Ética del reconocimiento: “Los tres golpes” de Luis Negrón
Across what distances in time do the elective
affinities and correspondences connect?
How is it that one perceives oneself in another human being,
or, if not oneself, then one’s own precursor?
–W.G. Sebald, The Rings of Saturn
Existe una clara generosidad, apertura, tolerancia, validación y libertad con respecto al manejo de los espacios en cada una de las crónicas. Nos parece que esta generosidad tiene su contrapartida en la relación que el narrador establece con los diversos personajes que conoce y con quienes interactúa. En muchos sentidos, la misma actitud generosa y de aprecio por espacios liminares es la que va a reproducirse en cada contacto humano. Es muy probable que esta importancia que posee el espacio sea lo que llevó a Efraín Barradas a concluir en su reseña de Los tres golpes que el ámbito urbano en las crónicas “no es mera escenografía, sino agente activo, casi personaje”. Una manera productiva de entender estos encuentros y relaciones intersubjetivas en la obra es por medio de lo que llamaremos “ética del reconocimiento”. La palabra reconocimiento tiene una larga y compleja historia en varias disciplinas. Es un vocablo que nos remonta a la anagnórisis aristotélica, ese paso de la ignorancia al conocimiento que en su formulación escénica más perfecta en la tragedia griega se combinaba con la peripecia o cambio de fortuna. Es el momento cuando el héroe pasaba de la ignorancia al conocimiento y se percataba de la identidad tanto de sí como del otro (por ejemplo, cuando Edipo se da cuenta que él mismo es el asesino que buscaba y el causante de los males de Tebas). Aunque el reconocimiento implica el restablecimiento “de la idea de alguien o de algo que ya se conocía” (Ricoeur, Caminos del reconocimiento 19), o la coincidencia entre una percepción con un conocimiento sobre ella que ya se poseía, el vocablo ha adoptado ramificaciones muy importantes que expanden significativamente este énfasis en la recuperación de residuos de memoria. Versiones más recientes de la palabra proponen el reconocimiento como un aspecto fundamental de las relaciones humanas en comunidad. Para Jessica Benjamin (Bonds of Love) el reconocimiento entre madre e infante en la etapa pre-edípica de la evolución del sujeto puede tener repercusiones importantes en la vida adulta. Para ella debe existir un balance entre la afirmación singular del yo y el reconocimiento de la individualidad del otro en una paradójica mezcla de compañía (“togetherness”) y otredad (12-15). Esta aprehensión del otro como individualidad cercana y a la vez lejana promueve la apertura de los límites que podría interponer el yo frente al otro y lo otro, logrando abrir mayores y más fructíferos intercambios entre la interioridad y la exterioridad del sujeto (29). La instauración de mecanismos de protección inmunitaria excesivos o la voluntad de dominación del otro serían manifestaciones de una incapacidad de aceptar la singularidad del otro, el lado oscuro de la falta de reconocimiento o “misrecognition”. Desde otra perspectiva, Charles Taylor (“The Politics of Recognition”) habla de la demanda por el reconocimiento, un pedido que de no llegar a cumplirse puede causar una herida profunda tanto a sujetos individuales como a sectores sociales y étnicos. En algunos casos, ciertos grupos como las mujeres, los afroamericanos o los colonizados pueden internalizar esta falta de reconocimiento como “self-depreciation”, lo cual podría constituirse en un instrumento poderoso de opresión política. Axel Honneth ha argumentado que las expectativas de dignidad que poseen los sujetos sociales se hacen más visibles en el momento en que se niega el reconocimiento. Esta “herida” revela una injusticia, un incumplimiento de promesas políticas, un obstáculo que evita la realización completa de las metas y deseos de individuos o grupos (véase el debate con Rancière en Recognition or Disagreement). Volviendo ahora a Aristóteles, nos percatamos de que así como la anagnórisis se ilustraba perfectamente en momentos de peripecia, podríamos afirmar que la idea de peripecia en estas definiciones más recientes del reconocimiento (peripecia entendida como herida) sería la contrapartida de ese cambio negativo de la fortuna en el sujeto. En otras palabras, la injusticia manifestada como una humillación o frustración experimentada por prácticas de exclusión revelan el dolor del otro no reconocido, su peripecia en el entorno social en donde vive.
Esta relación teórica que proponemos entre peripecia y herida, entre la reflexión aristotélica sobre la acción dramática y las más recientes definiciones de lo que significa el reconocimiento, es fundamental para dar cuenta de los encuentros representados en las crónicas de Luis Negrón, en especial si atendemos a los significados de la palabra “golpe” tal y como aparecen desde el principio, en el epígrafe del poema de Vallejo titulado “Sermón sobre la muerte” (la muerte como un “morir tanto” y un “morir a cada instante”; Daniel Torres, 37, alude a la importancia del epígrafe y la relación con la muerte). La particular apertura hacia el otro que identificamos en las crónicas –apertura que también asociamos con la exploración de espacios alternos– es aquella que está muy atenta a la herida y las peripecias del otro. Todos los personajes que interactúan con el narrador no solamente han recibido golpes severos, sino que también son personajes liminares en términos cronotópicos (algo que menciona Barradas en su reseña). Digamos que todos ellos habitan precariamente su entorno ya sea por su origen étnico, su clase social o su sexualidad. Los encuentros con inmigrantes o personajes carentes de carnet de identidad también se relacionan con los tres golpes, que en el caso de la República Dominicana remite a tres documentos: la cédula de identificación personal (en la era del dictador Trujillo) que también incluía la palmita (el carnet del partido) y el carnet del servicio militar obligatorio.
El dominicano Frank no puede asistir al sepelio de su hijo en la República Dominicana porque no tiene papeles ni recursos para hacerlo. Por esas razones se ve obligado a organizar una ceremonia en el patio expuesto al sol, autorizado por la dueña del cuarto alquilado. Desafortunadamente, la dueña decide impugnar moralmente a Frank puesto que es incapaz de reconocer el contexto profundo de la experiencia por la que está pasando: “Afuera la dueña de la casa dice en voz baja que no entiende a ‘esa gente’, que si a ella se le muere un hijo, se va nadando a donde sea” (18-19). La dueña de la casa no puede reconocer las circunstancias específicas que afectan a Frank puesto que no comprende el contexto de privación en el que vive y esto le permite enaltecerse moralmente ella misma, proponiendo de su parte una acción imposible, la de nadar “a donde sea”. Ni siquiera puede percibir el obstáculo natural que separa a las islas con su historial trágico de ahogados y desaparecidos, sin hablar de otros inconvenientes como el dinero o los papeles de identificación. La única manera en que puede pensar el dolor de Frank es a través de lo que ella haría, sin poder salir de su propio yo (Daniel Torres lo llama una “apatía hacia la diáspora” en su reseña, 37). La muerte del hijo no la puede entender como parte de un contexto geográfico que con toda probabilidad ha sido el causante de su muerte. La imagen del hijo aparece en una foto con “una gorra de Boston y una camiseta que dice ‘Puerto Rico’” (18). Frank y su hijo son subjetividades marcadas por la distancia y la separación geográfica entre espacios de origen, de transición y de deseo. Aunque estos lugares están lo suficientemente cerca como para mantener una comunicación constante (en forma de envíos postales y el uso del celular), se muestran a su vez como espacios lejanos e infranqueables. La impugnación moral de la dueña adquiere también otra dimensión espacial. Ella enuncia su comentario desde una perspectiva nacional que intenta consolidar pautas de reconocimiento dictaminadas por diferencias étnicas significativas entre puertorriqueños y dominicanos las cuales incluyen una jerarquía en cuanto a la capacidad de amar a los hijos. Frank funciona de esta manera como una sinécdoque, un dispositivo que va de la individualidad hacia lo ampliamente representativo. Desde la perspectiva estrecha de la dueña Frank se comporta como “esa gente” que no se comprende, confirmando el prejuicio aún en una escena de profundo dolor y tristeza. Debido a la supuesta incapacidad de Frank y toda esa gente de “nadar a donde sea” se revela en la acusación una comunidad empequeñecida de puertorriqueños, la cual manifiesta una pobrísima capacidad para expandir sus perspectivas: “Solo los que son puertorriqueños asienten. Los dominicanos no le dicen nada” (19). Los versos del epígrafe y el Preludio que abre el libro, otro epígrafe en sí mismo, recogen una escena de muerte. Una escena de duelo comunitario que revela tanto la solidaridad como los prejuicios que traspasan y dividen a los presentes. El Preludio parecería ofrecer la respuesta a la interrogante que formulan los versos de Vallejo, “¿Es para eso, que morimos tanto? / ¿Para sólo morir, / tenemos que morir a cada instante?”. La historia de Frank ofrece una respuesta afirmativa no únicamente por el hijo ahogado sino también por la presencia de la muerte en el ritual de duelo mismo y su aparición constante en los que por su condición de emigrantes se reconocen precariamente vivos. El duelo no está permitido en la interioridad de la casa. Es como si incluso el ritual de duelo duplicara la constante expulsión, ese morir a cada instante de “esa gente”, los emigrantes dominicanos.
El narrador se marcha de la ceremonia para luego ofrecer un testimonio de estos discursos que provienen de la ignorancia y de una voluntad de negar la complejidad del otro. Frente al golpe que experimenta Frank con la pérdida de su hijo el narrador sufre un segundo golpe, ese “morir a cada instante” que ha anunciado el poema de Vallejo y que también aparece en otro de sus poemas más célebres, “Los heraldos negros” (“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!”). Una muerte que no es la muerte definitiva pero que forma parte de un golpe impactante que se sufre a partir de una herida infligida al otro y la pobreza de un prejuicio que encuentra una audiencia receptiva y que separa y divide a dos comunidades (unos que asienten y otros que deben permanecer en silencio). De esta manera no es casual que la primera narración lleve el título de “Preludio” (“lo que precede y sirve de entrada, preparación o principio a una cosa”). El preludio prepara el camino para “los tres golpes” siguientes, es decir, para el reconocimiento de otras heridas.
La crónica titulada “La 20” nos presenta a otro personaje, el poeta de la 20, quien habita en un barrio de Santurce, cerca de la Fernández Juncos y la Ponce de León. Las escenas de reconocimiento en esta crónica son ahora recíprocas y múltiples. Por un lado, la sexualidad del narrador se revela en las miradas extrañadas tanto del dueño dominicano de un negocio (“Sorprendido de que no hago ningún avance” con el poeta; 22), como del poeta mismo cuando se conocen (“Él me miraba desconfiado, tratando de descifrar si lo que yo hablaba tenía otro sentido”; 23). La amistad entre ambos también genera miradas raras de los demás, seguramente por la visibilidad inusual de una contradicción entre el narrador y el poeta. Los únicos que ven y tratan al amigo como igual es un grupo de jóvenes universitarios que se dedican al teatro. El amigo poeta dice que vive en el barrio hace seis meses y que ha tenido que deambular por las calles por problemas con su madre. Lo acompaña un perro sin nombre, sale por las noches y duerme de día, no trabaja ni tiene identificación, ha estado preso y tiene dos hijos (uno reconocido legalmente por el actual marido de la madre). También compone canciones y sueña con hacerse famoso. En muchos sentidos el poeta de la 20 es descrito como un extranjero (o un extraño) en su propio país, un “inmigrante” en un barrio nuevo para él, venido a menos y que no participa de la economía formal del trabajo asalariado como lo hacía Frank. Pese a esto, el narrador le otorga reconocimiento como ser humano y como poeta (o sea, no existe “the projection of danger onto the figure of the stranger”, citando a Sarah Ahmed, Strange Encounters 32).
La relación con el poeta de la 20 cambia cuando la voluntad de abrirse al otro hace que el narrador le extienda una invitación para que participe en una lectura de poesía que está organizando. La desconfianza del poeta y su miedo a la humillación refleja esas divisiones y obstáculos que todavía perviven en él a pesar de la invitación. Al ser reconocido por sus habilidades con el lenguaje y la rima intuye con ansiedad la posible materialización de su ideal. Lamentablemente, las relaciones con otros personajes innombrados del barrio traicionan ese deseo: “Me dice que lo han culpado de algo que él no cometió. Me cuenta que intentó arreglar las cosas, pero que le aconsejaron que se guardara por unos días” (28). Este problema innombrado (otro golpe) hace que no se aparezca en la lectura de poesía y el narrador no lo volverá a ver a pesar de sus intentos y de llamar a la madre que le informa que tuvo problemas con su hijo quien ya no reside en su casa. La única noticia que tiene de él es que lo vieron viviendo en un edificio abandonado en la zona del Condado. En este sentido, la posibilidad de fomentar un reconocimiento de un personaje percibido como liminar, sin identidad reconocible (no tiene papeles, trabajo, casa o hijos que lo reconozcan) en un intercambio donde resulta central la relación con la literatura, ha fracasado.
Las prácticas creativas y aventureras con el espacio y el encuentro con otros por parte del narrador no cesan a pesar de sus viajes a otros países. En la tercera crónica de la colección el narrador, quien está de visita en Costa Rica, decide viajar a un pueblo que se llama Nubes simplemente por la curiosidad de su nombre. En el autobús conoce a un joven que nota el acento del narrador y le pregunta si es cubano. Al decirle que es puertorriqueño se entabla un diálogo que comienza con la música popular y que se expande con datos más personales de la vida del viajante costarricense. Cabe aclarar que en este momento de reconocimiento la identidad permanece como un aspecto importante de la narración. En este caso, la identificación de un acento diferente lleva a la revelación de una identidad que, como bien dice el narrador, se basa en la música popular puertorriqueña y específicamente la música de Calle 13. Sin embargo, este reconocimiento identitario aparece como un preámbulo que eventualmente lleva a una expansión mucho más amplia de revelaciones personales y a una profundización en cuanto a la singularidad del otro. Algo parecido ocurre con el segundo encuentro de la crónica. Luego de bajar del autobús, tomarse un café en el pueblo de Coronado y despedirse, el narrador conoce a un segundo joven llamado Carlos mientras espera por la próxima salida para continuar su viaje a Nubes. De piel oscura, de rasgos indígenas y nacido en la frontera con Nicaragua, Carlos se acerca y le pide un cigarrillo para entonces volver a repetirse el preámbulo anterior (el enfoque en el acento y las alusiones al reguetón). Luego de conversar por un rato, el joven le pregunta si es gay y el narrador contesta afirmativamente. Suponemos que durante la conversación se ha revelado una marca, lo que Ricoeur denomina el “signo de reconocimiento”, un índice de algo que conocemos sobre la otra persona (29). Podríamos también entenderlo desde una de las definiciones que propone Rancière para el reconocimiento: “the coincidence of an actual perception with a knowledge that we already possess, as when we recognize a place, a person, a situation, or an argument” (en Recognition or Disagreement 84). En la conversación en la estación de Coronado ocurre entonces una escena con un doble reconocimiento: por un lado, la identidad nacional y, por otro, la identidad sexual.
En contraste con el primer viajero, a quien el narrador encuentra muy guapo y simpático, este segundo encuentro revelará de parte de Carlos las heridas de la falta de reconocimiento relativas tanto a la identidad nacional como a la sexual. Por ejemplo, en cuanto a la primera, sufre discrimen en la capital San José por ser indígena y su color de piel. Revela su deseo de terminar sus estudios y con su hermana abrir una escuela en la frontera, mostrando así su solidaridad por poblaciones excéntricas. La otra herida, la de su identidad sexual, es mucho más profunda. En primer lugar nace del rechazo a la homosexualidad de una Costa Rica que, como dice el narrador, “es famosa por lo democrática que es, pero también es tercamente católica y conservadora” (35-36). El tema sexual tiene que tratarse con cuidado (Carlos habla “bajito y mirando a todos lados”; 35). Las limitaciones que impone el estado costarricense se revelan también de otra manera, cuando el narrador dice que no puede llevar a Carlos a su hotel debido a “la ley que prohíbe la entrada de invitados a la habitación” (39). A esto se suma el rechazo de parte de la madre de Carlos al este revelarle su preferencia sexual (“desde ahí ya no quieren nada conmigo”, 37). Nuevamente, las marcas reconocibles y accesibles que ayudan a un reconocimiento mutuo se van expandiendo por medio del intercambio a nivel más profundo e íntimo. La crónica rehúsa quedarse en la superficie identitaria (tal y como lo hizo la dueña de la casa donde alquila Frank). Pero esta apertura al otro muestra una característica de Carlos que se convierte en un impedimento para una relación duradera. Nos referimos a su inocencia y su incapacidad de anticipar el daño que le pueda producir el otro: “Ya me habla como novio y de nosotros. Con la seguridad que da la inocencia, tan ajena a mí. Piensa que yo soy bueno, por razones que hasta yo desconozco” (39). La sed de contacto que posee Carlos, caracterizada por su entrega total al otro pero desde la ingenuidad, lleva al narrador a prometer y no poder cumplir puesto que se confronta con un problema muy difícil de resolver. Podríamos resumirlo con la siguiente pregunta: ¿cómo actuar ante el entusiasmo y los sentimientos del otro sin querer hacerle daño pero al mismo tiempo dándose cuenta de la imposibilidad de evitar hacerle daño? Este es el contexto fundamental de la situación descrita al final de la crónica “Nubes”. Se produce así otro golpe, el que sufre el narrador a raíz de su reconocimiento y experiencia con Carlos. Siente una culpabilidad generada por una diferencia personal que se vive desde la identidad sexual compartida y que lleva irremediablemente a la memoria de una pérdida. La foto que recibe de Carlos anticipa su desaparición a pesar de su poder representacional. Es una foto que lleva a otro reconocimiento, el de una futura pérdida: “Me recuerda a esas fotos de desaparecidos latinoamericanos que había visto antes” (39). Sin embargo, este comentario sobre los desaparecidos no solo alude a la futura desaparición de Carlos, sino que también tiene un lazo estrecho con el pasado. El encuentro con Carlos en Costa Rica le recuerda la amistad y atracción por otro Carlos, un nicaragüense de izquierda de quien el cronista estuvo enamorado en el Bronx. Esta relación tuvo una repercusión política significativa en los momentos en que el cronista no había admitido su sexualidad. La evolución política del narrador en su juventud (“mi deseo era irme con él y batallar en el frente para defender la revolución”) junto con su intensidad amorosa (“estaba perdidamente enamorado de él”) le ayuda a incorporar a la escena de reconocimiento en Costa Rica un contenido político relacionado con la desaparición (“nunca supe más de él”; todas las citas en 38). Si en el Bronx experimentó una pasión intensa pero irreconocible como parte de una sexualidad secreta ligada a un intenso intercambio político, en Costa Rica es el otro Carlos el que sufrirá de una intensidad amorosa y sexual ahora abierta, la cual se va a comprender desde una alusión política que no se revela en persona puesto que alude a una inevitable desaparición en el futuro. Esta relación estrecha entre identidad homosexual y desaparecido político expande significativamente los estragos de la falta de reconocimiento y las fuerzas contextuales que obligan a la invisibilización social del otro, al secreto, al silencio o la revelación “por lo bajito”, como si el homosexual fuera un perseguido político siempre en peligro de desaparecer. La foto, el número y su letra serán además el trazo de la memoria que lleve a la escritura de la crónica y a la revelación de esas dos pérdidas en Nueva York y Centroamérica.
La última crónica lleva el mismo título que Luis Negrón le da al volumen (Los tres golpes). En este caso el narrador se refiere a un restaurante o fonda del mismo nombre en Santo Domingo, donde está de visita. En la fonda conoce a un mesero con “nombre de revolucionario francés” a quien no tratan muy bien en su trabajo. Más tarde el narrador, un académico alemán que ha conocido, el mesero y un amigo uruguayo con su pareja vuelven a encontrarse en Los tres golpes y salen a bailar y tomar tragos durante la noche. Al regresar al hotel se sientan a charlar. Es entonces cuando comienza todo un proceso de reconocimiento del joven mesero donde van a surgir nuevamente las heridas profundas ligadas a la etnicidad y la raza. Este proceso se inicia, como en la crónica “Nubes”, con la percepción de una diferencia en el acento: “Su acento es peculiar, hay un elemento diferente y un énfasis en sonar dominicano. Le pregunto si es haitiano. Dice que no” (50). Luego de un rato el joven revela que “su mamá es de Haití, pero su papá dominicano y que él es dominicano” (50). Con la excepción del “Preludio” sobre Frank, en las tres crónicas la figura de la madre aparece como un problema. El poeta de la 20 no puede vivir con su madre, que lo expulsa del hogar, y Carlos sufre el rechazo de la madre debido a su homosexualidad. En el caso del joven haitiano/dominicano, su rechazo del lado materno es categórico. No habla de ella (“No habla de su mamá” nos dice el narrador) y también adopta un prejuicio que se ha consolidado hoy en día como uno de los clichés culturales más reproducidos sobre los haitianos, acusados de ser brujos y estar ligados al mal. Luego de que la conversación cambia de tema (seguramente un diálogo muy incómodo para todos en la mesa), el joven mesero hace un pedido al narrador: “Me pide mi número de teléfono en Puerto Rico para que le mande una computadora y me dice que le consiga una novia. Lo dice en serio” (50). Menciona que las mujeres en Santo Domingo no le hacen caso por no tener dinero y piensa que las boricuas son diferentes. El joven construye a los viajeros extranjeros como subjetividades pudientes y generosas capaces de transformar radicalmente la vida de los pobres. Al mismo tiempo expresa una “demanda” por ser reconocido, como si a él se le debiera algo, como si mereciera otra vida distinta a la que posee.
El problema materno que expresa el mesero con nombre de revolucionario francés representa un claro deterioro de la importancia capital que tiene la figura materna en los procesos de reconocimiento que describe Jessica Benjamin. Se intuye una erosión del proceso pre-edípico de reconocimiento del otro basado firmemente en la relación con la madre y que proviene ahora de unas presiones muy fuertes a nivel social y de objeto de deseo. Estas presiones sociales intensifican las estrategias de protección del yo, disminuyendo la fluidez de las relaciones entre la interioridad y la exterioridad. Es como si la figura de la madre participara de la maldad y brujería que se le asigna a toda la población haitiana. En un momento el narrador comenta sobre los silencios del joven: “Pasa muchos ratos en silencio, como si reacomodara la escena que vive para hacerla perfecta, a su gusto. La realidad no le basta” (51). Este “reacomodo” de la realidad implica la eliminación del lado materno, incluyendo un esfuerzo consciente por transformar su acento y cualquier marca que provenga de su origen haitiano aún cuando su nombre cargue con su trasfondo francés. En adición a esto, la herida del joven haitiano manifiesta lo que Charles Taylor identificó como el “self-depreciation”, un menosprecio o rebajamiento del yo, una especie de menoscabo del reconocimiento de uno mismo que intenta borrar las marcas de identidad que puedan ser reconocibles por otros. Sería la reconfiguración del yo como presencia visual o la posibilidad de construir una presentación performativa del ser en la vida cotidiana, tal y como lo ha estudiado Erving Goffman. El silencio crea un paralelo con la necesidad de invisibilizar aspectos del yo. En este sentido y de manera distinta a los modos de desaparición de Carlos en Costa Rica, los dispositivos de desaparición han tenido una repercusión interna en el joven, afectando su disponibilidad para hacer aparecer su yo “de otra manera”. Ante una realidad que “no le basta”, el joven construye su presentación del ser desde el menosprecio de sí mismo.
Los “tres golpes” son equivalentes a la documentación exigida por la dictadura trujillista para otorgar reconocimiento, para decidir a quienes se incluyen o excluyen del cuerpo político, a quienes se les reconoce pertenecientes a una identidad avalada y asegurada por el estado. No es casual que se llame “golpes” a los documentos de identidad pues condensan la fuerza y autoridad que sujeta y subjetiva a los ciudadanos otorgándoles o negándoles reconocimiento. En este sentido, documento, identidad y violencia quedan indisolublemente unidos en la idea del golpe. En cambio, el reconocimiento que se otorga en las crónicas de Negrón no pasa por documentación oficial alguna. Al contrario, se constituye en los tres casos y en el preludio más allá de cualquier documento y por sobre las señas de identidad comunitarias donde ocurren los encuentros. De ahí la rareza que se registra de parte de los otros al presenciar las interacciones entre el cronista y sus personajes. Por ejemplo, con el poeta de la 20 o la reacción de los anfitriones en Costa Rica ante sus encuentros en San José como turista. El gesto de Negrón hacia el poeta de la 20 es uno de inclusión o intento de incorporación a la comunidad a la que de hecho pertenece el muchacho pues vive allí, expulsado de sus ámbitos familiares e identitarios más cercanos. En el caso del costarricense la dinámica de exclusión también pasa por la casa familiar, por una ciudad que le recuerda su diferencia étnica y rural, y también por la imposición de una invisibilidad a su sexualidad. Solo los encuentros con otros homosexuales (el gringo, el hombre que lo recoge del parque, el cronista) le otorgan a Carlos un reconocimiento que lo regocija e ilusiona. En ellos alberga su interioridad, su inclusión como igual. En el caso del haitiano-dominicano es más claro aún el registro de la exclusión/inclusión ejercido ahora por el mismo personaje que trata de literalmente excluir su haitianidad de las interacciones cotidianas. Este personaje practica una compensación del yo ante lo que identifica como una deficiencia de lo propio: su haitianidad mezclada con una dominicanidad que se ha constituido históricamente a partir de la negación de esa otra parte del cuerpo isleño. Un cuerpo que delata lo que pretende ocultar a través de la imborrable huella de la lengua materna en su propia voz. Cuerpo que carga hasta el presente aquella piedra lanzada por el joven a un haitiano concebido como un brujo y que lo sujeta y no le permite dormir con tranquilidad puesto que la piedra está “trabajá” (50).
Al final, el reconocimiento de la herida del otro por parte del narrador lo lleva a una reflexión sobre los espacios urbanos, los inmigrantes dominicanos en Puerto Rico y el joven con nombre de revolucionario francés. Confirma su preferencia por espacios urbanos inacabados y “a medio terminar” aunque sean imperfectos y duros (51). Reflexiona sobre el destino de los dominicanos en Puerto Rico, sobre la distancia que separa a las islas y su relación con la (in)felicidad experimentada por los inmigrantes. Vuelve a recordar la escena con Frank y la mano que no pudo poner en su hombro. Añade a su reflexión una impugnación de los prejuicios de los puertorriqueños sobre los dominicanos. Al final el narrador recuerda también su partida de Guayama, su pueblo natal, y la culpa que sintió al dejar solos a sus hermanitos. Es la misma culpa que vuelve a sentir al irse de Santo Domingo, en donde ha adquirido una deuda con el país y con el joven mesero. El narrador, contrario a las promesas que le hace a Carlos en Costa Rica, expresa ahora un deseo. Quiere volver y llevarle una computadora al joven y decirle que le tiene una novia en Puerto Rico a quien no le importa para nada quién sea su madre. Y sin embargo, la herida del narrador es precisamente el darse cuenta de que, como en el caso del silencio del joven haitiano/dominicano y su voluntad de cambiar la realidad y “hacerla perfecta”, ese deseo quedará en suspenso: “Yo como él también guardo silencio cuando quiero escapar” (52). Esta es la última oración de la colección y nos devuelve también al silencio de los dominicanos que deciden no responder ante los prejuicios de la dueña en el “Preludio”. Con este silencio al final se confirma por un lado la voluntad de apertura al otro que hemos identificado en las crónicas pero al mismo tiempo señalando las limitaciones de una ética del reconocimiento, la cual confronta obstáculos a la hora de transformar el mundo de las relaciones humanas. La representación de las heridas, propias y ajenas, producidas por la falta de reconocimiento en sus varias modalidades deja una sensación de que el mundo, como las ciudades caribeñas, aparece inacabado y en construcción. El narrador expresa al final su profunda melancolía porque experimenta las injusticias que sufre el otro y que al mismo tiempo no puede corregir. La deuda que carga con respecto a la posibilidad de mejorar el mundo es una deuda por la vida del otro, esos otros que viven como inmigrantes, en espacio liminares y sin poder ser legítimamente reconocidos. Es la apuesta por un acercamiento dialógico y hospitalario con respecto a subjetividades desfavorecidas. Es también la voluntad de exponerse al dolor del otro adquiriendo deudas que se materializan en la escritura misma como recuperación de estos sujetos heridos. La complejidad de una ética del reconocimiento en las crónicas de Luis Negrón tiene su contrapartida en la complejidad del Caribe como espacio de islas separadas por las peripecias de subjetividades en continuo tránsito, aisladas del hogar materno, rechazadas por las instituciones políticas, silenciadas por su sexualidad y mantenidas a raya por su etnicidad y origen racial. Tales son los fuertes golpes y heridas con los que lidia esta excepcional colección de encuentros urbanos que permanecen en la memoria del cronista y la escritura.
Nota Bibliográfica: Luis Negrón, Los tres golpes, San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña (Serie Literatura Hoy), 2016. Sobre el reconocimiento, véase Paul Ricoeur, Caminos del reconocimiento, México: Fondo de Cultura, 2006. Desde una perspectiva post-freudiana y feminista, Jessica Benjamin, Bonds of Love: Psychonalaysis, Feminism, & the problem of Domination, New York: Pantheon, 1988. El ensayo fundamental de Charles Taylor, “The Politics of Recognition”, disponible en PDF en la red. El trabajo extenso de Axel Honneth, en especial su libro The Struggle for Recognition, Boston: MIT Press, 1996. Recomendamos la reciente publicación del debate sobre el reconocimiento entre Axel Honneth y Jacques Rancière, con excelentes ensayos introductorios de los editores del volumen, Recognition or Disagreement, Katia Genel y Jean-Philippe Deranty, eds., New York: Columbia University Press, 2017. Sobre la ciudad y el otro como extraño, véase Lyn Lofland, A World of Strangers: Order and Action in Urban Public Space, New York: Waveland Press, 1985. Sobre el reconocimiento del extraño, ver de Sara Ahmed, Strange Encounters: Embodied Others and Coloniality, New York: Routledge, 2000. Sobre la presentación del ser, ver Erving Goffman, Presentación del ser en la vida cotidiana, Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1999. En cuanto a Los tres golpes, véase Efraín Barradas, “San José, Santo Domingo, San Juan: Sobre Los tres golpes de Luis Negrón”, Claridad, En Rojo, 8 al 14 de diciembre de 2016, pág. 18; Edgardo Rodríguez Juliá, “Tiempo de crónicas”, 80 grados, 16 de septiembre de 2016; y Daniel Torres, “Los tres golpes, de Luis Negrón”, Azay Art, 3 (Enero-2017), 36-41.