De un pájaro, los oídos
Cuando se aprendió todas las respuestas, a Alfred Hitchcock, al igual que a Rubén Blades, le cambiaron todas las preguntas. Era 1927, y el espectáculo de vibrar frente a las pantallas cinematográficas al son solitario del cuerpo y los matices claroscuros de las sombras, en algún ballet visual de comprensión, ya no sería más. El sonido se acercaba a los oídos, y las tardes en las que el ojo objetivo objetivamente imaginaba el sonido frente a la pantalla terminarían. Ahora ya no tendrían que imaginar el sonido. Ahora habría que ver qué se hacía con él, concretamente. El sonido era la pregunta que exigía respuestas a los realizadores del cine, y que llenaría de placer a los espectadores. Pero nadie sabía cómo.
Alfred Hitchcok ya estaba curtido de experiencia como diseñador de bocetos, director de arte, colaborador de guiones, director artístico, asistente de director, codirector y director. Lo había hecho todo, o casi todo, dentro de la mudez de ese cine. Había demostrado su astucia al lograr entrar a la casa de producción londinense Famous Players-Lansky gracias a su diseño de tarjetas para películas mudas. Para 1922, comenzó a dirigir y en 1926 concreta The Lodger. Todavía nadie lo conocía fuera de los confines de su amada Londres. Y ahí comienza la historia de este libro de Alfredo Nieves Moreno, Las mecánicas del pájaro: ver y audiover el cine de Alfred Hitchcock (Ediciones Del Signo, 2011) – con su entrada de la imagen al sonido.
Esta es la historia: Es el periodo en que Hitchcock salta de The Lodger (1926, muda, pero no tanto, y la que considera su primera película) a Blackmail (1929, la primera película sonora de Hitchcock, y de toda Inglaterra, de la cual también se hizo una versión muda). Comienza en la frontera entre el mal llamado cine mudo y el mal llamado cine sonoro – en ese periodo cayó un imperio económico en Estados Unidos con la Bolsa de Valores que se desinfló y comenzó a desinflarse el reino cinematográfico de la imagen pura. El valor del cine comenzó a entrar por los oídos. La mecánica y el ingenio con las que se montaban las películas «silentes» – incluyendo la mítica y casi mágica máquina de revelado continuo, en la que la película expuesta entraba por un lado y salía por el otro, sin limitación de metraje – sucumbieron ante las exigencias de la nueva tecnología: la banda sonora, con la que se permitía reconocer que el oído tambien existe, pero que presentaba una kaleidoscopio de dificultades. Había que abrir los oídos a los sonidos. El cine dejaba de ser una cultura de luz, y llegaba ahora a los espacios turbios, oscuros e invisibles del oído, con su propia conciencia de disipación y frenesí, con su propio ritmo. No se quedaba en la superficie del cuerpo. Audiovisual entonces sería el mundo al abrirse la cortina que daba paso a las imágenes. Se preparaba el terreno para que la experiencia de ir al cine fuera, como más tarde identificaría Michel Chion, un ejercicio de audio-visión. No se iría a ver; se asistiría a audio-ver.
Con exquisita meticulosidad e inteligencia teórica, Nieves Moreno logra muchas cosas en este libro. Logra succionar a Hitchcock, inhalarlo y exhalarlo. Logra repasar su prolongada, tórrida y amorosa relación con los suspensos invisibles que le añadió a las imágenes a través de los sonidos, codificar y fundar una terminología que feliz y rigurosamenete nos interna en la gimnasia sonora del cine de Hitchcock. Gimnasia porque, como el director apuntó una vez, el silencio puede preparar el escenario para el miedo. Así que su utilización controlada de las claves de sonido en su cine mudo (la representación visual del ruido que causa lo que Nieves Moreno califica de subcutaneidasd aural) y la turbadora belleza de sus representaciones auráticas en Blackmail requieren nuevos elementos de recepción, análisis y comprensión. En el cine de Hitchcock, nos prueba este libro, el cuerpo del audioespectador siempre está en jaque. Nieves Moreno nos propone un vocabulario para entender los movimientos que hace Hitchcock en su partido, antes del mate.
Y así aprendemos que su ingenio es constructor de prodigios. En The Lodger, la representación visual del sonido se logra a través de las escenas y planos cinematográficos en los que el director «evoca sonoridades diegéticas (el sonido de un personaje u objeto que aparece en escena) mediante recursos estrictamente visuales -como, por ejemplo, el papel de una maquinilla en la que se escribe la noticia de un crimen, seguida por las alusiones al ruido que la noticia genera a través del furioso tecleo, la distribución física del periódico en los camiones, el interés y el pánico con el que los habitantes temerosos compran el periódico, el titular del cirmen. Es la representación visual del sonido como elemento perturbador – dice Nieves Moreno – la que prepara temores, genera sospechas, siembra teorías y penetra en la piel, logrando que la subcutaneidad aural se apodere de los espectadores. Lo que hace Hitchcok, como nos muestra el autor del libro, es preparar la piel para el combate con el sonido.
Cuando el sonido toca la piel, no es un fantasma de luz que acaricia, es una onda que arrasa. Hoy, eso es evidente. Los duenos de las salas de cine repiten una y otra vez que las audiencias contemporáneas no quieren escuchar efectos de sonidos en las películas – quieren sentirlos. Y la manifestación de todas las secuelas interminables y de los blockbusters es agradar, complacer el cuerpo el que quiere audiover. Hitchcock ya hacía sentir que el sonido penetraba hasta la carne. Se cuidó de los excesos, pero afirmaba que su cine que sí era sentido, que sí era gimnasia mental, gimnasia del deseo, juego de emociones: «Es cierto», dijo una vez. «juego con las emociones de la gente. Sé prepararlos. cómo hacerlos reir en el momento justo y también sé cómo hacer que reaccionen agarrándose de de sus asientos llenos de miedo, casi gritando….» Su sonido siempre ha tenido fuerza devoradora.
Así que a Hitchcock, ante todo, hay que aprender a escucharlo. Y escucharlo con todo lo que se tiene, de cuerpo entero. Don Ihde, en Listening and Voice, lo recalca: «Como un ejercicio de atención focal, la dimensión auditiva es una característica predominante de la experiemcia corporal. Fenomenológicamente, yo no sólo escucho con mis oídos. Escucho con todo mi cuerpo. Mis oídos son, a lo sumo, los órganos focales de mi escuchar».
Hitchcock aprende, enseña y pretende que esuchemos con el cuerpo entero. Y más aún, que el cuerpo sirva como máquina generadora, como motor independiente de ansiedades. Dice Nieves Moreno que Hitchcok logra que: «según se va acercando el desenlace [de la película], sea el propio espectador el que genere sus ansiedades sin la necesidad de que sea lo visto y lo escuchado lo que se las provoque». Para Hitchcok, según Nieves Moreno, era vital que la máquina corporal del audioespectador se estimulara con su recetas de imagen y sonido. Al final, dice: «[Es] el espectador mismo quien concibe estos estados psíquicos a partir de la identificación y recuerdo inmediato de lo que antes le causó estupor». Así se autoriza y se libera al cuerpo para que disfrute, para que se autocomplazca. Hitchcock, parece decirnos Nieves Moreno, realza el onanismo cinematográfico. Quizás esa sea una de las claves del éxito crítico y comercial de las películas de Alfred Hitchcock: manipular sensorialmente los cuerpos en la audiencia para luego, irónicamente, ponerlos en libertad con esos chips sensoriales que les ha incrustado dentro de su piel. De cierta forma, el director le devuelve su independencia sensorial después de intervenirlos físicamente hasta llegar a su memoria auditiva. Nos lleva a un clímax a través del oído. Y así da el jaque-mate: Polvo serás, más polvo sonorizado.
Ha dicho Wong Kar-wai, el director coreano: «Como realizador, puedo manipular el tiempo, que una década se esfume en un segundo o que un segundo resulte eterno». Esa manipulación temporal es lograda y repetida por Hitchcock en sus filmes, pero a través de su carga sonora. Como sugiere Sean Cubbit, «el sonido como un arte de distancia, de espacio y tiempo, es un arte de movimiento». A través de la subcutaneidad aural, Hitchcock moviliza la relación entre sonido e imagen, y crea un tiempo sensorial que coordina con la sustancia – a veces parca, otras secuencial – de sus ruidos y silencios.
La historicidad del encuentro entre el sonido y sus sujetos produce un roce -el roce de la persona que percibe tanto con un presente palpable como con un pasado reconocible y un futuro incierto. Ese triángulo de emoción pasada-presente-futura, de suspense alargado, es el que entrona a Hitchcock. El sonido se valida como uno de los factores que protagonizan su mitología. A Hitchcock lo sabemos porque lo recordamos por los oídos.
En Blackmail, por ejemplo, el autor nos dice que Hitchcock nos coge de los oídos y nos lleva hasta las vísceras del sonido de la protagonista a través de su utilización del sonido subjetivo – algo así como la caja de resonancias que existe dentro del mundo interior de cada quien a cada momento. También, por primera vez en ese filme utiliza las representaciones auráticas – músicas, murmullos, risas, chirridos de pájaros – que, dice el autor, permiten tener contacto con los pensamientos de Alice, la protagonista, de metérsele por la piel hasta el cerebro.
Más tarde, en The Birds, una de las películas de su canon, Hitchcock afina más allá de toda duda su poder sonoro-sugestivo, haciendo de la subcutaneidad aural, de ese sonido en fibra de piel, entre dermis y epidermis, un proceso insoportable. Aquí el audioespectador sufre los efectos de lo que Nieves Moreno llama la angustia progresiva. El sonido se encarga de revelar los deseos que los asesinos volantes despliegan en sus concierto de ruidos y silencio para atacar a los humanos. El audioespectador tiene opciones. Llevarse las manos a los ojos, o a los oídos. No ver o no escucar. O ver y escuchar a la vez. O intermitentemente. Se plantea el cueerpo como una posibilidad de movimento. Se plantea hasta el no-audiover. Hitchcock hace que el cuerpo se despliegue, que se reconozca como un enorme ojo-oído, un cuerpo que es todos los órganos, agrandados.
Este es un libro inteligente. Sugiere y convence. Se nutre de la teoría, pero no la ensalza. Apalabra las maneras en que Hitchcock rompió con el reino de fortalezas silenciosas de la década de 1920 y se catapultó a sonorizar pesadillas. Y parece decir que no hay posibilidad de escapar a las maneras en que el director nos involucra en su diseño pertinaz y contundente, ni a cómo nos seduce con su erótica, nos penetra con sonoridades y nos insemina de angustria. Nos muestra cómo Hitchcock hace sonar a sus películas, y cómo nos suena a nosotros. Como se vale de un inquilino, de una damisela, de un audioespectador, de un tiovivo, de un reloj, de ti, de mí. Cómo hace de un pájaro, los oídos.