En los límites de la amistad: silencio, risa, honestidad
En su ensayo sobre la amistad, Montaigne asevera que en su relación con Esteban de la Boétie existía una total confianza, tal que “habríame confiado antes a él que a mí mismo” (250). La tradición de lo que podríamos llamar la amistad idealizada o virtuosa dependía de un sujeto vulnerable a las complicaciones que presentaba la vida y, por consiguiente, con necesidad de ayuda. La intimidad de la amistad, ese gran milagro que Montaigne identifica con el poder desdoblarse (252), se convertía así en un núcleo dentro de la vida en comunidad del animal político donde el amigo se definía como otro yo.
Nietzsche: “Amigos, no hay amigos”
En el apartado número 376 de «Humano, demasiado humano», Nietzsche ensaya su destrucción del paradigma de la amistad virtuosa y compenetrada partiendo de las diferencias que prevalecen aún en la intimidad: “Solo medita por una vez para ti mismo cuán diversos son los sentimientos, cuán divididas están las opiniones, aún entre los conocidos más íntimos” (199). La posibilidad de unión completa con el amigo es un ideal imposible: “¡qué inseguro es el terreno sobre el que descansan todas nuestras alianzas y amistades, qué cerca están los chaparrones o el mal tiempo, qué aislado está todo hombre!” (199). Nietzsche exhorta al lector a meditar sobre esta verdad y comprender a cabalidad, sin sufrir amargura o padecer melancolía, la conclusión a la que llega: “¡Amigos, no hay amigos!” (200). Si Montaigne podía hablar de una compenetración tal con su amigo que cualquier secreto “puedo comunicárselo sin prejuicio a aquél que no es otro, sino yo mismo” (252), Nietzsche propone no solamente el silencio, sino el saber callarse para así preservar la amistad: “sí hay amigos, pero es el error, la ilusión acerca de ti lo que los ha conducido a ti; y deben haber aprendido a callar para seguir siendo amigos tuyos; pues casi siempre tales relaciones humanas estriban en que nunca se digan, ni siquiera se rocen, cierto par de cosas” (200). La conclusión a la que se llega al meditar sobre la diversidad de ideas y opiniones no lleva necesariamente a la frase “Amigos, no hay amigos”, sino a admitir que existe la amistad pero basada en la ilusión sobre quién es el otro, la imposibilidad de conocer cabalmente al amigo y, por consiguiente, la necesidad de aprender a callar.
La amistad entonces se sostiene gracias a la capacidad para soportarnos: “soportémonos unos a otros, ya que nos soportamos a nosotros [mismos]” (200). Pero más que una práctica de soportarse, es más bien una amistad cimentada en el callarse y abierta a la risa, resumida por Nietzsche en el poema “Entre amigos” que sirve de epílogo a Humano, demasiado humano (Cito la versión que se encuentra en Políticas de la amistad de Jacques Derrida, pág. 75):
Es hermoso callar juntos;
Más hermoso aun reír juntos,
Bajo un cielo azul de seda,
Apoyados contra el musgo del haya
Riendo afectuosamente como amigos, con una risa clara,
Dejando ver el brillo de los dientes.
Si obro bien, nos callaremos;
Nos reiremos, si obro mal;
Y cuanto peor seamos,
Cuanto peores seamos, más nos reiremos.
Hasta que descendamos a la fosa.
Tradición humanista (el amigo no es un enemigo)
En su libro La amistad, Cicerón parafrasea lo que opinaba Escipión sobre uno de los límites más grandes de la amistad. Escipión “Negaba que hubiera podido encontrarse ninguna expresión más enemiga de la amistad que la de aquel que dijo que ‘conviene amar como si algún día hubiera de odiar’. (…) sería el parecer de algún corrompido o de un ambicioso o de alguien que todo lo orientaba a su propio interés. (…) Por ello, ciertamente, este precepto, sea de quien fuere, es muy apto para romper la amistad” (83). La cita parecería una respuesta anticipada al pensamiento de Nietzsche, aunque no exactamente. Para Cicerón, partir de la desconfianza en la amistad es aniquilarla puesto que se introduce en la fundación misma de esa relación la posibilidad de un futuro odio. Esta expresión enemiga de la amistad es el producto de una desconfianza muy grande en los demás, que aparece sobre todo en ciertos contextos de competencia y ambición a nivel político. Es una postura que podría definir como “prudencia paranoica”, una anticipación siempre negativa de las relaciones amistosas producto de un deseo excesivo de inmunidad ante el otro y a la vez en el sentido de llevarle la ventaja en cuanto al mal que podría hacerme. En el momento fundante de la amistad lo que aparece entonces es una especie de guerra perpetua como núcleo de toda relación, un relacionarse dentro del espectro del “todos contra todos”. Pero esto está muy lejos del “soportarnos” mutuamente y de la risa y el silencio de Nietzsche.
Las políticas amistosas de Derrida
Cuenta Agamben en su corto ensayo “El amigo” que en los momentos en que Jacques Derrida preparaba el seminario sobre la amistad (sin todavía haber publicado su libro Políticas de la amistad) ambos sostuvieron varias conversaciones sobre la frase “Amigos, no hay amigos”. Agamben comenta que tanto Montaigne como Nietzsche citan el lema de las Vidas de filósofos de Diógenes Laercio, pero que él ha encontrado en una edición moderna de este texto otra versión distinta: “aquel que tiene (muchos) amigos, no tiene ningún amigo” (1). Luego de investigar y darse cuenta de que la frase fue enmendada por el filólogo Isaac Casaubon en 1616, cuya enmienda la hacía “perfectamente inteligible”, Agamben procede a informarle a Derrida sobre su descubrimiento. Al publicarse Políticas de la amistad en 1994, para sorpresa de Agamben, Derrida hace caso omiso del dato y deja “estupefacto” al filósofo italiano quien concluye que el interés por conservar la afirmación y negación presente en la frase apócrifa “Amigos, no hay amigos” fue lo que llevó a omitir la enmienda de Casaubon. Este interés en proponer la “desconfianza en torno a los amigos” también forma parte de la decisión de Nietzsche quien, según Agamben, debía conocer la enmienda del filólogo.
Sin embargo, la descripción que hace Agamben no está completa. Es cierto que Derrida escoge esa frase como eje central de su seminario, pero lo hace luego de dar las gracias a Agamben en la nota 25 del capítulo 8, no sin dejar establecido claramente su distancia del acercamiento “filológico” que le propone su “amigo”: “un pequeño golpe de teatro filológico no puede acabar con la venerable tradición que, desde Montaigne a Nietzsche y más allá, de Kant a Blanchot y más allá, ha dado tantas prendas a una toma de posición del copista o del lector apresurado que apuesta sin saberlo por una lectura tentadora, y ¡cuánto!, pero errante y probablemente extraviada” (Políticas de la amistad 234). No cabe duda de que la “estupefacción” (¿o rencor?) de Agamben lo lleva a publicar su corto ensayo “El amigo”, una obvia respuesta a Políticas de la amistad.
El terreno inestable de la diversidad de perspectivas y opiniones del que hablaba Nietzsche encuentra aquí, seguramente, una evidencia más de los límites de la amistad. Por un lado, el interés tan profundo en Agamben de no querer cortar con una tradición filológica que le sirve de ayuda para su proyecto genealógico de trazar la compleja historia de palabras, frases y conceptos y, por otro, un Derrida que, como Nietzsche, prefiere moverse en los caminos errantes y los vaivenes dudosos de todo lo que, de una forma u otra, se resiste a confrontar orígenes o todo aquello que termine en un “perfecto sentido”. Por un lado, Derrida parece pensar que Agamben proponía una corrección de un error con su perspectiva de fichero y biblioteca. Por otro, un Agamben que se representa algo entusiasmado con su descubrimiento aleccionador. Pese a todo, no cabe duda de que Agamben proveyó a Derrida de una interesante adición a los malentendidos y las errancias que tanto le interesaban al filósofo francés y que él no quiso aprovechar en la versión final de su texto (la cual sí incluye una desautorización de cualquier tipo de gesto filológico). Curiosamente, la amistad entre ambos demuestra su fragilidad precisamente en el proceso de discusión y escritura sobre el tema de la amistad.
Frente a una amistad de la certidumbre (así interpretaría Derrida la relación que mantiene Agamben con el conocimiento), Políticas de la amistad argumenta por una amistad filosófica del quizá (60 y ss). Los “resultados abiertos” y “errantes” que esperamos de tantas lecturas de Derrida no se hacen esperar. En la amistad se produce una comunidad sin comunidad, una amistad que implica soledad (61), un amigo que siempre será un otro y un sujeto que nunca llegará a conocerse a sí mismo; amistades de una inseguridad que invade siempre a la certeza, donde no existe la verdad excepto como incapacidad para ser poseída; una amistad que ayuda a formular preguntas pero que se resiste a proponer soluciones y verdades. En fin, amistades para desadaptarse y abiertas al porvenir (68) y la locura (70).
Estas iteraciones del pensamiento derridiano, ciertamente muy productivas en contextos específicos del pensamiento, llevan a resultados desafortunados con respecto a consideraciones éticas. Siguiendo muy de cerca los pasos de Nietzsche, digamos que siguiéndolo con un excesivo entusiasmo y sin prestar demasiada atención a la aspereza del camino, Derrida propone que el silencio es fundamental para la amistad puesto que la protege “del error o de la ilusión” que la funda (71). La amistad no podría sobrevivir a la revelación de esa ilusión y, por lo tanto, hay que “saber hacer el vacío de las palabras para dejar respirar a la amistad” (72). O que entre las palabras flote un silencio (“el sobre-entendido de un silencio”), o “una cierta forma de hablar: secreta, discreta, discontinua, aforística, elíptica, justo el tiempo desunido de confesar la verdad que hay que ocultar, ocultándola para salvar la vida, pues es mortal” (72). En última instancia, para poder deconstruir la amistad compenetrada de la tradición humanista Derrida tiene que proponer que el encuentro que se produce con el amigo es en realidad una especie de abismo que necesita del silencio para “protegerse del fondo o del sin-fondo abismal” (71). Ese abismo se define por la ilusión que nos ha llevado al otro (o digamos, por el espejismo idealizado o, si se prefiere, por la mentira del otro). Para proteger esta relación que parece definirse consistentemente como imposibilidad de relación hay que repensar la comunicación, reformular lo que significa el diálogo por medio de un hablar secretamente, revelar callando, informar mintiendo. Es como si el abismo del diálogo fuera el transfondo de un interrogatorio, donde la comunicación se ha convertido en necesidad de protegerse de una caída mortal paralela a los aspectos más peligrosos de la confesión o, peor aún, de la entrevista legal o policíaca. En efecto, en este contexto no hay diferencia entre hablarle a un amigo y hablarle a un desconocido (a menos que exista ya ese contrato nietzscheano de la risa).
Derrida expande la risa y el saber callarse de Nietzsche al sostener que no hay que abandonar el uso del lenguaje. El resultado de esta operación (una especie de operativo del pensamiento) es que se imposibilita la expresión de la verdad en el diálogo con el amigo. Por verdad no me estoy refiriendo aquí a certezas verificables o productos irrefutables del pensamiento racional. La versión derridiana de la amistad está abocada a una perpetua desconfianza desde su nacimiento. Incluso sería la estrategia perfecta para sobrevivir a ese “obrar mal” del que habla Nietzsche, puesto que nos permitiría seguir hablando (en vez de solo callarnos y reírnos) aún en aquellos momentos en que hemos cometido faltas importantes. Para Derrida parecería que el mejor amigo es el que ríe, calla y sabe hablar en circunloquios. En fin, una manera de hablar que se parece mucho a la que evita que el sujeto se auto-incrimine. Todo acto de habla con un amigo se definiría como la preservación de un secreto que se traduce en la continua evasión del abismo que significaría la exploración de la verdad del otro. Sería la consolidación de la evasión como parte integral del encuentro que define a la amistad, puesto que el otro siempre será un extraño con respecto a su relación conmigo. En otras palabras, no existe la confianza en el otro, ni la posibilidad de un diálogo que admita el riesgo hospitalario (riesgo entendido como las revelaciones de lo más íntimo del yo).
Sujeto y verdad: Foucault y la parresia
Es una lástima que Derrida, hasta donde tengo entendido, no haya comentado nada sobre las últimas conferencias que dictó Michel Foucault, dedicadas en su mayoría a la relación entre sujeto y verdad a través de sus reflexiones sobre la parresia y la amistad. Foucault dictó sus cursos sobre parresia en el Collège de France entre 1982-84 y en el otoño de 1983 en Berkeley, California. Aunque Políticas de la amistad se publica en 1994, diez años después de las últimas conferencias de Foucault, las cuales no fueron publicadas sino hasta el 2001 en inglés (su curso dictado en Berkeley). Este mismo año, en francés, sale publicado el volumen L’herméneutique du sujet, donde Foucault introduce el término parresia en su clase del 10 de marzo. Estas conferencias ven la luz tres años antes de la muerte del autor de De la gramatología. Las conferencias del Collège de France que están dedicadas extensamente a la parresia se publican más tarde en francés (2008-10). Sin embargo, sería muy extraño pensar que en 1982-84 Derrida no estuviera al tanto de los temas que discutía Foucault tanto en California como en Francia, dado que su vida alternaba entre su puesto de profesor visitante en Yale y su apartamento en París, aparte de las conexiones que él tenía con California (Derrida acepta un puesto como profesor en la Universidad de California, Irvine en 1987 y enseña en esta institución hasta el 2003). De todas maneras, el lector puede confirmar que en Políticas de la amistad no se cita ni una sola de las obras que ya habían sido publicadas por Foucault.
La parresia implica un uso específico del lenguaje en contextos de poder e incluso de peligro. El sujeto que usa la parresia tiene una relación estrecha con su interioridad, con lo que piensa y con su propia verdad. Es la manifestación de su modo de existencia. No es una enunciación que se vale de la retórica o intenta adornar lo que dice, sino que consiste en una expresión lo más franca y directa posible de lo que se quiere comunicar. Al expresarse, por ejemplo, en contextos políticos, el sujeto corre el riesgo de ser castigado por un superior más poderoso, tal y como ocurre en la relación entre el consejero y el monarca. El pacto de la parresia sería precisamente el poder decir la verdad sin castigo. El parresiastes (el que usa la parresia) se resiste a vivir en un mundo donde la verdad permanece oculta y decide manejar su vida de acuerdo a unos principios tanto éticos como políticos. Es en la parresia filosófica donde estos últimos aspectos se manifiestan con mayor intensidad, donde el uso del lenguaje revela un cuidado de uno mismo que no presenta contradicciones entre cómo se vive la vida y lo que se dice. Para que lo que se diga sea parresia tiene que existir una consistencia y armonía entre lo que se dice, lo que se piensa y lo que se hace (entre uso del lenguaje, el pensamiento y la acción).
Para una ética de la incomodidad
En su libro Friendship as a Way of Life, Tom Roach propone que la amistad foucaultiana tiene su base en una ética de lo incómodo. Esto se debe a que, contrario a la risa y los silencios de Nietzsche o el circunloquio y elipsis de Derrida, esta amistad tiene como base a la parresia en el sentido de una brutal honestidad. La amistad, como indica Roach, es una constante alternancia entre intimidad e impersonalidad, entre cercanía y distancia. Representa, en efecto, otro tipo de deconstrucción del modelo idealizado de compenetración y desdoblamiento del humanismo, evitando una total asimilación del yo en el otro y que elude arribar a una identificación estática de la identidad. En este sentido, comparte con Blanchot esa renuncia a conocer a aquellos con quienes estamos ligados, acogiéndolos “en la relación con lo desconocido”, en un “reconocimiento de la extrañeza común” (véase su ensayo “La amistad”). También entronca con Agamben y el heteros autos, el amigo como “una alteridad inmanente en la mismidad”. Pero en Foucault, la diferencia no parece ser una esencia diferencial que existe en la amistad, sino un “ejercicio” o práctica que hay que llevar a cabo con la relación, una especie de tecnología del yo que trabaja tanto con el otro como con uno mismo.
Según Roach, Foucault reconoce un potencial que permanece invisible para el amigo. En otras palabras, es a través de la relación de amistad que podemos acceder a un crecimiento y exploración de una diferencia que permanece oculta. Gracias a una honestidad brutal, la cual podría incluir la posibilidad de la traición, el amigo puede intentar transformar al otro abriendo un camino potencial tanto en la relación del yo consigo mismo como en la relación de amistad entre ambos. En esta concepción de la amistad, sin duda influenciada por las exploraciones del cuidado de sí en la cultura griega y romana, se promueve la “incomodidad” como llamado del sujeto que podría resultar en formas potenciales de subjetividad. En otras palabras, es la posibilidad de sacudir la seguridad del otro como medio de mostrarle otros modos de vida. La franqueza “excesiva” de la parresia se convierte así en una forma de amar al otro desde la incomodidad de una relación a la vez íntima e impersonal que vive en constante peligro de sucumbir o, quizás mejor decir, en los límites mismos de lo que reconocemos como amistad. Es, en realidad, la inclusión de la verdad como forma de arriesgar la amistad a cada paso, rehusando el silencio o el circunloquio. En este sentido, la ética incómoda de la parresia (que no debe en ningún sentido asociarse a un requisito confesional) es algo que tanto Foucault como Roach retienen de la versión humanista del amigo (al que se le puede decir el secreto, a quien se puede consultar la verdad, en quien se puede confiar). No obstante, este elemento existe únicamente en el precipicio de una relación que podría producir un uso del lenguaje insoportable por su excesiva franqueza.
Praecipitatio
En su excelente libro sobre música titulado Butes, Pascal Quignard comenta sobre la palabra praecipitatio, cuya definición latina (con la cabeza por delante) nos ayuda a identificar uno de los momentos más importantes del carácter social y comunitario inherente a la amistad. Contrario a Quignard, no me interesa ahora resaltar el aspecto antropológico de la fundación comunitaria por medio de un sacrificio (“Las sociedades se asocian empujando un hombre desde un promontorio” 41). En cambio me interesa pensar la precipitación como esa acción de “lanzarse al vacío” sin que se pueda volver atrás sobre el impulso. El que se precipita no puede volver atrás en el tiempo, no puede dejar de llegar hacia donde la acción le ha orientado, todo se vuelve irreversible (Quignard, 43). Para ilustrar esta irreversibilidad el autor cita el pasaje de Sobre la ira de Séneca el Joven: “No es posible para el que ha lanzado la piedra recuperarla” (43). A esto añade una cita de Aristóteles: “Que no sea posible para el que ha lanzado la piedra recuperarla no impide que no estuviera en su mano no lanzarla al aire” (44), y esto lo dice porque “el principio de la acción está en él”, un comienzo que materializa el tiempo en su irreversibilidad (no hay vuelta atrás). Al dar el salto “con la cabeza por delante” lo que se acelera es la irreversibilidad misma.
El momento de la precipitación, de la acción que materializa el tiempo y lo hace irreversible, queda fuera del ámbito de la amistad. La acción está ya atrapada en su meta, sin poder volver atrás, puesto que tiene un destino fijo en toda su pureza. Sin embargo, en la descripción que hace Quignard se puede recuperar una temporalidad de la amistad en el momento antes de lanzarse con la cabeza por delante (antes de saltar al precipicio). Digamos que la vida en comunidad ofrece la oportunidad de consultar al amigo antes de lanzar la piedra, antes de saltar. Es ese momento en que, como Aristóteles, nos acordamos que está en nuestras manos el no lanzar la piedra, que existe la posibilidad de la consulta, el diálogo, una llamada. Este contexto específico, al que podríamos llamar el momento antes del impulso, lo puedo ilustrar por medio de un ejemplo personal y doloroso que en su proceder inusitado me permite concebir un posible paréntesis luego de la precipitación. Hace unos años un primo cercano decidió quitarse la vida luego de batallar por muchos años contra la adicción. Después de una recaída y darse cuenta de que nuevamente se había repetido el patrón, no pudo más y decidió suicidarse tomando unos medicamentos en el momento en que sus padres estaban de viaje. Pero debido a que las pastillas eran de acción retardada (“slow release”), logró despertarse después de unas horas y pensó que había sobrevivido al intento. Esto le dio la oportunidad de llamar a sus padres y decirles, con voz soñolienta y débil, que había intentado suicidarse pero que no lo había logrado y que iba a seguir batallando en contra de su adicción y luchando por la vida. Lamentablemente la temporalidad e irreversibilidad de su intento original (la imposibilidad de revertir el efecto de las pastillas) lo llevaron a la muerte. El caso de mi primo ilustra la extraña posibilidad de volver atrás en el tiempo aún después del instante en que se lanzó al vacío. Al despertar y llamar, es como si hubiera podido detenerse en medio de su trayectoria en el abismo para por última vez invocar los minutos antes del impulso, la necesidad de diálogo, de una llamada o, mejor aún, el reclamo de la amistad. Es como si la piedra se hubiese detenido en su trayectoria para darle la oportunidad al sujeto que la ha lanzado de reflexionar sobre lo que ha hecho, pero sin poder detener la velocidad del proyectil y su destino. En el caso de mi primo ya no había nada que hacer y su llamada, tal y como él mismo experimentó su caída al vacío, nos dejó a todos con la tristeza de otro futuro (im)posible puesto que él mismo pudo reconocer que estaba en su mano no haberse lanzado. Su llamada fue una reversibilidad en el tiempo irreversible de su muerte, la aparición repentina de una alternativa al destino en el momento preciso en que no podía hacer absolutamente nada, una máquina del tiempo que le ofreció la oportunidad para una despedida o para no dejarnos en el mundo con el vacío absoluto de la ausencia de alguna nota que explicara algo (aquí pienso en ese magnífico poema de Wistawa Szymborska, “La habitación del suicida”).
La temporalidad de la amistad, en una de sus versiones más poderosas, es al mismo tiempo la anticipación a la praecipitatio y también (si se sobrepasa el silencio y la risa de Nietzsche o los circunloquios de Derrida) la posibilidad de volver sobre lo que hemos hecho en diálogo franco con los amigos. Como vemos en Derrida, la amistad asume su función más urgente en la inseguridad de un “quizá” inherente a toda relación humana, pero no podría permanecer en silencio ni mentir en el momento en que la verdad franca y honesta nos confronta con formas alternas de vida, con opciones distintas, con nuevas posibilidades de expandir nuestra subjetividad. La precipitación sin la valentía de la consulta sería un verdadero abismo al que la amistad ya no puede llegar, el momento en que, en la caída, ya no podemos llamar a la amiga. O en el caso de sobrevivir a la caída, el vacío de otro precipicio que podría aparecer en la sonrisa del amigo que sabe callar, o que conoce muy bien la retórica que le permite esquivar el tema para “proteger la amistad”. Quizá la mejor forma de solventar el abismo es precisamente visitarlo de nuevo en la versión foucaultiana de una ética de la incomodidad, aceptando las posibilidades de transformación. Sería una manera de no protegerse, de arriesgar la amistad en el lenguaje, de ir en contra de una “terquedad del sujeto” en su voluntad de justificarse tal y como es, o en un excesivo amarse a sí mismo. Si Blanchot proponía que en la amistad “no [se] nos permite hablar de nuestros amigos, sino solamente hablarles”, con Foucault y Roach se concibe la posibilidad de hablar de ellos para así sacudir esa terquedad de su yo inamovible, aparcado en el sosiego de una casa de la risa y el silencio.
*Este ensayo es el resultado de mis reflexiones a partir de mi seminario graduado titulado “Gifts of Friendship” dictado en la University ofCalifornia, Irvine (2014).
Nota bibliográfica:
Para el ensayo de Montaigne (“De la amistad”) utilizo la edición de Cátedra (Madrid: 1996). Cito de la editorial Akal La gaya ciencia de Nietzsche (1998) y Humano demasiado humano (1996). El libro de Derrida, Políticas de la amistad, en edición española (Madrid: Trotta, 1998). De esta misma editorial, La amistad de Cicerón (2002). El ensayo de Giorgio Agamben se puede encontrar en su libro ¿Qué es un dispositivo? y también en la red (https://www.academia.edu/7186054/Agamben_-_Qu%C3%A9_es_un_dispositivo). Sobre la controversia entre Agamben y Derrida, véase Samuel Weber, “And When is Now? (On Some Limits of Perfect Intelligibility” en Modern Language Notes 122 (2007): 1028-1049. El texto corto de Blanchot, “La amistad”, puede consultarse en el siguiente enlace (http://www.scribd.com/doc/254336015/Blanchot-La-Amistad-Seminario#scribd) y en su libro con el mismo título (Madrid: Trotta, 2010). Discusiones extensas de parte de Foucault sobre la parresia se encuentran en varios volúmenes, comenzando con las notas de sus cursos de Berkeley (Fearless Speech, Semiotext(e) 2001) y la reciente publicación de sus clases de inicios de la década de los 80 (en especial en los volúmenes Hermenéutica del sujeto, Gobierno de sí y de los otros y El coraje de la verdad). Aparte de estas publicaciones, véase sobre parresia y amistad el siguiente enlace: (http://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2015-04-06/michel-foucault-la-parresia_751634/). Sobre el tema de la ética de lo incómodo desde una perspectiva “queer” véase Tom Roach, Friendship as a Way of Life (State University Press of New York, 2012). El libro de Pascal Quignard, Butes, está disponible en español (México DF: Sextopiso, 2012).