Entre lo sagrado y lo bohemio según Analida Burgos y José Rosa
En la barriada Houre, en San Juan, un niño enciende una vela. La casa, al igual que las de su comunidad, está en condiciones precarias. Estrechos puentes de tablones conectan las viviendas sobre el lodo, que se humedece cada vez que sube la marea, levantando los desperdicios. Poco a poco, el niño muerde el extremo de un fósforo, amoldándolo, creando pelitos de la madera. Un pincel, el primer pincel de José Rosa.
Al otro lado de ese mar que desbordaba sus mareas en el arrabal costero de San Juan, en la Zona del Canal de Panamá, la madre de Analida Burgos estaría preparando su regreso a Puerto Rico. Su padre era militar y había sido destacado en Panamá para 1949. Al volver su familia a Puerto Rico, “Yo tenía poco más de un año y mi hermano meses”, nos dice Burgos. Crecería como una niña solitaria en Bayamón. “Yo era como que no pertenecía a este mundo”, nos diría, a pesar de tener hermanos y una casa llena.
Un día, el joven José Rosa escuchó que Rafael Tufiño iba a ofrecer clases en su vecindad, suficientemente cerca. “Yo estoy en el portón y no me atrevía a entrar”, recuerda Rosa. Tufiño lo llamaría a que entrara, y José respondería mirando hacia atrás a ver si hablaba con alguien más. Al entrar, le dio una plancha de linóleo y le enseñó a cortarla, a grabar sus imaginarios, convirtiéndose en su maestro. “Él me llevó a la DIVEDCO… Yo estaba entre aquello y ahí, entre la Galería Campeche, que era de Domingo (García) y la División”.
Al tiempo, en continuo proceso de afinación, comienza a rondar por el Taller del Instituto de Cultura Puertorriqueña, encabezado por Lorenzo Homar. Analida le dice: “Y allí también te metiste… de presenta’o”. “De presenta’o”, afirma José. Poco a poco, sus manos se volvieron indispensables en el funcionamiento del Taller, convirtiéndose en asistente de este y, al tiempo, asumiendo su dirección.
“Entré a la Universidad (UPRRP) perdida, por Ciencias Sociales”, dice Analida. Es en dicha institución que encuentra su pertenencia en el mundo; pertenecía a sus lápices, al dibujo, al arte. Comienza su camino tomando clases con John Balossi, Luisa Geigel, Marta Traba, Susana Herrero y Félix Bonilla Norat, quien, entre otras anécdotas, entró al aula de clases por la ventana. “Las ventanas eran grandes y de hojas. Eso lo abrían, y él parece que cortaba camino—yo no voy a dar la vuelta—y se metía por la ventana”, dice Burgos. Se gradúa en Artes Plásticas e ingresa, con motivo de especializarse, en la Escuela de Artes Plásticas de Puerto Rico. “Empecé allí bajo Alicea, siempre bajo Alicea”. Alicea es decisivo, guiándola en el grabado. Es él de quien adquiere su prensa de tórculo (la cual porta una gran rueda en su lado que, al girarla, mueve la platina, cargando la plancha del grabado y el papel bajo un rodillo, creando la impresión) que usaría por gran parte de su carrera y en el Taller Otoquí (el cual funda junto a Lyzette Rosado en 1977). “Allí en la Escuela de Artes Plásticas estaba el Taller (del ICP), eran parte de la misma estructura. Yo lo veía (a Rosa) de lejos, pero vinimos más bien a conocernos después que me gradué; ahí empezó la cosa. Nadie podía creerlo… Eso fue así”—tronando los dedos—“A los dos o tres días ya yo estaba en la casa con él, era una cuestión inconcebible”.
El que se ha topado con la obra de José Rosa encontrará, en algún rincón o margen, el nombre *Inesita*. Antes de conocer a Analida, Rosa sufrió la separación de quien fue su pareja, y esta se llevó a su hija, Lydia Inés, a los Estados Unidos. Ese dolor lo lleva a establecerle la lucha al olvido, llamando, con sus gubias y pinceles, constante a su hija. Una búsqueda de cercanía en la lejanía de su creación. Una y otra vez: *Inesita, Inesita… no me olvides*. Dejando así una prueba física, tangible y palpable, de que siempre pensaba en ella, de su amor por ella, de que siempre la extrañaba. Rosa creó un estilo instantáneamente reconocible. Sus letras, en instancias, enmarcan la obra como passe-partout; otras veces envuelven y rondan por las formas, las curvas, los cuerpos.
Entre Burgos y Rosa se entabla, con su obra, un diálogo de símbolos, un choque dialéctico que se sintetiza una y otra vez, “Especialmente en la gráfica”, nota Analida. Los trazos de esta marcan finamente el papel, de forma precisa, fantasmal, evocando visiones y figuras. Escenas que aluden al libro del Apocalipsis, a Proverbios. La oscuridad y la luz se mezclan con sus símbolos: con la casita, las ventanas, la peregrina. Brincamos una peregrina entre lo sagrado y lo bohemio.
“Yo iba al Taller (del ICP) con Luis Alonso y Jesús Cardona… trabajaba sin sueldo”, recuerda Analida, quien fue la única mujer cartelista en el Taller. Llegaba la tarde y seguía la noche, trayendo sus auras, sus misterios, su modo de vida. Se reunían en El Fortuna. Escritores, artistas, personas inmersas en la creación paseaban tragos, cervezas y picadera entre sus paredes. El bar, el intercambio, la oscuridad, el baile se mezclaban de forma homogénea en la obra de Rosa: las mujeres y hombres que portan máscaras, intenciones como rostros, el movimiento de los cuerpos, las parejas, la despareja, la cultura popular, pero, sobre cada uno, el brillo de las aureolas. Hay algo y nada sagrado en todo, la dualidad del individuo. El pensamiento oriental (específicamente el hinduismo) meditaría sobre el concepto del *Bhagvana*: bajo las máscaras que somos nosotros mismos, en lo más profundo del ser, está lo más sagrado, una parte de dios que compartimos con todo lo que nos rodea.
Las memorias de Rosa pasan por los puentes estrechos de madera de la barriada Houre y entran por las puertas. Hay pequeños altares en las casas, con velas, santos y plegarias que suben con el humo y salen al aire entre las rendijas de los tablones. “Lo que pasa es que yo iba a casa de mami, o de fulana, y yo veía esas cosas de pequeño. Y tú sabes, eso se queda”. Para 1969, el Concilio Vaticano II eliminaría alrededor de doscientos santos del santoral católico. En respuesta, Rosa crearía los suyos. Santitos que “No son tan santitos nada”, comenta Analida. “El primero fue el santo de Lares”, el cual envolvería en las palabras de Pedro Albizu Campos. Su pequeña serigrafía *Santa María* (1975) rezaría “Defiéndeme de noche y protégeme de día, amén” y *San Turci* (1978) “Bondad sin límites, se aceptan cupones”, aludiendo a Tony Tursi, dueño del bar/burdel La Riviera en el San Juan de los setenta.
“Esta casa”, dice José, mirando a su alrededor, “yo se la compré a la vieja mía. Ella vivía aquí (en la planta baja) y nosotros arriba”.
“Era vivienda-taller”, comenta Analida. “El taller de él era la parte de acá, y el mío quedaba así”—gesticulando una forma de “L” con las manos. “Ahí tuvimos los hijos”, quienes crecieron inmersos en el proceso creativo. “Años después supe que los nenes jugaban con el tórculo (la prensa de grabado). Se agarraban de la gran rueda y se columpiaban”.
Pero pasa el tiempo y la vida. Analida, poco a poco, toma otros caminos. “No fue porque él no me motivara”, recalca, “a él le molestaba que yo no lo hiciera, tú sabes. Me decía: coge un lápiz, coge algo, aunque sea una línea, tira una línea… Pero yo hice una sustitución. Psicológicamente, parece que yo dejé unas cosas para hacer otras”. El cuidado de sus padres envejecientes, la familia, la búsqueda espiritual. Poco a poco, llenaron los espacios que ocupaban su creación.
En el 2017, Puerto Rico sufriría la devastación del huracán María. La Casa-Taller cedió ante sus vientos, sus lluvias y su fuerza, luego de treinta y ocho años en pie. Rosa comenzó a perder la concentración
El tiempo lo había alcanzado.
Analida Burgos y José Rosa están rodeados de la memoria, de lo eterno del arte, de la dualidad de la vida. Al pasar frente a sus paredes (cubiertas de sus obras), por un instante de alineación, puede visibilizarse, ya sea por un segundo, alrededor de sus cabezas, una aureola pintada.