en esta bunquerización paranoica de la práctica en Puerto Rico que se manifiesta en una definición legal que coloca al arquitecto como maestro edificador, dejando a un lado la dimensión teórica y filosófica. Lo cual tiene el efecto contrario a la alegada idea de fortalecer la figura del arquitecto y su rol como intelectual público.
Bajo la ley actual que regula la práctica de la arquitectura, copiada de las jurisdicciones más estrictas y obtusas de los Estados Unidos, se pretende dar la impresión de que el arquitecto tiene pleno dominio de una serie de competencias técnicas, que en realidad ni domina ni hace falta que domine, pues en la práctica es el trabajo entre varios profesionales, niveles periciales y materiales, lo que asegura la calidad e integridad de una edificación.
Lo peor de la ley que organiza la práctica de la arquitectura actualmente, no es solo la reductiva y excluyente definición del arquitecto, que irónicamente por quererlo presentar como técnico experto en todo, no domina nada, sino la manera cómo criminaliza las prácticas interdisciplinarias que quedan relegadas a simpática intención académica, incapaz de alterar la reglas del juego en la calle.
Este asunto merece algunas explicaciones.
En el marco de la ley actual que organiza la práctica de la arquitectura y también el ejercicio de la ingeniería, se exige que todo socio de firma sea un profesional licenciado. Bajo esta idea, que presumo que al público general le parece razonable, se dio la cacería de brujas contra el que fuera legislador, Roger Iglesias. Se construyó públicamente la noticia en torno al “delito” de haber tenido acceso a unos contratos de inspección, que en la práctica realizaban empleados y/o socios de su firma debidamente licenciados, según Iglesias demostró. Como el Sr. Iglesias no era ingeniero ni arquitecto y se dijo que solo sus contactos políticos le dieron acceso al banquete de trabajo, ambos gremios, arquitectos e ingenieros, usaron la cuestión para recordar que la ley exige que todos los socios de una firma sean licenciados y claro, se dieron los clásicos argumentos de la seguridad del público entre otros cucos de matiné de horror.
Iglesias ripostó diciendo que ninguna de las tareas había sido realizada por profesionales sin licencia. El público comoquiera reaccionó iracundo y de paso, la narrativa del profesional licenciado y la ley que lo certifica para “proteger al público de impostores”, encontró un ámbito perfecto para ratificar sus certezas positivistas frente a la audiencia cautiva del escándalo.
Ambos gremios, arquitectos e ingenieros, que en otros foros se tiran a matar, aquí lucieron como los titanes de la película, protegiendo el “interés público” con celo paternal. Y todo el mundo feliz, menos Roger Iglesias, que daba la pinta del perfecto villano listo para su “close-up” mediático.
Lo que esta discusión ignoró es el absurdo de que se hable de multi y trandisciplinariedad por un lado, cuando la ley lo proscribe por el otro. A mí me parecería estupendo que una firma de arquitectura tenga socios ingenieros. Seguro pero, ¿qué tal geógrafos, sicólogos comunitarios, críticos culturales, planificadores, diseñadores gráficos, interioristas y sociólogos, por dar ejemplos obvios y que no responden necesariamente a leyes de reválida y pre-certificación? ¿No sería una manera de atender las insuficiencias de cada práctica y producir un nuevo tipo de servicio, más completo incluso, aún en medio de lo impredecible que pudiera resultar?
Sería fantástico que estos vínculos entre disciplinas no se limitaran al mundo académico o a la fiebre de participar en colectivos que se extiende entre los más jóvenes del gremio, sino que la práctica contara con configuraciones híbridas entre expertos, socios de una misma filosofía de práctica, y que incluso matemos de una vez por todas los modelos pericialistas y sobre-especializados que tratan de perpetuar una sola manera de hacer las cosas, por pura avaricia y ansias monopolísticas y en contra de los modos horizontales en que el conocimiento se produce y circula contemporáneamente.
Cuando uno analiza el modelo de operación de las firmas de producción inmaterial, tomando como ejemplo el universo digital y los conglomerados de “software”, uno se maravilla de las integraciones entre distintos campos que se manejan como cosa natural, incluyendo la incursión de las ciencias sociales y las humanidades en el equipo de trabajo.
La arquitectura y la ingeniería en Puerto Rico al aferrarse a sus respectivas leyes reguladoras de la práctica, perpetúan un modelo pericialista que en todo caso pide ser abolido. Si hoy no tienen trabajo, la oportunidad de reconceptualizarse es lo que debía ocupar su mente y no la “recuperación” de un modo de organización fallido. Y ese trabajo conceptual de reinvención no lo van a hacer aquellos que anduvieron toda su vida ofuscados en el detalle técnico. Lo harán los que tienen la visión del conjunto, los que muestran más voluntad de mirar para el lado y dialogar con otros campos y que casualmente son los mismos que hoy el gremio excluye, precisamente por la manera cómo la práctica está organizada, privilegiando lo que el arquitecto e intelectual español, Urtzi Grau, llama la “cadena edípica” (edipal) de padres e hijos putativos, de figuras de autoridad y aspirantes asesinos.
La ironía es que hoy, esos individuos “promiscuos” que pueden trabajar con especialistas y pensadores de otros campos, que evaden el “career track” pericial siguiendo el rumbo de su curiosidad intelectual (o artística), y de quienes ha dependido la arquitectura para salir de sus propias convicciones paralizantes, están proscritos de existir como arquitectos a través de un intricado sistema de trabas y sobre-regulaciones que opera como filtro desmoralizador.
La seguridad del público, que es una garantía siempre relativa y en extremo sospechosa, puede ser manejada de distintas maneras y distribuyendo la responsabilidad entre varios peritos, que es la manera como en realidad ocurre. Pero claro, la impertinente incursión del discurso del derecho, que quiere facilitarse la vida a la hora de radicar una demanda por impericia, impide el que hoy las leyes que definen y regulan las profesiones evolucionen de acuerdo a los nuevos retos y maneras de proyectar, edificar y producir conocimiento.
El escollo principal aquí para hacer lo correcto viene de dos lados. Primero, el pretender organizar la profesión bajo los peores modelos de Estados Unidos; y segundo, la insistencia en conservar un único perfil, de naturaleza técnica, para el arquitecto. Respondiendo al eterno complejo de inferioridad y a entender que solo acercándose a su “ser científico” renuevan su pertinencia en el siglo XXI.
Como está dispuesta la estructura gremial hoy, la arquitectura está perdiendo a una gran mayoría de las voces que podrían contribuir a esta urgente reconceptualización de su práctica. Voces que pueden reconocer la naturaleza inter-disciplinaria del trabajo, así como la diversidad de personalidades que gravitan a este campo. Excluir de la práctica a estas voces alternas no es lo peor, sino pretender dominar también los lugares donde esa diversidad se gesta, que es en la academia. Vemos allí la presencia del quiste pericialista, embruteciendo, cortando la discusión de temas donde debían ampliarse los alcances, pre-digiriendo los contenidos donde debía haber complejidad e irresolución, entorpeciendo el libre fluir de las ideas en momentos donde la disciplina está escasa de ellas.
Imaginen un Puerto Rico dominado por una misma visión conservadora, aislacionista y proteccionista.
No se lo tienen que imaginar, ese escenario ya es una realidad y lo peor es que ni siquiera es capaz de cumplir con las garantías de calidad y seguridad que usó como excusa para institucionalizar su brazo regulador.
Insisto, esto no es un cuento limitado al estado de la arquitectura y los arquitectos en Puerto Rico; esto es un estudio de caso de la peor crisis, la crisis narrativa, y la supresión de las voces que podrían “narrar” y “narrarnos” fuera de la crisis.