El nombre de Rosario Ferré
La imagen más antigua que conservo de Rosario Ferré es de comienzos de los años setenta. En aquellos años de guerra y contracultura, Rosario estaba en fuga, asumiéndose como escritora, escapando del papel asignado por su clase hacia el territorio de la literatura, escuchando las palabras de la tribu. Admiré mucho su enorme valentía, y su capacidad de enfrentarse a las jerarquías. Recuerdo la alegría que producían sus primeros textos, su participación en conversaciones compartidas junto a Ángel Rama, Marta Traba y Luis Rafael Sánchez en la Universidad en Río Piedras, o su risa con las ironías de José Luis González en la casa de Nilita Vientós Gastón. El nuevo lugar y las voces deseadas convergen en el nombre elegido para la revista que por entonces fundó junto a Olga Nolla: “Zona de carga y descarga”. Esa zona llegó a tener una gran riqueza de significados gracias a las excelentes escritoras y escritores que se destacaron en ella –entre los cuales estaba Manuel Ramos Otero–, y también gracias a su innovador diseño gráfico, y a las redes artísticas y los debates que estimuló.
Pero recuerdo otras imágenes de entonces, generadas por el prejuicio. Una era la Rosario vista con desprecio como la autora de textos escandalosos sobre la sexualidad, sobre todo la “femenina”. Sin duda, sus relatos creaban ese contexto, como en el magistral cuento “El regalo” con su celebración del fruto prohibido. La discordia como trama era invocada ya por el título “Papeles de Pandora”, libro que publicó en México en 1976, hoy justamente considerado un clásico. Otra imagen era la de la hija rebelde que, al declararse independentista, había “traicionado” a su padre, entonces Gobernador de Puerto Rico. Escuché ese fuerte rechazo popular muchas veces en las voces en la guagua que en aquellos años me llevaba de Guaynabo a Río Piedras. Una imagen paralela: algunos sectores de izquierda sospecharon, desde el comienzo, de las posiciones de la hija de Luis Ferré. Una especie de pecado debido a su “origen” de clase.
El nombre propio es una marca, y quizás un destino. En su caso, definía los modos en que algunos leían sus poemas e interpretaban su política. Frente a esto, Rosario fue desarrollando una poética del nombre. Sin renunciar al suyo, se inscribía entre los nombres de la gran tradición literaria: “Hubiese querido ser Virginia Woolf, Sylvia Plath o Julia de Burgos”, dice en el libro “Sitio a Eros”. Se trataba de una poética de la identificación, con la que estructuró los memorables poemas de sus “Fábulas de la garza desangrada”. Ahí, en breves relatos en primera o en tercera persona, evocaba a Salomé y a Antígona. También entabló un diálogo con Julia de Burgos, identificándose: “fugitiva de ti misma te temías”. Fiel a sus veneraciones poéticas, encontró su propio rostro a través de esas imágenes. Dueña de sí misma: así la recuerdo hoy, con nostalgia.