¿Es obsoleta la perspectiva colonial? Una reflexión partiendo del libro La historia de los derrotados de Rubén Nazario Velasco
- Introducción
Este artículo es una reflexión crítica del libro La historia de los derrotados: americanización y romanticismo en Puerto Rico, 1898-1917 (San Juan: Ediciones Laberinto, 2019) del historiador y amigo Rubén Nazario. Nazario sostiene que la identidad nacional puertorriqueña es producto de la fuerte decepción de los próceres en las primeras décadas del siglo pasado cuando el nuevo régimen estadounidense no implantó en la isla el autogobierno y democracia que esperaban. En reacción, muchos de estos líderes locales forjaron una nueva identidad puertorriqueña teñida de antiamericanismo, algunos como José de Diego incluso reclamando la independencia. Nazario piensa que este nacionalismo puertorriqueño ha sido y sigue siendo extremo y nocivo: es extremo porque da una preeminencia obsesiva a la identidad nacional cuando tenemos otras identidades iguales o más importantes; es nocivo porque nos ciega a los avances reales hacia el autogobierno e igualdad de derechos que hemos alcanzados bajo Estados Unidos (EE. UU.). Nazario piensa que la isla logrará eventualmente lo que esperaban los próceres al principio: plena incorporación de la isla en el sistema estadounidense con el disfrute de sus derechos y democracia, mientras retiene sus idiosincrasias y algo de su lenguaje, aunque reconoce que la corriente racista representada por Trump puede atrasarlo.
En términos generales, trato de demostrar que Nazario menosprecia la fuerza de la identidad puertorriqueña y el nacionalismo que fomenta. El autor alega que ese nacionalismo identitario no surge por un desarrollo orgánico a través del tiempo sino por una reacción de frustración de los próceres con el nuevo régimen estadounidense. Nazario piensa que esta frustración inicial y el antiamericanismo que conllevaba ya no se justifica. Por eso vemos que minimiza la evidencia del continuo control colonial, mientras que exagera los avances políticos y económicos que el país experimentó durante el siglo pasado. Aunque admite que seguimos con “un déficit de democracia”, no le preocupa. Como no visualiza la isla como una nación cultural que necesite más poderes por derecho propio, afirma que los poderes limitados que tiene nuestro país son adecuados para la vida dentro de la nación estadounidense. Parece preocuparle menos la asimilación cultural y lingüística que la necesidad de lograr los derechos que tienen los demás ciudadanos estadounidenses. En fin, para Nazario no es el colonialismo lo que es obstáculo a nuestro progreso sino nuestra obsesión con ello, evidenciada por el debate permanente y estéril sobre el estatus.
Pero ¿hay alguna evidencia que estamos dejando atrás ese debate y esta obsesión con el estatus colonial como lo espera Nazario? En la segunda parte de este artículo, examino dos desarrollos que podrían sugerir que, como quiere Nazario, estamos dejando atrás la preocupación con el colonialismo. El primero es que el estatus no estuvo en issue en la campaña política de 2020: los partidos “emergentes” e incluso el Partido Independentista (PIP) no hablaron del problema colonial. El segundo es que el plebiscito de estatus de ese mismo año dio por primera vez una leve mayoría a la estadidad, lo que podría dar a pensar que la asimilación está socavando el nacionalismo local.
Pero concluyo que la perspectiva colonial y la vitalidad del nacionalismo siguen tan pertinentes como siempre, y que la isla tiene que descolonizarse.
- La tesis de Nazario.
El título del libro puede lucir algo opaco, pero es la puerta de entrada a las ideas básicas. ¿Quiénes son “los derrotados”? Son los próceres políticos y literarios puertorriqueños quienes durante las primeras dos décadas del siglo 20 tras la toma de la Isla por EE. UU. llegaron a sentirse decepcionados por un proceso de americanización que no resultó tan liberal y democrático como habían esperado. Estos próceres habían celebrado el traspaso de la isla de España a EE. UU. porque creyeron que su nuevo amo iba a modernizar a la isla y traer instituciones democráticas al sustituir la atrasada y antiliberal España. Aunque hubo modernización (por ejemplo, la secularización, las escuelas “co-ed”, la jornada laboral de ocho horas para algunos trabajadores, el divorcio), el esperado self-government no llegó: el presidente nombró un gobernador americano y, en vez de un senado electo, también designó un Council con funciones ejecutivas además de legislativas. Por eso, según Nazario, los próceres llegaron a sentirse derrotados, tan víctimas del nuevo imperio estadounidense como la derrotada España. Añadiendo a su frustración, muchos de la elite local bajo España esperaban ser nombrados a puestos en el nuevo gobierno, pero Washington prefirió importar su propia gente que Nazario llama “carpetbaggers”.[1] Como consecuencia, muchos líderes locales se volvieron antiamericanos, algunos incluso reclamando la independencia como, notablemente, José de Diego. La derrota fue, pues, un profundo estado de decepción que experimentaron los próceres, un trauma que Nazario dice aún nos afecta y nos nubla la visión.
Según Nazario, aquellos próceres se traumatizaron porque no entendieron a EE. UU. Vieron a ese país solamente a través del lente de un cierto mito estadounidense fundacional. Según este mito, EE. UU. se formó imbuido de ideales racionales como la libertad, la democracia y la igualdad ante la ley, ideas surgidas en el período de la Ilustración europea. Pero los próceres fueron incautos porque no se percataron de la existencia de un segundo mito tan fundacional como el primero y en conflicto con este. Este segundo mito se basa en convicciones étnicas y raciales de la población estadounidense, y trata del origen blanco o europeo de los habitantes de la república. Para Nazario, estos mitos no son meras fantasías sino patrones de conducta reales que siguen condicionando la política americana. Este concepto de los dos “mitos” estadounidenses me parece uno de los aciertos de Nazario en este libro (Nazario 10).
El autor aplica su concepto de los dos mitos a un cuidadoso examen de la evolución de la política del gobierno de Estados Unidos sobre su nueva posesión de Puerto Rico. Algunos líderes americanos efectivamente quisieron otorgarle a la isla el self-government, la ciudadanía americana y la promesa de plena participación democrática, incluyendo incorporarse eventualmente como estado de la Unión; o sea, quisieron aplicarles a los puertorriqueños el mito 1. Pero Estados Unidos terminó excluyendo a la población de la isla de la ciudadanía y el self-government local por sus diferencias étnicas y culturales, es decir, le aplicó el mito 2. Luego, mediante los Casos Insulares, la Corte Suprema cimentó esta exclusión en un nuevo estatus constitucional de “territorio no incorporado”. Según Nazario, los líderes más liberales del gobierno americano quedaron con un sentido de “culpabilidad” por haber traicionado sus propios ideales al imponerle a Puerto Rico una relación de inferioridad imperialista basada en diferencias raciales (Nazario 11).
Ante este rechazo, y por rebote, los decepcionados próceres puertorriqueños empezaron a desarrollar su propio mito tribal y cultural; terminaron forjando una identidad puertorriqueña que resistiese a este atropello. Crearon una identidad nacional puertorriqueña basada en tradiciones, costumbres e idiosincrasias puertorriqueñas que en adelante habría que defender. Para muchos lectores del libro de Nazario, este esfuerzo de los próceres de crear una identidad nacional puede parecer positiva, pero para el autor fue una evasión romántica. Nazario asocia el romanticismo con el sentido de pertenencia a una tribu, raza o etnia, o sea, con el mito 2, y lo contrasta con el compromiso racional con los valores liberales y universales, el mito 1 (Nazario 10-11, 262-3). Para los próceres, esta búsqueda de raíces e identidad nacional fue matizada, pues, por su sentido de atropello y victimización y teñido de antiamericanismo; llegaron a sospechar que la americanización que habían anhelado fuese en realidad un proceso de transculturación. Para Nazario, incluso su búsqueda de raíces resultó ser un proceso reaccionario porque dejó de mirar hacia el futuro para rebuscar en el pasado los supuestos ancestros. Por ejemplo, cuando en un principio los próceres habían rechazado a España por atrasada y antidemocrática, ahora empezaron a ver a España como fuente de identidad hispánica y lingüística (luego añadirán raíces taínas y africanas). Y la imagen del ignorante y pobre jíbaro a quien los próceres reformadores habían esperado arrastrar a la modernidad, ahora lo transforman en símbolo nostálgico del puertorriqueño auténtico. En fin, los próceres reaccionan a la derrota de sus expectativas por el tribalismo racista americano inventando su propia identidad tribal, étnica y cultural. Inventaron la nación puertorriqueña.[2]
Nazario piensa que este nacionalismo surgido de la derrota y opresión imperial hace más de 100 años, ahora resulta anticuado. Han pasado varias generaciones, y ya no debemos pensarnos como una colonia sometida. Él asegura que hemos adquirido con el tiempo el self-government que querían los próceres, incluyendo un senado electo que reemplazó el Council y un gobernador puertorriqueño escogido por el pueblo; sin embargo, seguimos obsesionados por la idea fija de nuestra relación colonial con los Estados Unidos. Eso asfixia nuestra creatividad. Nos impide utilizar el poder soberano que hemos ido adquiriendo con el tiempo y que basta para atender nuestros problemas reales, tales como el consumismo, la depredación ambiental, la pobreza, la debacle de la educación, el mal ordenamiento urbano, la violencia, la corrupción (Nazario 276, Nota 6)[3].
Según Nazario, nuestra retórica anticolonial nos esconde la compleja realidad. Él le pregunta al lector: ¿EE. UU. otorgó la ciudadanía a los puertorriqueños en 1917 con el propósito colonial de reclutar soldados para la Primera Guerra Mundial? Contesta: No. EE. UU. ya había reclutado puertorriqueños para el ejército desde 1900; si empezó a reclutar soldados puertorriqueños 17 años más tarde, fue para asegurar la lealtad de los habitantes de la isla en el caos de la guerra. A la misma vez y por el mismo motivo, el Congreso eliminó el odiado Council y estableció el senado electivo. Y con la ciudadanía entró la idea de un estándar de bienestar para los ciudadanos, y varios programas de welfare fueron extendidos a Puerto Rico. También con la ciudadanía llegó el derecho constitucional de entrada al mainland; según Nazario tantos puertorriqueños se mudaron o migraron a EE. UU. que es posible hablar de una colonización en reversa, o de una diáspora. Otro ejemplo, según Nazario, de la realidad ofuscada por el discurso colonial: ¿Fue realmente el colonialismo que amenazó al vernáculo y la cultura puertorriqueña en el siglo 20? Su contestación: No. Se debió menos a una imposición colonial que a la migración ida y vuelta entre la isla y el continente, al comercio global, y a las tecnologías del celular y el internet (Nazario 274-5). Su punto es que el análisis colonial simplifica y hasta falsifica la realidad.
Pienso que este análisis de Nazario disfraza nuestra realidad colonial.
Por ejemplo, el autor se contradice al decir que hemos llegado a un self-government cuando admite que tenemos un “déficit de democracia”. El término “déficit de democracia” es el mismo eufemismo que utilizaron Muñoz y los populares para la falta de autonomía verdadera del Estado Libre Asociado (ELA), es decir, su incapacidad de eliminar el control colonial. Nazario usa sus destrezas retoricas para minimizar este control continuo del poder colonial, por ejemplo, ironizando sobre leyes federales que, aunque “impuestas”, han resultado ser buenas para Puerto Rico: “(Si bien, más allá de la forma [de leyes impuestas], habría que considerar el contenido de tales leyes. ¿Se quiere abrogar el Clean Water Act? ¿Roe vs. Wade?)” (Nazario 277). Y hace algo similar al abordar el asunto de la Junta de Control Fiscal que el Congreso impuso a la isla: “Podrá decirse que la Junta de Control Fiscal ilustra la subordinación colonial de Puerto Rico. Pero esto es sólo parcialmente cierto”. Señala que hay naciones soberanas, por no hablar de jurisdicciones municipales de EE. UU., que también han sufrido la imposición de sindicaturas fiscales. Añade que Puerto Rico usó sus amplios poderes “soberanos” para emitir deuda, y concluye: “El problema viene de las prácticas financieras neoliberales, o de la corrupción, o de las presiones populistas sobre los presupuestos”. (Nazario 277, Nota 7).
En fin, no parece preocuparle mucho este déficit de democracia: “En lugar de aguardar por los poderes faltantes, [hay que] cultivar los existentes, y asumir que, en palabras de Muñoz Rivera, ‘la fuerza está en el país’” (Nazario 276). Nazario parece decir que no importa la falta de poderes, porque nuestro país tiene “fuerza”.
- Un concepto limitado del “país”.
Preguntemos a Nazario, y a Muñoz Rivera (a quien estamos viendo a través de los ojos de Nazario): ¿no es contradictorio un país con fuerza, pero sin poderes? ¿Cuál es este concepto del país de Puerto Rico? Se desprende del relato de Nazario que Muñoz Rivera tuvo la idea de una patria chica, una noción limitada y humilde del país, la cual no necesitaba los poderes de un estado independiente. Nazario explica:
Muñoz Rivera […] [p]lanteaba que la polis se componía de quienes habitaran determinado territorio, porque tendrían que vivir con las consecuencias localizadas de las decisiones políticas, y porque habrían desarrollado afectos de inserción y de paisaje con el lugar habitado. Mas pensaba que la lealtad, espejo de la pertenencia y la participación, operaba en diversos niveles o territorios mediante ‘círculos concéntricos’: familia, ciudad, nación, federación, y globo humano; y por tanto no aunaba, no tanto, la nación cultural y el Estado”. (273-4)
Es decir, parece que el país es un territorio cuyo paisaje los habitantes aman y necesitan controlar precisamente porque viven allí. Los habitantes tienen sentimientos de pertenencia que emanan de su convivencia en esa patria chica y de su participación en sus asuntos políticos, como en las antiguas polis griegas. Estos sentimientos de pertenencia no son exclusivamente para el país, la patria chica, porque “la nacional es una entre muchas identidades que tiene un individuo: de género, de clase, de profesión, de región, y de ciudad. Las identidades son múltiples, ‘interseccionales’” (Nazario 267). Además, la identidad nacional puede ser compartida, por ejemplo, en una federación u otro estado como España o EE. UU. No tiene que unirse a un estado independiente. De hecho, sabemos que Muñoz Rivera pensó que Puerto Rico ya había logrado con España una relación que aseguraba la autonomía de su patria chica, y que hasta su muerte en 1916 esperaba alcanzar lo mismo con EE. UU. Por eso, para Nazario, Muñoz Rivera nunca se sintió derrotado como otros próceres.
Dado el concepto de Muñoz Rivera de la patria chica con poderes limitados y asociada con EE. UU., ¿no le preocupó a Muñoz Rivera el peligro de la asimilación cultural si Puerto Rico se convertía en estado norteamericano? ¿Tendría la patria chica la fuerza para evitarlo? Según Nazario, no le preocupaba, y cita a Muñoz Rivera: “el alma latina y el idioma castellano durarán lo que duren las aguas del Caribe y las rocas de El Yunque”. Sigue citándole: “Y entonces, ¿por qué afirmo que acepto el estado? Porque en el fondo el estado es la independencia” (Nazario 205). Nazario explica que no hay contradicción: la estadidad es, o debe ser, unión política, y no cultural, al igual que la ciudadanía es participación en una polis y no pertenencia a un grupo étnico. Muñoz Rivera creyó que la estadidad resultaría en la misma libertad y poder político que la independencia, pero sin perder la cultura puertorriqueña. Las diferencias étnicas entre norteamericanos y puertorriqueños no eran relevantes para él, aunque sentía angustia porque sabía que sí eran relevantes para los congresistas que se oponían al ingreso a la unión de Puerto Rico. La visión de Nazario del país parece similar a la que pinta de Muñoz Rivera: una patria chica con poderes limitados y asociado con EE. UU.[4]
¿Cómo visualiza Nazario el desarrollo futuro de la relación entre el país de Puerto Rico y EE. UU.? No abunda mucho y sus comentarios son algo especulativos. Dice que las circunstancias del mundo moderno: “[…] parecen dirigir a Puerto Rico a un futuro en la polis americana, en unos Estados Unidos liberales (o globalizados), mediante la estrategia de un minority people que, manteniendo su idiosincrasia y (en una medida de bilingüismo) su lenguaje, lograría los derechos faltantes de la ciudadanía americana. Entonces triunfa el tribalismo de Trump, se enardece el elemento nativista americano, resurge el mito de la raza anglosajona, y se aúnan la nación cultural y el Estado en Estados Unidos y, por rebote, en Puerto Rico” (Nazario 275-6).
En otras palabras, Nazario espera que después de la era de Trump, presidente iliberal, nativista y antinmigrante, Puerto Rico podrá adquirir “los derechos faltantes de la ciudadanía”, probablemente al convertirse en estado. ¿Cómo? Para lograrlo, Puerto Rico usaría la estrategia política de un “minority people” que desea mantener su cultura y lenguaje. No parece preocuparle que la identidad específicamente puertorriqueña se diluya en esa lucha de minorías hispánicas, ni lo que podría pasar a su país, la isla de Puerto Rico, una vez integrado como el estado 51. Su interés es que los puertorriqueños como minoría logren igualdad y aceptación como los demás ciudadanos americanos. Piensa que podría suceder una vez que desaparezca Trump y su nacionalismo blanco: en sus palabras, el “mito 1” de la identidad nacional estadounidense triunfaría sobre el “mito 2” de su identidad racial blanca. Pero creo que se equivoca: el populismo de extrema derecha sigue sólidamente entroncado en el partido Republicano de EE. UU. aún después de Trump.
- ¿Es irrelevante la colonia?
¿Será cierto que hemos dejado atrás nuestra condición colonial como parece pensar Nazario? ¿Ha dejado de ser una realidad para nosotros? Si damos una mirada a las elecciones locales de noviembre de 2020, uno podría creer que sí. En la campaña nadie habló de la condición colonial de Puerto Rico. Han surgido nuevos partidos minoritarios, el Movimiento Victoria Ciudadana (MVC) que no toma posición sobre el estatus, y el Proyecto Dignidad (PD). Por su parte, Juan Dalmau, el candidato del Partido Independentista Puertorriqueño (PIP), no habló de la independencia para nada, y su partido recibió el porcentaje más alto del voto. El estatus no estuvo en issue excepto para el PNP. Se incluyó un plebiscito sobre la estadidad, pero su propósito básico parece haber sido ayudar al candidato a la gobernación del Partido Nuevo Progresista (PNP), Pedro Pierluisi; pero si fue así, no funcionó. La estadidad sacó 52%,[5] pero Pierluisi ganó con solo 33% del voto, históricamente el más bajo de un candidato victorioso a la gobernación. Un líder estudiantil, Jean-Pierre Castro Lamberty, captó bien ese aparente deseo de dejar atrás la obsesión colonial: “A pesar de que la relación con los Estados Unidos seguirá siendo un asunto relevante, ganamos cuando rompimos el sesgo del estatus para identificarnos más programáticamente sobre lo que realmente nos afecta”.[6]
Por mi parte, creo que estos resultados demuestran que el nuevo liderato político puertorriqueño desea dejar atrás no solo el viejo discurso colonial, sino la colonia en sí. Los viejos partidos de estatus, el PNP y el Partido Popular Democrático (PDP), durante mucho tiempo han ido perdiendo apoyo y se perciben como desgastados. El MVC al igual que un PIP resurgente contienen legisladores jóvenes ilusionados con tomar las riendas de su destino en sus propias manos, exactamente como quiere Nazario. Pero aun cuando el MVC y el PIP logren formar una alianza política para la elección de 2024 y, de ganar, traten de implantar una política social-democrática de izquierda, se enfrentarán a una pared: no pertenecen a un país libre.
El mismo Castro Lamberty se olvida de eso: “Ya será más fácil explicarles a los amigos en el extranjero cómo funcionan nuestros partidos en función de sus posturas y no tanto del enredo colonial. Por fin nos insertaremos a la discusión política contemporánea en términos de izquierdas, centros y derechas, o al menos yo tengo la expectativa de que así sea”.[7] Pero le sería imposible explicarles a los amigos extranjeros cómo funcionan nuestros partidos y sistema político haciendo caso omiso del “enredo colonial”. La profesora Luce López Baralt nos recuerda una ocasión cuando ella hubiese querido hacerlo: “Hace años me rindieron un homenaje académico en Túnez y era protocolario contar con el embajador de mi país. Mis colegas quedaron atónitos cuando les dije que les tocaría invitar al embajador de Estados Unidos. Como no podían concebir que un país tan ajeno culturalmente al mío asumiera mi representación diplomática, optaron por invitar el embajador de España”.[8]
Por libres que se sientan, Castro Lamberty y los nuevos políticos tienen que enfrentar no solo las limitaciones coloniales externas e internas de su país, sino contender con el impacto psíquico sobre ellos de esta subordinación. En el mismo artículo, López Baralt analiza este impacto colonial sobre la psiquis puertorriqueña: “Cada puertorriqueño […] tiene en su alma una guerra civil recóndita: dos banderas, dos idiomas, dos identidades nacionales, dos lealtades. Su identidad real —la puertorriqueña— está sometida; la norteamericana le resulta impuesta y fantaseada. ¿Cómo nos sentimos los colonizados?”. Después de referirse a los teóricos de la mente colonizada (Memmi, Fanon, Césaire, Said, Bhabha), López Baralt contesta su propia pregunta:
Se postula que el colonizado suele sentir desprecio de sí mismo y un amor desmedido por la cultura del colonizador, a la que desea asimilarse no empece la metrópoli le desprecie. Esto hace que el colonizado se sienta en lucha abierta consigo mismo […]. Es difícil no tener reparos ante la condición de sujeción unilateral a otro país. En nuestro caso, del que se apropió de la isla mediante una invasión militar, y que ni siquiera ahora nos permite dirimir nuestro futuro político. Ya sea este la anexión total a Estados Unidos, con el consiguiente colapso de la identidad puertorriqueña; ya sea la independencia o bien un pacto de auténtica relación bilateral de país en país. [9]
No creo que los políticos puertorriqueños participen de estos extremos de la mentalidad colonial. Pero sí pienso que, tras más de un siglo y cuarto de subordinación a EE. UU., el liderato de la Isla, sobre todo el de los dos partidos principales que alternan en el poder, es pasivo y hasta sumiso en su trato con el amo. No se atreven a lidiar con los norteamericanos con empuje y creatividad; no tratan con ellos en plan de igualdad, de “tú a tú”, como pretendía Muñoz Marín con el “pacto” del ELA. No tratan de movilizar la diáspora o la comunidad internacional para descolonizar.
Y esta debilidad del liderato puertorriqueño a mi juicio ayuda a explicar por qué la estadidad avanza en la Isla, ya que por primera vez parece ser la opción preferida de estatus, por lo menos de acuerdo con el plebiscito de 2020. Es que con sobrada razón la gente desconfía de que nuestros gobernantes puedan resolver los problemas de la Isla, y ven que la vida parece mejor en EE. UU.
¿Significa esto que desconfían no solamente en sus líderes políticos sino en sí mismos como puertorriqueños? ¿Será que se están deslizando hacia una identificación con la sociedad y cultura norteamericana, que su identidad puertorriqueña está tambaleando tras el embate de 125 años de colonialismo? ¿Será que son solamente los miembros de la élite cultural e intelectual, como López Baralt, que se aferran a la identidad nacional puertorriqueña?
Como si fuera consciente de esta posible crítica, López Baralt hace hincapié en que el sentido de identidad nacional es común a todos:
Hasta los anexionistas más recalcitrantes hablan del “país” al referirse a Puerto Rico. Incluso frases cotidianas como “pollos del país” y “huevos del país” delatan una afirmación nacional que irónicamente todos damos por sentada. Sabemos que constituimos una entidad aparte de Estados Unidos y que aún bajo la estadidad seguiríamos siendo distintos. Nadie apuesta a una reina de belleza norteamericana versus una candidata boricua, ni deja de celebrar nuestros sonados triunfos deportivos, en los que a menudo competimos contra Estados Unidos. La afirmación nacional tiene pocas vías de expresión, pero surge con ímpetu cuando la ocasión es propicia. [10]
Recuerdo una ocasión cuando surgió la dramática evidencia de ese nacionalismo puertorriqueño. El columnista Benjamín Torres Gotay señaló la diferencia en las reacciones en Puerto Rico a dos masacres sangrientas en EE. UU. La primera fue el ataque en 2016 de un terrorista musulmán a Pulse, un club nocturno gay en Orlando, Florida, que mató a 50 personas, casi la mitad puertorriqueños de la diáspora; la segunda había ocurrido el año anterior cuando un joven nacionalista blanco mató a tiros a nueve afro-americanos en su iglesia en Carolina del Sur. El primero conmocionó a Puerto Rico, el segundo no. Según Torres Gotay, no es que los puertorriqueños no sintieran simpatía por los afroamericanos asesinados; es que simplemente no se sienten estadounidenses, por mucho que algunos digan que “atesoran” la ciudadanía.
Hasta los boricuas de la diáspora mantienen el apego a su isla nación, a pesar de estar en el “melting pot” estadounidense. Lo que ayuda a sostener su nacionalismo es que, al contrario de los inmigrantes de otros países, pueden libremente ir a, o venir de, su país de origen. Algunos sueñan con jubilarse en la isla, y lo hacen. Es como si tuviesen una doble nacionalidad; pueden pasar décadas, pero Puerto Rico no se convierte para ellos en mero objeto de nostalgia recordada durante la parada anual. Y ciertamente es por su lealtad a su país de origen que los emigrados boricuas que han tenido éxito económico, político o cultural como Lin-Manuel Miranda o Bad Bunny, hacen lo posible por ayudarlo en sus muchas crisis. Es lo que motivó al joven biólogo e investigador de la Universidad de Yale, Daniel Colón Ramos, a organizar Ciencia Puerto Rico, una comunidad de científicos puertorriqueños que ahora cuenta con 14,000 miembros en todo el planeta.
Ahora bien, si el sentido de identidad nacional puertorriqueña es tan sólido y universal como dice López Baralt, volvemos a preguntarnos: ¿cómo es posible que una mayoría votara en el plebiscito por la estadidad? Pienso que el dato relevante es que el voto por la estadidad siempre ha sido minoritario a través de las décadas, aunque ha ido aumentando poco a poco. Este aumento gradual, a mi juicio, no se debe a un creciente sentimiento de nacionalismo estadounidense entre los isleños sino al fracaso durante los últimas 70 años de las políticas puertorriqueñas de desarrollo. Es ese fracaso que ha desalentado una población orgullosa de su identidad puertorriqueña. El desengaño es mayor porque Luis Muñoz Marín y el PPD vendieron estas políticas de desarrollo económico y político al pueblo precisamente como la manera de fortalecer la autonomía del país, su carácter diferente. Irónicamente, lograron lo opuesto de esa meta, debilitando el país y socavando su autonomía. ¿Por qué? Porque eran estrategias del desarrollo dependiente. Por eso mucha gente ahora piensa: como no podemos sobrevivir por nuestros propios esfuerzos, nuestra salvavida tendrá que ser EE. UU.
- Un desarrollo dependiente.
Es cierto que la política económica de modernización mediante la industrialización por invitación, apodada Manos a la Obra, tuvo sus éxitos impresionantes, a tal punto que los gobiernos federal y local llegaron a proclamarla un modelo a seguir para los países subdesarrollados. Pero este desarrollo dependiente impidió la emergencia de una economía local autosuficiente y una clase comercial emprendedora. La agricultura local fue abandonada y poco a poco dejó de alimentar al país. Peor aún, ese proyecto de desarrollo económico no disminuyó las grandes desigualdades del país, dejando casi la mitad de la población en la misma pobreza de siempre y dependiente de las ayudas federales. Eventualmente el proyecto fracasó precisamente porque no estuvo en manos puertorriqueñas, sino de las empresas foráneas y del gobierno estadounidense, cuyos intereses a la larga no coincidieron con los de la isla. Se fueron las empresas.
Lo mismo sucedió con el programa de desarrollo político, la creación del ELA. Muñoz Marín lo vendió al pueblo como el fin de la relación colonial. De ahí las resonancias altisonantes del nombre—un estado que se ha asociado libremente con EE. UU. Pero su nombre en inglés es muy distinto, para no dar a pensar a un Congreso conservador que el ELA fuese una movida hacia la independencia. “Commonwealth” es un título anodino que ya llevan varios estados de la unión.
De hecho, desde sus principios los puertorriqueños de todas las ideologías políticas dudaban de que el ELA hubiera acabado con la colonia. Los mismos populares seguidores de Muñoz reconocieron con él que tenía un “déficit democrático”, aunque confiaban en su promesa de que iban a conseguir más poderes y lograr una verdadera autonomía. Pero al pasar el tiempo, de ELA no creció y muchos se decepcionaron. El ala izquierda del partido, los llamados soberanistas, quiso negociar de tú a tú con EE. UU. un verdadero estado libre asociado, lo que probablemente requeriría que la Isla fuese temporalmente independiente para este propósito. Por su parte, los estadistas, preocupados desde los principios por la posibilidad de que el ELA fuera la puerta a la independencia por la cocina, habían logrado incluir en la Constitución que la ciudadanía de EE. UU. fuese factor determinante “en nuestra vida”. Aceptaron el ELA, pero como estatus temporero con tal de lograr unas mejorías en camino a la estadidad. En la actualidad, su actitud hacia el ELA es de menosprecio total: cuando están en el poder, se refieren al “gobierno de Puerto Rico” sin mencionar para nada su título oficial, Estado Libre Asociado. Los independentistas por supuesto rechazaron de entrada el ELA al verlo como una maniobra del poder colonial para engañar y cooptar al pueblo. El segmento albizuista del independentismo recurrió en distintos momentos a actos violentos de oposición, aunque la gran mayoría de los independentistas han rechazado la violencia.
Por su parte, EE. UU. nunca ha respetado el ELA a pesar de ser su padrino. El Congreso casi abortó su nacimiento cuando arbitrariamente eliminó la Sección 20 de la nueva Constitución por considerarla “socialista”, porque incluían como derechos humanos derechos sociales y económicos tales como obtener trabajo, recibir una educación primaria y segundaria y disfrutar de un nivel de vida adecuada. El Congreso nunca accedió a otorgarle al ELA más poderes. Es notable que el gobierno norteamericano ha terminado tratando a Puerto Rico con menosprecio en vez del respeto que debe merecer un “socio”. De hecho, sobre todo en los últimos tiempos, congresistas y a veces el mismo presidente han hecho comentarios desdeñosos sobre el ELA y Puerto Rico; lo último fue la sugerencia del presidente Trump de que la isla debe venderse o cambiarse por Groenlandia. La abrupta decisión de la Corte Suprema en el caso Sánchez Valle en 2016 parece haber puesto el clavo en el ataúd de la autonomía de la isla al afirmar la supremacía del Congreso sobre el ELA y su constitución. Todos menos los más empedernidos populares tuvieron que darse cuenta de que Puerto Rico sigue siendo una colonia.
Por lo tanto, hay que descolonizar.
[1] Funcionarios impuestos por el Norte sobre el Sur durante el periodo de Reconstrucción tras la Guerra Civil estadounidense.
[2] Hay quienes piensan que ya una identidad nacional existía. Por ejemplo, escribe Manuel Rodríguez Orellana: “Puerto Rico fue colonia española por 400 años y en 1898 se convirtió en posesión de Estados Unidos a raíz de la Guerra Hispanoamericana. A esa fecha ya Puerto Rico había desarrollado su identidad propia como nación hispanoamericana y caribeña”. “Puerto Rico y Washington: A lo largo del Sendero”, Revista Jurídica UPR. Vol. 85, 49.
[3] A pesar de ser colonia, pienso que es cierto que podríamos hacer mucho más de lo que hacemos con lo que tenemos.
[4] Hay una posible diferencia aquí entre Nazario y Muñoz Rivera, quien creía que “el alma latina y el idioma castellano durarán lo que duren las aguas del Caribe y las rocas de El Yunque”. Dudo que Nazario sea tan “esencialista” ni que comparta su fe en la no asimilación al final del camino.
[5] Discutiré este “éxito” de la estadidad más adelante.
[6] Jean-Paul Castro Lamberty, “Todos, todas y todes ganamos en esta elección”, ENDI, 6 de nov. de 2020. Castro Lamberty fue presidente de la Asociación Nacional de Estudiantes de Derecho en la Universidad de Puerto Rico.
[7] Ibid.
[8] Luce López Baralt, “Cómo se siente una persona colonizada”, ENDI, 13 de septiembre de 2020, 52-3.
[9] Ibid.
[10] Ibid.