End of Watch
Ser policía en ciudades donde abunda la criminalidad, y la pobreza que muchas veces la engendra, de seguro es inimaginable para muchos. Es una profesión de personas dedicadas que exponen sus vidas todos los días, sin tan siquiera saber cuándo los riesgos están contra ellos. Sin embargo, esta cinta, que surge de un guión inteligente escrito por su director, David Ayer, (autor del guión de ¨Training Day¨, una película clásica del género de parejas de policías que comparten un automóvil, al que esta pertence, y que le valió un Oscar a Denzel Washington), nos adentra en las vidas de dos compañeros que patruyan áreas escabrosas de Los Ángeles, y nos hace ver cómo sufren y cómo viven los defensores de la ley.
El filme nos presenta la relación que existe entre Brian Taylor (Jake Gyllenhaal) y Mike Zavala (Michael Peña) y cómo esa comprensión que comparten les ayuda a realizar un trabajo difícil con profesionalismo y eficiencia. Se insultan en broma, pero trabajan muy en serio. El relajo, que les hace sus turnos más llevaderos, lo dejan al instante en que necesitan actuar con rapidez y ponderar el riesgo al que han de someterse. Por ser jóvenes hacen algunas cosas que van más allá de sus mandatos y los hala a riesgos aterrorizantes. Sus acciones heroícas les mercen medallas, pero entienden que se excedieron exponiendo sus vidas rescatando a unos niños de un fuego. Al mismo tiempo, ese lado aún adolescente que habita en ambos, augura mal para la pareja.
Aunque Brian y Mike tienen poca educación sus intercambios denotan sus preocupaciones inconscientes por asuntos filsóficos: de qué trata la vida, cuán certera es la muerte, qué define las relaciones entre hombre y mujer, y qué es la felicidad. Estos temas son tratados en la jerga que uno espera de dos policías que viven al margen del crimen que cometen otros. Esos intercambios son unas de las virtudes del guión que, además, eleva la conversación entre los miembros de las gangas negras e hispanas de Los Ángeles a una nueva forma de expresión mutilada por las tajantes exigencias del mundo de los carteles de droga y que, a su vez, destasaja al interlocutor y al espectador. La reproducción fiel de esas expresiones convierte el diálogo en una especie de documento filológico auditivo que explica de dónde sale la letra del rap y qué determina su contenido.
La primera parte del filme está compuesta por una serie de viñetas de las andanzas de Brian y Mike que hacen que uno se pregunte hacia dónde va la historia. Mas, todo se va juntando y organizándose para llevarnos al punto central de la trama. Después de detener a un sospechoso que puede estar relacionado a un tiroteo desde un vehículo en movimiento, los dos policías descubren dinero y armas que pertencen a un cartel mexicano. Brian, quien tiene ambición de llegar a ser detective (filma con una cámara de mano todo lo que hace, algo que detestan sus supervisores y muchos de su colegas) insiste en investigar el área cerca a la casa que se quemó, y hace un descubrimiento grotesco. El cartel, ordena la muerte de los dos policías. Reacios a creer que eso es cierto, Brian y Mike se descuidan en un momento crucial, y se desencadena una matanza.
Junto a los dos protagonistas, la cámara que maneja Brian, lo mismo que la que manipula con destreza vertiginosa el camarógrafo Roman Vasyanov, se convierte en personaje principal y nos catapulta al centro de las persecuciones de autos y personas. Además, en vez de recurrir a ruidos de puertas que se abren o se cierran cuando un menos se lo espera, la intrusión y, al mismo tiempo, la incapacidad de la càmara de ver más allá de la esquina, le impone al espectador un elemento de suspenso que acelera el pulso.
La dirección de David Ayer y la puesta en escena de Betty Berberian son tan atinadas que una escena en que desubren unos cadáveres en estado de descomposición, y se oye el zumbido de moscas, hizo que me tapara la nariz.
La cinta tiene tres logros actoriles. Uno es el colectivo de actores menores que representan policías, víctimas, bandidos, junquies, prostitutas, madres abusadas, miembros de las gangas negras o latinas, quienes, con la certeza de sus actuaciones, hacen que a veces la película parezca un doumental.
Jake Gyllenhaal, con su cabeza rapada y ojos grandes y tristes, hace de Brian un personaje encantador que está en un escenario (en el sentido teatral) que no debería ser el suyo. Es un policía que llegó a serlo pensando en ser otra cosa, pero que ahora ama su profesión y verdaderamente se preocupa por el bienestar público. Quiere casarse con una mujer que le hable de cosas más allá de la rutina que lo envuelve. No que cada día sea igual, sino que las posiblidades de que algo horrible suceda y lo impacte son las mismas. La naturalidad de la actuación de Gyllenhaal hace que las escenas en las que le demuestra su amistad y solidaridad a Mike sean de gran ternura.
Entonces está Michael Peña quien, para mí, se queda con la película. Un poco rechoncho, con una sonrisa que hace sonreir al más antipático, con un sentido excepcional de su lenguaje corpóreo, Peña dice sus líneas como si estuviera opinando sobre un acontecimiento real, como si estuviera declarando ante una entrevista de televisión que le hacen porque ha sido testigo de un crimen. Su última escena es de gran fuerza, y de un efecto emocional tan enorme que me hizo pedir sangre y venganza, en silencio.