Después de George Floyd, ¿qué?
La justicia le llegó a la familia Floyd un año después del asesinato. Eso es poco tiempo comparado con el siglo que le tomó a los afroamericanos derrotar el sistema de Jim Crow a nivel de derechos civiles y derechos de votantes. Y eso nada más que para ver ese sistema restituido a partir de los años 80 a través de la institución de un estado carcelario en el que la mayoría de las víctimas son los afroamericanos y los latinos. Entonces, tomando en cuenta ese patrón de avance y retroceso, ¿qué secuela se puede preveer después del desenlace tan sorprendente como ansiado del juicio de Chauvin? ¿Será ese juicio el modelo de una nueva norma o pasará a ser una mera golondrina de verano?
La reacción universal al veredicto contra Chauvin de culpable en todos los cargos formulados ha sido tanto de euforia como de escepticismo. Lo que muchos se resisten a creer es que la convicción de Chauvin representa una ruptura sistémica en el aparato de la justicia criminal en Estados Unidos. De hecho, ahí están los asesinatos de Daunte Wright y Adam Toledo justamente cuando el juicio de Chauvin estaba en proceso –con el asesinato de Wright ocurriendo a pocos pasos de la corte donde se decidía la suerte del agente policial– para confirmar que el escepticismo tiene una base más amplia que la euforia.
Datos recopilados por la Mapping Police Violence revelan que en Estados Unidos en 2020, el 28% de las muertes causadas por la policía fueron a afroamericanos a pesar de que éstos eran sólo el 13% de la población total. Durante el período del 1ero de enero al 18 de abril del corriente, la acción policíaca resultó entre una y siete fatalidades diarias. Solo en tres días durante ese período no se registraron muertes a manos de los mal llamados «agentes del orden.» La mayoría de las muertes han sido de afroamericanos y latinos a pesar de que éstos son menos propensos que los blancos a portar armas.[1] Según datos de Phil Stinson, criminólogo de la Bowling Green State University, las miles de muertes a manos de oficiales de la policía ocurridas a partir del 2005 han resultado en apenas siete convicciones bajo el cargo de asesinato.[2] De hecho, durante el período de 2013 a 2020 en el 98.3% de los casos de muerte a manos policiales, a los oficiales responsables ni siquiera les formularon cargos.[3]
En fin, que si es correcto que el veredicto de Chauvin representa «accountability but not justice,» como han dicho la mayor parte de los que han comentado sobre el proceso, el ajuste de cuentas deja mucho que desear. Quizás lo peor de este caso es que a pesar de que el crimen ocurrió a plena luz del día y ante la presencia de múltiples testigos, para determinar la culpabilidad de Chauvin el estado tuvo que presentar 38 testigos y una docena de videos durante un período de once días, en un caso que tomó un año en resolverse.
Por supuesto, en un sistema legal basado en la presunción de la inocencia y el «due process,» en el cual el criminal tiene tantos derechos como la víctima, es de esperarse que el peso de la prueba recaiga en el Estado. En ese contexto, es importante ir más allá de lo que es «self-evident» y demostrar de modo estricto y puntilloso, más allá de toda duda razonable, que el acusado es culpable. El problema es que esa norma no es observada con fidelidad independientemente de quién sea el acusado. Además, el estado a nivel local no siempre tiene la disposición, interés, o recursos para defender adecuadamente a las víctimas de la brutalidad policíaca y la mayor parte de las veces éstas tampoco tienen los recursos necesarios para hacerlo por sí mismas. El momentum que el caso de George Floyd generó no es sostenible a largo plazo. Por ello, cuenta más prevenir que remediar.
¿Cuál es la solución? ¿Cómo se puede convertir una victoria inmediata en una tendencia a largo plazo? El asesinato de Floyd desató un movimiento de protesta mundial una de cuyas propuestas fue quitarle fondos a la policía. En Minneapolis, el consejo municipal se comprometió a cambiar la constitución de la ciudad para reducir el presupuesto del departamento policial y a la vez transformarlo. La reacción en contra de esa propuesta fue tal que para finales del verano del 2020, la mayoría de los concejales la habían abandonado. Cuando finalmente se pusieron de acuerdo para consultar a la ciudadanía, la comisión encargada de aprobar la consulta les cerró el paso. La iniciativa está ahora en las manos de un grupo de residentes apoyados por algunos miembros del consejo municipal. Éstos necesitan 20,000 firmas a favor de incluir una enmienda de la constitución de la ciudad en la papeleta electoral de noviembre de este año. La enmienda reemplazaría a la policía con un departamento de seguridad pública que incluiría policías, trabajadores sociales, consejeros de salud mental, y unidades de intervención en casos de crisis cuyos agentes no portarían armas. Si los proponentes logran recoger las firmas necesarias todavía tendrán que lograr el apoyo de una mayoría de los votantes de Minneapolis en las elecciones del próximo noviembre.
Hasta la fecha Minneapolis está a la vanguardia del movimiento de reforma con una alternativa que transformaría la policía sin eliminarla. No obstante, los que proponen no son los mismos que disponen. Dado el caso que para el otoño de 2020 la tasa de crímenes cometidos en la ciudad había aumentado en un 25%, mayormente como resultado de tiroteos y robos de autos, la propuesta de quitarle fondos y transformar radicalmente a la policía perdió ímpetu. Así que en ausencia de una reducción significativa en la tasa del crimen y de suficiente tiempo para que la ciudadanía reajuste su sentido de alarma, será difícil convencer a los votantes de que en un momento de gran peligro –ya sea real o percibido– lo que procede es un cambio drástico. Además, los que proponen la enmienda tienen en su contra al alcalde de la ciudad, un demócrata, y a otros intereses poderosos.
Mientras tanto, la ciudad ha comenzado a implementar algunos cambios: los policías no pueden ver las imágenes de las cámaras que portan en su cuerpo antes de escribir informes preliminares sobre incidentes donde la intervención se intensifica o culmina en violencia; la ciudad está ofreciendo incentivos para que los oficiales de la policía sean residentes locales y para que se involucren en la comunidad; y ha prohibido que policías involucrados en actos de fuerza o en fatalidades hablen con su representante sindical. Anteriormente, tanto la ciudad como el estado habían abolido el uso de «chokeholds,» los registros de viviendas sin aviso, y modificado las pautas relativas al uso de fuerza. Ante estas medidas uno no puede decir con aire de desprecio «total para nada,» pero lo más probable es que sus efectos serán limitados. El lastre de la historia, esa inercia de vida que como el sedimento que se aferra al fondo de un cuerpo de agua es difícil de eliminar, milita en contra de la transformación de cambios formales en las prácticas policiales en cambios sustanciales en el trato de las minorías raciales y étnicas.
La detención rutinaria y selectiva de Afroamericanos y Latinos por razones triviales es quizás el elemento más importante en casos que comienzan con una infracción menor y terminan fatalmente. Para que esa situación cambie, tiene que cambiar integralmente. Si la causa circunstancial principal de brutalidad policíaca contra minorías raciales y étnicas es el encuentro entre ellas y la policía, se cae de la mata que lo primero que hay que hacer es limitar drásticamente la incidencia de esos encuentros. A George Floyd lo mataron porque usó un billete falso; a Daunte Wright lo mataron porque la licencia de su carro estaba vencida; a Eric Garner lo mataron por vender cigarrillos; suma y sigue. Si la policía no hubiese estado involucrada en tales infracciones menores, no estaríamos en la situación en que estamos.
Pero claro, ni siquiera eso es suficiente pues las razones por las cuales la justicia criminal en Estados Unidos trata tan salvaje y arbitrariamente a los negros y a los latinos se remontan a algo más básico: el origen esclavista del estado y la sociedad norteamericana y el desarrollo de una cultura política que se nutre del miedo y el odio al otro. La violencia policíaca de hoy contra negros y latinos es uno de los efectos persistentes del pecado original del racismo y la esclavitud y su secuela nativista. Hasta el día de hoy el efecto conjunto de esos legados continúa condenando a las minorías raciales y étnicas del país a un estado que no le permite a la gran mayoría de sus miembros sacar los pies del plato.
En la literatura académica un debate importante consiste en argumentar, de una parte, que en vez de menos fondos la policía necesita más[4], y de otra, que por su origen en las patrullas esclavistas del pasado la única alternativa es su abolición.[5]
Otro argumento de peso a favor de iniciativas de parte del gobierno central es que al igual que la doctrina de los derechos estatales ha sido un impedimento ideológico, político y legal para la consecución de la justicia racial, la idea de que la función policíaca le corresponde sólo a los gobiernos locales ha impedido cambios sistémicos que reduzcan o eliminen por completo la brutalidad policíaca. De otra parte, además de una doctrina federalista que impide la intervención decisiva y generalizada del poder nacional, los vaivenes de la política electoral también contribuyen a que las gestiones de fiscalización y cambio de la conducta policíaca a nivel local se queden estancadas en un perenne de atrás pa’lante y de alante pa’trás. Durante la administración de Obama el Departamento de Justicia intervino en los asuntos de varios departamentos de policías locales mediante el recurso de «consent decrees.» Una vez Trump instaló a Jeff Sessions en la dirección del departamento, la práctica fue rescindida sólo para ser restaurada ahora por el Procurador General de Biden, Merrick Garland. Con ese vaivén no se puede progresar; uno termina corriendo sin moverse.
Para promover cambios que hagan que la «justicia» obtenida en el caso Floyd siga adelante, de los Republicanos no se puede esperar nada sustancial. No obstante, habrá que ver en qué para el intento de colaboración bi-partidista entre los senadores Cory Booker, demócrata de New Jersey, y Tim Scott, republicano de Carolina del Sur, en torno al tema de la reforma del sistema de justicia criminal. Si los demócratas logran convertir en ley su proyecto de reforma policial, lo cual está en entredicho dada la posición antagonista de los republicanos contra todo lo que los demócratas proponen, eso será un paso importante al menos en el sentido de tener un esquema reglamentario uniforme y general. Ninguna de las reformas propuestas en esos proyecto de ley resolverán el problema, pero su adopción será un paso importante en esa dirección. Si Minneapolis termina proveyendo un modelo que transforme a la policía de un aparato cuasi-militar a una agencia de servicio social eso será otro gran paso. Aún así, lo más importante es que la iniciativa reformista no quede sólo en las manos de los gobiernos locales. El homicidio de George Floyd ha llevado los temas de la brutalidad policíaca y la justicia racial al escenario de la política nacional y global. Confinar esos temas a la esfera local sería la peor secuela de la victoria del 20 de abril.
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[1] https://mappingpoliceviolence.org/<Consultado 27 de abril 2021>
[2] Associated Press, «Grim List of Deaths at Police Hands Grows Even After Verdict,» April 22, 2021. <https://news.wttw.com/2021/04/22/grim-list-deaths-police-hands-grows-even-after-verdict>
[3] https://mappingpoliceviolence.org/<Consultado 27 de abril 2021>
[4] Stephen Rushin and Roger Michalski, «Police Funding,» Florida Law Review, (2020) 72: 1-55.
[5] Meghan G. McDowell and Luis A. Fernandez, «‘Disband, Disempower, and Disarm’: Amplifying the Theory and Practice of Police Abolition,» Critical Criminology (2018) 26: 373-391.