El amor todo lo puede
Uno de los recursos estéticos más impactantes de Caravaggio es su poderoso claroscuro. El pintor barroco introdujo el tenebrismo para dejar al espectador atrapado en una luz completamente artificial, manipulada, cargada de teatralidad, que no nos deja otra opción que mirar lo que el pintor decide que miremos.
El cuarto centenario de la muerte de Caravaggio (murió en julio de 1610, a la edad de 38 años) no es mal momento para recordar a uno de los pintores más transgresores de la historia de la pintura. Tan sagrado como profano en sus temas, tan profundo y solemne como irónico en el tratamiento de los mismos, Caravaggio es un artista que pintó como vivió: con pasión. Imposible mirar sus obras con indiferencia. No nos queda otro remedio que sucumbir a ellas.
Caravaggio nos obliga a reflexionar sobre la condición humana y digo que nos obliga, no nos invita sutilmente: nos secuestra con su fuerte naturalismo y con la poderosa inmediatez de sus personajes. Tanto en sus obras religiosas, en las que tuvo la osadía de colocar al mismo Jesús en la penumbra de una taberna (La Vocación de San Mateo, 1599, San Luis de los Franceses, Roma) como en el guiño cómplice con el espectador en La Buenaventura (1599, Museos Capitolinos, Roma), Caravaggio hace de nosotros lo que quiere: nos conmueve, nos incomoda, nos hace sentirnos inteligentes u obscenos a su antojo.
En la Gemäldegalerie de Berlín, desde el 12 de noviembre y hasta el 6 de marzo del 2011 se pueden admirar juntas dos de sus obras más provocativas: El amor victorioso y La incredulidad de Santo Tomás.
El Amor Victorioso (Amor Vincit Omnia) es la imagen de un niño que nos mira sonriente, con descaro, feliz en su desnudez, sin ocultar nada y que irremediablemente nos desconcierta por su fuerte sensualidad. Triunfa sobre todo y sobre todos, incluido el espectador. Nos mira con seguridad, despreocupado, juguetón. Juega con unas flechas y un arco, adornado por unas negras alas (símbolos tradicionales de Cupido) y pisa con descuido y desapego las artes, las ciencias, el gobierno y la guerra. Caravaggio no nos priva de ningún detalle de la realidad que ha creado para nosotros.
¿Cómo debemos interpretar esta obra ahora que no podemos dejar de mirar al niño que nos mira y que está lejos de ser un dios del Olimpo, tan carnal y tan próximo? Ahora que nos sorprende el escorzo poderoso de los instrumentos musicales de impecables calidades: la madera, el metal, el papel del pentagrama. Ahora que hemos quedado atrapados en el blanco de la sábana y en el negro de las alas. ¿Qué hacemos con tanta realidad? Caravaggio nos obliga a interpretarla como una metáfora del amor terrenal. Ese amor que todo lo puede, que todo lo arrasa, ese amor despreocupado, inmortal, inmoral y vencedor, que nos quita y nos da, que juega con nosotros sin importarle nada de este mundo ni de ningún otro.
Siempre que veo esta pintura recuerdo los sonetos de Lope de Vega, otro gran artista barroco:
Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;
no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;
huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor suave,
olvidar el provecho, amar el daño;
creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.