El origen del mundo
Lo que sigue es una versión revisada de un texto que circuló hace algo de un año entre amigos y colegas, con motivo de la muestra de una copia impresa de la pintura L’origine du monde de Gustave Courbet (1866) en los cristales de la oficina 240 en la Facultad de Estudios Generales, la cual era entonces ocupada por quien escribe. La pintura fue parte de un montaje que incluía dos reproducciones: Etánt donnés (1946-1966) de Marcel Duchamp, que tiene como uno de sus referentes la pintura de Courbet, y El enigma de Hitler (1939) de Salvador Dalí. La idea era poner en una perspectiva histórica y política, pero también erótica y estética, esta gran obra de Courbet, a la luz de su secuestro por los nazis cuando la ocupación alemana de París, y de la exhibición en 1938 sobre Arte Degenerado (Entartete Kunst), precisamente en Salzburgo, la cuna de Mozart, bajo la siguiente consigna: «Lo que están viendo son los productos enfermos de la locura, la impertinencia y la falta de talento. Necesitaría varios trenes de carga para limpiar nuestras galerías de esta basura.» (Adolf Ziegler, Cámara de Cultura del Tercer Reich, Múnich, 1937). Para mi sorpresa, o quizá deba ahora decir que no del todo, aquella simple ocurrencia mía fue motivo de escándalo, injurias e incluso denuncias en la Oficina de Seguridad del Recinto de Río Piedras… Si se diera la ocasión haría de nuevo dicho montaje, pero en la oficina de la rectoría, y añadiendo estas palabras de Max Ernst: «La nudité de la femme est plus sage que l’enseignant du philosophe».
Hay que distinguir entre la pregunta por los orígenes y la pregunta por el fundamento. La pregunta por los orígenes responde a una ancestral vocación inscrita en el propio impulso confabulador del lenguaje, ya que todo discurso acerca de un origen primordial o absoluto, aunque se haga en nombre de la Ciencia (origen del universo, origen del hombre, origen del lenguaje…) tiene un trasfondo necesariamente mítico. Por su parte, la pregunta por el fundamento (arché) responde a la inquietud de esa peculiar forma de pensar que a partir de Platón llevará el nombre de “filosofía”. Según Platon, los “filósofos verdaderos” son aquellos “que gustan contemplar la verdad” (Rep. V, 475-d). La filosofía supone una mutación de la imagen mítico-poética de un principio originario por el que se prefiguran todas las cosas (xáos), al de un fundamento o principio regulador por el cual todas las cosas pueden ser explicadas según esa naturaleza esencial. La filosofía nace, pues, como un cuestionamiento radical del pensamiento mítico. Lo cual no implica un repudio del mito, como se suele pensar, sino una interrogación o cuestionamiento acerca de la vocación mítica del lenguaje. Que el filósofo, al igual que el poeta, sea también un amante de los mitos (filomitos), como nos recuerda Aristóteles, es un hecho que nos remite a la experiencia común de filósofos, poetas y científicos, es decir: la capacidad de asombro o admiración en tanto que afecto que mueve el deseo de entender la proliferación de los mundos. Ni el mito ni la ficción se oponen, pues, a la verdad. Por el contrario, son su correlato. Pero tampoco se trata de confundir dichos términos y dar paso a la militante promiscuidad contemporánea. (Téngase en cuenta que promiscus en latín indica, justamente, confusión, es decir: la mescolanza que nace de una incapacidad de discernimiento y, por consecuencia, de la promoción de la debilidad de pensamiento; o para decirlo con el vocabulario de Nietzsche: la supremacía o consagración de la “moral de esclavos”.)
Se trata de una pregunta ligada no ya sólo a la fábula mitológica, sino a la fuerza expresiva de la pintura que es muy anterior a la vocación de la verdad. Basta con tener en cuenta las pinturas rupestres del paleolítico superior. El entusiasmo de Georges Bataille con las pinturas de las cuevas de Lascaux que le lleva a escribir su último libro Las lágrimas de Eros (Les larmes d’Eros, 1961), concierne precisamente al fondo oscuro por el que se vislumbra la experiencia del erotismo y sus vínculos con el arte, el sentido de la belleza, el lenguaje, el trabajo y la conciencia de la mortalidad.
A tono con lo expuesto, retengamos una obra pictórica justamente célebre y memorable: L’origine du monde de Gustave Courbet. El “realismo” casi fotográfico de esta pintura no debe confundirnos con lo que salta a la vista y asalta la mirada. De momento, aparece algo nunca visto, por más que se de por contado: la vulva del sexo femenino, rodeada del vello púbico. Todo se sitúa en un primer plano… o casi todo. Vale la pena citar aquí al propio pintor cuando declara: «La imaginación artística consiste en saber expresar de la manera más perfecta una cosa existente, pero nunca suponer o crear esa cosa». Según este credo “realista”, expresar no es imitar, reproducir o representar. Expresar es procrear. Pues la “realidad”, tal como se presenta a nuestros sentidos y al acto de la percepción, es de por sí insólita y enigmática. La expresión más perfecta sería entonces la que logra plasmar artísticamente una “cosa existente”, exaltando su carácter enigmático y postulándose como un desafío a la perspicacia de la inteligencia. No se crea de la nada. Por ello es importante distinguir, también, entre descubrir, inventar y crear. Se crea a partir de determinadas condiciones para que algo ocurra con vista a su procreación; se inventa a partir de un descubrimiento que, a su vez, se elabora con vista a su recreación; y se llega a descubrir lo que siempre ha estado ahí.
Ahora bien, puesto que lo que está ahí no es una existencia determinada sino lo que en todo momento está por determinarse, el acto de pro-creación consiste en hacer aparecer por primera y única vez lo que por ahí pasa sin que nunca se muestre del todo. Se puede reproducir innumerables veces esta pintura de Courbet, por todos los medios posibles, hasta degradarla y convertirla en un cliché pornográfico. Pero la reproducción técnica no agota jamás la aparición inaugural de la obra, tal como se exhibe en el Museo de Orsay; ni es capaz de anular el aura, como diría Walter Benjamin, de su fuerza expresiva. Algo pasa en –o por– la pintura que no está confinado al marco y recuadro de su representación. El silencio de la pintura –silencio, que no mutismo– y la elocuencia del mito que su título evoca, encuentran en esta matriz del erotismo, sea masculino o femenino (pues se trata de un asunto de génesis y no de género), la perfección de un acontecimiento que pone en juego lo real de la existencia, más acá y más allá de lo que se representa.
Un acontecimiento es, desde esta perspectiva, lo que incesantemente ocurre, independientemente de cualquier expectativa acerca de lo que es o no es lo que tomamos como “realidad”. Lo real del acontecimiento consiste, precisamente, en la irrealidad de lo que como realidad se percibe. En algún lugar ha escrito Goethe estas luminosas palabras: «Todo mirar se convierte naturalmente en un considerar, todo considerar en un meditar, todo meditar en un entrelazar; y así puede decirse que ya en la simple mirada atenta que lanzamos al mundo estamos teorizando». Teorizar es contemplar. Meditar es dirigir la mirada atenta del pensamiento al entramado infinito de lo que hay. Pero todo pensamiento nace del cuerpo, y el cuerpo es, a su vez, una idea mental, un concebir de la mente que resulta inseparable del deseo erótico con el que se adviene a la existencia. El acto de pensar es, en efecto, un acto creador capaz de hacer que el pensamiento prospere en tanto que cuestionamiento de sus propios límites.
Como ninguna otra manifestación artística la pintura educa la mirada a partir de la forma, la sombra, la luz y el color. Educar la mirada significa dar un sentido de dirección al movimiento de los ojos hasta el punto de saber detener la pupila y dar aliento a la fuerza o potencia del entendimiento. El entendimiento alerta y avisa la mirada y, con ella, la fecundidad del acto de pensar, pues lejos de todo ensimismamiento, se adentra en el afuera de una reveladora experiencia de la intemperie. He ahí la intimidad que suscita una genuina obra de arte. Nada tiene que ver esto con el pasatiempo, el entretenimiento o la diversión. Pero sí con el recogimiento y la conmoción lúdica, esto es, con esa distintiva alegría del juego que una palabra inglesa describe perfectamente, como si se le llenara a uno la boca de un manjar que bien podría ser el de un suculento beso: playfullness (en oposición al chato to have fun, que sería como un beso frívolo que ni siquiera llega a rozar la piel en el aire de las ventosas…).
Se asiste así a una especie de fiesta serena pero cautivadora, por la que son convocadas la zona erógena del ojo, la sensualidad de los cuerpos y el cultivo amoroso del intelecto. De esta manera aprendemos a pensar de nuevo, pero a partir de esa “espiritualización de la sensualidad” (Vergeistigung der Sinnlichkeit ) que lleva el nombre de “amor” (Liebe). Quien define así al amor es Nietzsche. L’origine du monde incita a pensar de esa manera el amor debido a que pone en perspectiva la desnudez del cuerpo femenino y la voluptuosidad de la naturaleza, todo lo cual evoca el gran poema venéreo de Lucrecio: De rerum natura (… hominum divomque voluptas, / alma Venus…: «matriz del deseo de hombres y dioses, / alma Venus»). En el mismo sentido, si el Sócrates de Platón se concibe a sí mismo como una matrona que ayuda a dar a luz al pensamiento –y no otra cosa es la mayéutica–, entonces puede hacerse un paralelismo entre dicha concepción y el acto de pensar que nace con el prodigio carnal de la pintura de Courbet. Todo lo cual conduce a reconocer que la voluptuosidad del amor es inseparable de la espiritualidad del cuerpo que se ama.Para precisar aún más este asunto, hagamos tres observaciones puntuales. En primer lugar, el trasfondo oscuro sobre el que se levantan los pliegues blancos, pero con retoques de aires grises, de la sábana, que bien puede tomarse también como una túnica, e incluso un sudario. Allí aparece tendido el cuerpo femenino de una desnudez que se detiene en los límites del pliegue que son también los límites del recuadro que contiene la pintura. El ángulo de visión queda suspendido en el punto de fuga por el que se asoma el suave tono rosáceo del pezón. Una cierta penumbra se insinúa a lo largo de la sábana que no llega a cubrir del todo los senos, y rozando como un tacto invisible el otro pezón que parece hundirse en el espectro cóncavo de otro pliegue que se yergue, más abajo de la sábana que se alza y se detiene. Se marca así la simetría de una distancia intacta entre el paño encubridor que se descubre y el sexo tupido que se muestra, teniendo como centro la verdad ontológica, y no ya sólo pictórica, del ombligo. El «ombligo del sueño» llama Freud a ese punto real pero imperceptible que pone en movimiento la dimensión intemporal (zeitloss) del inconsciente.
En segundo lugar, cabe preguntar: ¿dónde están las manos de ese cuerpo que parecen no ser las que han levantado esa sábana reveladora, es decir, las que ponen en relieve lo que incita el pensamiento? Hay demasiada vida en ese cuerpo sin torso ni rostro como para imaginarlo muerto o decapitado. Nada casualmente se ha dicho que se trata de un cuerpo embarazado, en los estados iniciales de una inconfesa gestación. De hecho, es una exuberancia de vida lo que pasa por ahí y se apodera de la mirada como un abismo insospechado de luz que retorna de las fuentes ancestrales del placer para abismarse de nuevo en el silencio profundo de una saciedad sin nombre. Se trata de un cuerpo intangible, intocable. Sobran las manos para tener que decir Noli me tangere, «No me toques» (título, recuérdese, de otra pintura memorable, de Corregio, que puede verse en el madrileño Museo del Prado).
Y en tercer lugar, meditemos sobre esos labios vaginales entreabiertos, que se ciernen entre la abertura definitiva de los muslos, y que, a la manera de una antesala venidera, muestran, sin alarde, el vigor de su salud, la jovial distensión de una entrega. Se entiende así también la fina línea que se dibuja y desciende hasta el límite inferior de la sábana; la inaudita hospitalidad que marca los confines de la pintura. Algunos toques suaves de lo que parecen ser vellos ligeramente esparcidos por la piel de los muslos coronan la belleza de este desnudo amoroso. Aparece entonces el comienzo de la juntura anatómica del glúteo, como diciendo que si se sigue esa ruta se llega a ese otro orificio que conecta con la abertura vaginal, y que Georges Bataille bautizara con el nombre sacro de anus Solaris. Llegado ahí, habría entonces que pintar este mismo cuerpo, pero de espaldas. Todo un nuevo mundo nacería entonces. Y es que lo fundamental de esta gran pintura se juega entre el don de la perspicacia y la altura de la perspectiva. En definitiva, ¿qué es una obra de arte, cuál es su fundamento, que es lo que la sostiene? Hay que responder: el pensamiento de una experiencia artística? ¿Y qué es lo que nutre y mantiene ese pensamiento? También hay que responder: el erotismo y la necesidad de crear; el cuerpo femenino como metáfora de la creación infinita.
Demos por terminado este comentario con los versos que siguen:
Este mundo desde el cual todo se levantacomo un vaho
inusitado de formas que regresan al deseo primordial de lo inhabitable.