El desencuentro
Al salir de la sala del cine fue al baño a lavarse las manos, y a echar un poco de agua en su cara. Se encontraba cansada por los días agotadores que había tenido en el trabajo. Creyó que un poco de agua reviviría sus ánimos. Entró al sanitario. Abrió la llave del lavabo, acumuló un pequeño charco de agua sobre sus palmas y dejó que impregnara sus pómulos. Tomó un poco de papel y secó sus mejillas.
Mientras caminaba hacia afuera un muchacho le entregó unos folletos. Los guardó en su bolsillo. Enseguida se quitó el abrigo y lo colgó en la correa de su bolsa rosa. Esperó que el público desalojara la sala. Inspeccionó a la presurosa multitud que buscaba la salida. Pensó que había la probabilidad de encontrar a su amiga Yshad (quien con frecuencia asistía a ese cine). Con ella habría podido comentar en un restaurante cuál era su punto de vista de la película.
Entre el cúmulo de personas no encontró conocido alguno. Se dispuso a buscar una cafetería en la que se sentaría a beber un café. Caminó. Empezó a recorrer de manera tranquila las calles colmadas de luz, que al reflejarse remarcaban la sombra negra de sus párpados y el color rojo de sus labios hechos en flor.
En el trayecto evocó aquellas cosas que la hacían feliz cuando era pequeña. Notó cómo el viento acariciaba sus pómulos de manera tenue y dejó que alborotara su pelo lacio. Se acordó de que al día siguiente cumpliría treinta y dos años. Avanzó a pasos cortos, un repentino mareo la afectó. Se detuvo. Volteó a ambos lados para identificar un sitio de venta de café cerca de donde se ubicaba.
Deseaba saborear un expreso doble para desvanecer el sueño y descansar un poco. Inspeccionó en reiteradas ocasiones con su mirada diversos locales. Ubicó a cien metros un letrero luminoso que anunciaba cafetería: Sabor a mí (el foco de la primera letra e estaba averiado y al parecer nadie se había preocupado de repararlo). Era una noche del dos de diciembre de mil novecientos ochenta y cinco. La calle lucía abandonada, la basura dispersa denotaba, descuido y pobreza. Silenciosa. Los edificios tenían cuarteaduras y graves daños provocados por el sismo acontecido el diecinueve de septiembre de ese mismo año.
Daba movimiento a sus pies. La escena de la ciudad se tornaba melancólica. Las cicatrices hechas por el movimiento de las placas tectónicas eran visibles en muchos edificios. Ante el sentimiento de tristeza que le provocaba observar los estragos provocados por el sismo se detuvo y apreció una jacaranda que permanecía inmune ante lo acontecido. A continuación, cayó su cuerpo sobre la acera.
Las hojas y folletos que había guardado en su bolsa volaron por el aire cuando su frágil y delicado cuerpo quedó tirado sobre el asfalto. Estaba inmóvil, tirada de bruces. Había calificado exámenes y promediado más de doscientas cincuenta calificaciones. La ausencia de descanso en las últimas semanas desató el incidente.
Un transeúnte advirtió el percance y se detuvo para auxiliarla. Levantó las hojas, los folletos, y los metió en la bolsa rosa que estaba a un lado de Isabel. Recogió el abrigo y la observó. Al ver que abría los ojos, estrechó la mano y la ayudó a levantarse. Se puso de pie y soltó aquella palma que había acudido en su ayuda.
Contempló detenidamente los ojos del joven. Se sonrojó e inmediatamente trató de disimular su gusto por él y comenzó a sacudirse la falda con sus manos porque se había ensuciado por el desmayo. Cuando dio la última palmada a su falda percibió que unas manos calientes y abrazadoras colocaban su abrigo sobre sus hombros. La chica giró, él entregó la bolsa y preguntó:
― ¿Está usted bien, puedo ayudar en algo más?
Su mirada se quedó clavada en él. Era una persona apuesta y amable. Tenía una energía tranquila.
― Sí, por favor, acompáñeme a la entrada de aquel café― contestó. Mientras señalaba con el dedo índice derecho el establecimiento al que se dirigía antes de que ocurriera el mareo. Marchó a lado suyo, no dirigió palabra a la jovencita, tampoco se aprovechó de la situación para abrazarla o tener algún contacto físico. Su piel blanca sin gota de maquillaje lo había dejado mudo.
Por otra parte, ella fue la que buscó el acercamiento. Se colgó del brazo del desconocido y se apretó a él con el pretexto de que aún tenía mareos. Se sintió maravillada al percibir el calor que él desprendía y la seguridad que proporcionaba. Al caminar percibía la dureza del músculo izquierdo de él. Circularon por tres minutos juntos como una bonita pareja.
Al ver de reojo a Isabel comenzó a sudar, no pudo contener su nerviosismo. Volvió a mirarle y en sus ojos y en sus labios se cristalizaba una belleza que trató de congelar en su memoria cuando de manera rápida cerró sus párpados. Sus débiles deditos tocaban su brazo. Él esperaba a que ella rompiera el hielo y brotara una conversación donde pudiera escuchar con detenimiento su voz. Ninguno de los dos conversó.
Isabel era un encanto de jovencita y la fragancia de su perfume mostraba algunas pistas de su vanidad y dulzura. Las puntas de sus cabellos chocaban constantemente contra sus labios y él contemplaba aquella belleza que no era de este mundo. Ella no lo conocía, no sabía su nombre y se comenzaba a enamorar de él, siempre había pensado que el amor a primera vista era una tontería y que no existía. Ahora corroboraba lo contrario.
Se preguntaba si debía tomar la iniciativa y comenzar la plática. Ella permanecía segura de que el chico al llegar a la cafetería le preguntaría si le gustaría que le hiciera compañía. Él empezaba a entristecer porque se acercaban a su destino y no sabía si después de llegar volvería a verla. Asimismo, sentía ansiedad de tomarle la mano, de abrazarla y de expresar la manera en que su rostro le había impactado.
Los minutos se evaporaron. Pronto llegaron a la entrada de la cafetería. Lo soltó del brazo, lo miró a los ojos, y él la observó del mismo modo.
― Quisiera que este momento fuera eterno, que me dejaras sentirte en mis brazos― Pensó en decir eso a Isabel, pero no habló.
Ella anheló decir algo.
― Me gustaría…
La oración fue interrumpida por un mesero:
― Buenas noches, la mesa de allá tiene vista a la calle y está desocupada, desde ahí se puede ver la belleza de la luna, créanme esa mesa es la indicada. Les aseguro que disfrutarán una noche romántica. Pasen por favor.
El camarero asumió que iban juntos. Ninguno respondió. Él se detuvo en la entrada. Examinó la belleza de Isabel. Ella no le quitó la vista de encima. Los dos se quedaron mudos ante el nerviosismo que provocaba verse uno al otro. Isabel, ya no expresó lo que intentó decir la primera vez, debido a que la pena la había invadido. Al final sólo dijo: Gracias. Y al notar que el chico no le ofrecía su compañía ella decidió pasar. Él observó cómo la chica entró y ubicó un asiento.
Una vez que estaba instalada en la mesa que el mesero había recomendado, ella volteó y Roberto desapareció de sus ojos.
Salió de manera desesperada del lugar con la intención de reencontrarse con Roberto. Estaba consciente que no debía dejar que ese momento quedara hecho polvo.
Fuera de la cafetería dirigió la vista de izquierda a derecha. Él caminaba sobre la acera del lado izquierdo pensando en volver para tratar de admirar por última vez el rostro de ella, pero no lo hizo.
Por la mente de Isabel cruzó el pensamiento de que el destino los había puesto en el mismo lugar, a la misma hora y en la misma dirección, para que se conocieran. Se dejó llevar por la atracción que le causó y decidió ir detrás de él.
Roberto se detuvo a lado de la mancha de multitud que esperaba el semáforo en señal de avance. Isabel se sintió tranquila al ver que el joven se había detenido en la esquina. Tomó del bolsillo de su abrigo un espejo y acomodó un poco su cabello para mostrarse más presentable. Cuando alzó de nuevo la mirada él cruzaba la avenida y entre toda la masa de transeúntes perdió de vista al joven.
Isabel se apresuró, pero no alcanzó a cruzar porque el semáforo marcó color rojo. Se desilusionó. Y se dijo:
― Si no hubiese dejado mis labios mudos tal vez… ahora, ya no sería demasiado tarde.
El destino no tenía nada preparado para ella. Al esperar que el semáforo se pusiera de nuevo en verde para poder cruzar, concluyó que no tenía caso continuar y decidió caminar a la izquierda, abordar el metro, e ir a descansar a casa.
Roberto permanecía del otro lado de la avenida esperando que el semáforo cambiara de color para regresar, preguntar su nombre a la señorita y pedir que le permitiera acompañarle.
Él regresó a la cafetería, pero al entrar no la encontró. Preguntó al mesero por ella y él respondió:
― No se quedó aquí, lo que quería era compañía y como usted no la acompañó salió y se fue.
Probablemente Isabel viajaba en el vagón del metro. Él lamentaba no haber tomado la decisión de revirar antes y ella se arrepentía por haber dado más importancia a su cabello.
Él se dirigió, rumbo a ninguna dirección y al igual que la chica se reprochó no haber aprovechado las circunstancias. Analizó que después de todo parecía una mujer muy interesante y que él era un pobre hombre disfrazado con un traje en búsqueda de empleo, que robaba cervezas y que vendía libros a falta de dinero.
Ella, al igual que él, terminó sola. Han envejecido. Como mucha gente en el resto del mundo no aprovecharon aquel momento casual. Nunca volvieron a vivir algo así. Desde entonces se han recordado con frecuencia por la noche a cada momento.
Si hubieran impedido que el silencio hablara, quizá ahora no se encontrarían enfrentándose con el lamento en su soledad… entre la nostalgia que provoca recordar… aquel desencuentro que no volverá.