Feminicidio: de fenómeno social a norma penal
Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate
–Dante Alighiri
Fuimos capturadas por la idea mercantil
de la justicia institucional como producto
y eso hay que deshacerlo. Perseguimos
la sentencia como una cosa, y nos dimos
cuenta que la gran cosa es el proceso de
ampliación del debate.[1]
–Rita Segato

Sophie Leclerc
Esto no significa que algunos hechos asociados al feminicidio no puedan ni deban ser tipificados como delito, conminando así conductas lesivas contra la vida que surgen de una motivación interna de profundo discrimen por razón de género o misoginia. Lo que implica, sin embargo, es que el fenómeno desborda los límites de la norma jurídico–penal, convirtiéndola en un aspecto complementario y remedial, en el caso de que sea idónea, necesaria y proporcionada, de su atención estatal y social. Esta judicialización del feminicidio, a su vez, se inserta localmente en una lógica penal expansiva, desproporcionada y meramente simbólica, cuyas líneas político–criminales y criminológicas se asientan en ideologías profundamente conservadoras y reaccionarias.
Nuestro ordenamiento jurídico–penal representa un modelo paradigmático de desproporción, instrumentalización del individuo y violencia sistémica contra víctimas y victimarios. El punitivismo ha entronizado el incremento en la severidad de las penas como la receta más espontánea y presuntamente única de lo que se conoce como sobrecriminalización y expansión del Derecho penal. Una receta cuyas características centrales son incompatibles con las garantías político-criminales más básicas del ámbito penal y constitucional. Nuestro derecho positivo parece obviar con soberbia que existen límites al poder punitivo del Estado que surgen del propio respeto a la dignidad de la persona.
Al recurrir a la norma penal, por lo tanto, debemos ser conscientes de los riesgos que esta judicialización expansiva y sumamente punitiva representa para un fenómeno social tan complejo. El feminicidio es una instancia fatal de un proceso social, cultural, político e individual más profundo que el hecho mortal de arrebatarle la vida a una persona por motivaciones misóginas. Como todo hecho social, sin duda, donde hay causas condicionantes en la antesala de su concreción fenoménica. Sin embargo, el caso del feminicidio, así como el de la violencia por razón de género o la violencia machista, tiene unas importantes particularidades que hacen imperativa su atención desde una mirada amplia, idónea y efectiva.
A diferencia de otros fenómenos criminales, el feminicidio se inserta en una pléyade de violencias sistémicas y estructurales que sirven de caldo de cultivo para su concreción como crimen. Son las violencias propias de siglos de patriarcado y de la fuerte aceptación o tolerancia de sus manifestaciones culturales, políticas y sociales. Nuestras instituciones, desde la esfera privada hasta la esfera pública, han tendido a reproducir una visión de mundo demarcada por la subordinación del género femenino frente al masculino. En cada cultura y en cada periodo histórico esta forma de dominación ha tenido unas características singulares, pero la fuente de discrimen siempre se suele anclar en una devaluación de la condición de vida por razón de género.
Puerto Rico no es ajeno a esa historia de patriarcado que ha impregnado nuestras instituciones e imaginario social. Por el contrario, es una sociedad donde, como en tantas otras, ese discrimen machista, fuertemente asimilado, ha encontrado formas subrepticias de supervivencia. El movimiento feminista, tan diverso como heterodoxo, ha desvelado y visibilizado una serie de redes de violencias estructurales mediante las cuales el machismo pretende subsistir en nuestra aspiración de democracia plural. Visibilizar los aspectos dominantes del patriarcado en nuestras instituciones –tanto públicas como privadas– es un acto tan necesario como democrático.
Esto así, desvelar el discrimen por razón de género no es más que una condición necesaria para cualquier democracia material plena, donde la equidad de género debe ser un principio rector en nuestras dinámicas como sociedad. Les debemos a las diversas olas del feminismo esta importante y constante tarea, que como tantas otras no ha sido gratuita ni fortuita. Ahora, sin embargo, debemos enfrentarnos como colectivos a esas raíces patriarcales que persisten en nuestras prácticas; a esos aspectos que tenemos sumamente asimilados por nuestra crianza, por nuestros hábitos, por gran parte de nuestra cultura. Ese reto, sin duda, es tan complejo como protuberantes son sus raíces en nuestras instituciones.
Aquí radica, a mi entender, el mayor reto que tenemos al enfrentar el fenómeno del feminicidio, necesariamente atado a las violencias por razón de género. El Derecho penal, tradicionalmente, ha sido un medio de control social basado en el autoritarismo, en la represión y en el castigo. En nuestros Estados modernos, adoptó una forma de máxima expresión del ejercicio del monopolio de la violencia estatal. Sus antecedentes, así como las ideas de culpa y castigo, se enraízan en formas muy masculinizadas de ejercer el (bio)poder sobre otros y otras. Ha sido, en efecto, un medio político/legal eminentemente reaccionario y conservador.
Su transformación es posible, y democráticamente necesaria, pero en nuestra realidad social esa aspiración es casi quimérica. Es legítimo particularizar típicamente –en la descripción de un supuesto de hecho que contiene un mandato o una prohibición– conductas que han quedado invisibilizadas y marginadas en el pasado, si es que estas requieren una atención propia del Derecho penal. El grave problema radica en la lógica interna de nuestra corriente político-criminal hegemónica, la cual tiende hacia el castigo burdo y desproporcionado, más que a la solución del conflicto social o a la aspiración de mayor cohesión y conciliación social.
El fin predominante de la pena en estos momentos tiende hacia la neutralización del individuo culpable, lo que puede generar una falsa idea de solución de un conflicto social más complejo, como ya se apuntó. Es decir, la visión de la prevención a través de la pena, aún con su innegable “efecto llamada” en algunos sujetos, no implica atender de forma compleja el fenómeno social. Por el contrario, puede crear una visión meramente simbólica de atención insuficiente de un conflicto que es urgente considerar de forma adecuada, sensible y democrática. A su vez, los efectos de esa lógica punitiva pueden ser tan nefastos como contraproducentes.
Por un lado, podrían reproducir la vulneración de garantías político–criminales elementales como sucede de ordinario en nuestro sistema penal; por otro, pudieran provocar importantes obstáculos a la aspiración democrática y humana de cohesión y conciliación social, respectivamente. Esto, sin embargo, representa otra oportunidad para poder reformar un Derecho penal que se ha instrumentalizado para excusar la responsabilidad estatal en la atención eficaz de conflictos sociales, y que su desproporción ha generado un gran cúmulo de sufrimiento tanto en víctimas como victimarios.
El término feminicidio fue originalmente utilizado por la socióloga sudafricana Diana Russell como parte de su intervención en el primer Tribunal Internacional de crímenes contra la mujer, que supuso un juicio de opinión celebrado en 1976 en Bruselas. Este evento, aunque simbólico, contó con la participación de alrededor de 2,000 mujeres de 40 países diferentes, incluyendo a la reconocida filósofa feminista Simon de Beauvoir. Su modelo organizativo más próximo, una década antes y en referencia a la intervención bélica de Estados Unidos en Vietnam, fue el Tribunal Internacional sobre Crímenes de Guerra, organizado también como juicio simbólico por los filósofos Bertrand Russell y Jean Paul Sartre. En esencia, este foro de 1976 fue un esfuerzo internacional que tuvo como objetivo visibilizar y denunciar las conductas más violentas provenientes del discrimen por razón de género y la misoginia subyacente. Entre otras manifestaciones del machismo sistémico, allí se denunciaron concretamente fenómenos como el feminicidio (femicide), la agresión sexual, la violencia doméstica y las violencias contra las lesbianas.
Posteriormente, el concepto se desarrollaría de forma más precisa en 1992 con la publicación del libro Femicide: The Politics of Woman Killing, escrito por Russell en colaboración con Jill Radford. En esencia, el término pretende denotar y dar visibilidad a aquel asesinato de mujeres a manos de hombres debido a que son mujeres, o en la versión del texto antes citado, el asesinato misógino de mujeres a manos de hombres. En puridad, es una conducta que típicamente corresponde de forma especial al delito homicidio, pero Russell rechazó utilizar este término por su raíz lingüística de corte sexista, ya que el prefijo hom significa hombre. Utilizar estratégicamente este término, y no el de homicidio, es acorde con su propósito principal desde 1976, que fue desvelar y denotar una violencia fatal contra las mujeres por razones misóginas, las cuales han sido ampliamente compartidas alrededor del mundo.
Ese objetivo, innegablemente, tuvo consecuencias muy importantes a través de muchos países, y ha generado múltiples legislaciones que pretenden abarcar el fenómeno del feminicidio en sus contextos particulares. En Estados Unidos, por ejemplo, como parte del activismo social de las décadas previas, en 1994 se aprobó la Violence Against Women Act, ley que provee, entre otra cosas, más recursos estatales a las investigaciones y gestión de delitos contra la violencia doméstica, incluyendo la creación de la Oficina de Violencia contra las Mujeres en el Departamento de Justicia federal. Asimismo, el asesinato de una mujer por razones misóginas también ha sido reconocido como crimen de odio (hate crime) en la Hate Crime Prevention Act, de 2009, uniéndose a crímenes motivados por la orientación sexual, identidad de género o raza de la víctima. A pesar de ser una categoría criminológica problemática, lo cierto es que un importante sector del feminismo en décadas pasadas ha abogado por la inclusión del feminicidio como crimen de odio.
En el contexto latinoamericano, sin embargo, la tipificación penal del feminicidio ha sido más profusa y más específica. A raíz de la Convención de Belem do Para, celebrada en 1994 en Brasil, la Organización de Estados Americanos adoptó un tratado internacional con el fin de hacer visible y condenar las diversas violencias contra las mujeres, haciendo énfasis en aquellas relacionadas a muertes por razón de género y a las agresiones sexuales. De esta manera, los estados se obligaron, grosso modo, a abstenerse de cualquier acción o práctica violenta contra las mujeres, e incluir en su legislación interna normas penales, civiles y administrativas que sean necesarias para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres.
Asimismo, la antropóloga feminista Marcela Lagarde adoptó originalmente el término feminicidio en castellano con el fin de denotar el asesinato sistémico de niñas y mujeres en Ciudad Juárez, Chihuaha, México. Ante la violencia extrema que se vivió en esa ciudad durante la década de 1990, la impunidad con la que operaba el Estado respecto a estos crímenes, no es casualidad que el término tenga reminiscencias al de genocidio. Lagarde no sólo apuntó a cualquier asesinato de una mujer por razones misóginas, sino también a esa complicidad estructural de las administraciones públicas que posibilitaban un clima de amplia desconfianza, impunidad e inseguridad para la mujer.
Esta violencia estructural, denunciada por décadas por el movimiento feminista latinoamericano, fue censurada legalmente en 2009 mediante la decisión González y otras v. México (caso Campo Algodonero), donde la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado Mexicano por su falta de diligencia, entre otras cosas, al investigar las muertes de 3 mujeres por razones de género. En efecto, esta sentencia implica un reconocimiento de la responsabilidad del Estado respecto a las víctimas de feminicidios y su obligación de llevar a cabo investigaciones y procesos penales que no reproduzcan violencias por razón de género. Fue, además, una importante decisión en la que se aplicó la perspectiva de género a una controversia jurídica de envergadura internacional.
Sobre esto último, resulta interesante la propuesta de la también antropóloga feminista Rita Segato en cuanto a una mayor especificación en la tipicidad del feminicidio. Para la autora, hay fenómenos de violencia extrema contra la mujer que no tienen características personalizables, como sí sucede con el llamado feminicidio íntimo, donde el autor del crimen tuvo una relación particular con la víctima (una relación personal, familiar o de convivencia, por ejemplo), o se debió a la personalidad del autor, como en los crímenes seriales. Sin embargo, Segato propone el término de feminogenocidio para aquellos supuestos en los que el crimen fatal contra la mujer no guarda una relación personalizada entre la víctima y el victimario, sino que el crimen se perpetra sólo por su genus, por su género, como sucede en los conflictos armados donde la muerte de mujeres se utiliza como estrategia bélica o en el negocio de la trata. Esto podría, según la antropóloga, ventilar estos fenómenos impersonales de muertes por razón de género en los foros internacionales.
Ante este fenómeno complejo, que incluye tanto el crimen fatal contra una mujer por razones misóginas, como la complicidad y participación estructural del Estado en su producción o riesgo, desde 2006 múltiples Estados latinoamericanos han tipificado diferentemente el fenómeno como delito particular o agravante al homicidio en sus legislaciones. Costa Rica fue el primero de estos en 2007; le siguió Guatemala en 2008; El Salvador en 2010; Perú en 2011; México, Argentina, Chile y Nicaragua en 2012; Bolivia y Panamá en 2013; Puerto Rico en 2014; Colombia y Brasil en 2015, y así subsiguientemente.
Las penas correspondientes a este injusto típico tienden a ser, sin embargo, muy diferentes cuantitativamente a la única que contempla el ordenamiento penal puertorriqueño para el feminicidio: 99 años de reclusión. Por ejemplo, El Salvador contempla penas de 20 a 35 años de reclusión; Uruguay entre 15 y 25; Perú entre 15 y 25; Ecuador entre 22 y 26; Brasil entre 12 y 30; Guatemala entre 25 y 50; Panamá entre 25 y 30; Honduras entre 30 y 40; Colombia entre 20 y 41; Bolivia 30 años; Chile entre 15 y prisión perpetua; México entre 40 y 60 –más pena de multa y en algunos estados prisión perpetua– y Argentina, siendo el país más punitivo de esta lista, prisión perpetua.[2] De esta manera, la pena de 99 años de prisión, que es una cadena perpetua, prácticamente cuadruplica la pena promedio de estos países de nuestro entorno latinoamericano.
Esta rápida tipificación del feminicidio, además, se debió a la visibilización estadística del fenómeno. Labor que sigue enfrentando muchos obstáculos por la propia complejidad del fenómeno y la falta de entendimiento o voluntad para abarcarlo como tal en las estadísticas oficiales de los diversos Estados. A pesar de ello, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), organismo perteneciente a la Organización de las Naciones Unidas, calcula que, por ejemplo, para el 2018 el país con más incidencia de feminicidios fue El Salvador, con una tasa de 6,08 por cada 100,000 mujeres, mientras que Bolivia tuvo una tasa de 2,03, República Dominicana una de 1,9, México una de 1,4 y Puerto Rico 1,2.[3] Para ese mismo año en Puerto Rico, la Procuraduría de la Mujer calculó que habían ocurrido 23 asesinatos de mujeres a manos de sus parejas (feminicidio íntimo), lo que significa un aproximado de casi 2 mujeres asesinadas al mes.[4]
Uno de los fines de la tipificación de este fenómeno como delito, como lo fue cuando se adoptó el término feminicidio, es potenciar comunicativamente la visualización de un conflicto de violencia sistémica que puede diluirse en una tipificación (descripción de un supuesto de hecho) más amplia y genérica. En efecto, visibilizar una problemática social y sistémica cuya falta de denominación particular podría incidir tanto en el entendimiento del fenómeno como en su debida investigación y gestión institucional. Esto último también es otro de los fines principales de su tipificación: la orientación de una investigación criminal dirigida a atender las cualidades particulares del feminicidio. Cuando Marcela Lagarde se hizo eco del reclamo de una tipificación del feminicidio, en gran medida fue para romper con el esquema de complicidad estatal que perpetuaba la impunidad de un crimen por razones misóginas. Algo que el caso Campo Algodonero validó como una realidad estructural en la jurisdicción de México, pero cuya problemática parece no ser tan exclusiva de sólo un país.
Es legítimo y necesario que el Estado responda de una manera idónea, efectiva y democrática a un fenómeno antisocial como es el feminicidio. Más allá de su complejidad, que en su momento repercutirá en mayores precisiones en su tipificación penal, el asesinato por razones misóginas, ya sea mediante una relación personalizada entre la víctima y el victimario, o por razones que trasciendan la relación personal, es la culminación más extrema de una problemática de discrimen por razón de género todavía muy profunda, asimilada y ampliamente reproducida en muchas de nuestras sociedades. Es un fenómeno criminoso que se distingue por su raíz profundamente antidemocrática, al subyacer una devaluación de un ser humano por su género, y por su largo historial de tolerancia y adecuación social.
Por esta razón, no es satisfactorio contraponer perspectivas encontradas sobre líneas político-criminales, con la necesidad de que el fenómeno social deba ser atendido eficazmente por el Estado. Es decir, no es deseable una discusión estéril de suma cero en la que por tener un sistema penal sumamente disfuncional y cruel, rechacemos cualquier idea de atención penal sobre un tema tan grave como es el feminicidio. La crítica al sistema penal es congruente con el reconocimiento de la legitimidad que tiene el Estado para reprocharle a una persona la muerte de otra por razones misóginas. Más aún, sirve de oportunidad para comenzar a reformar un sistema penal que se distingue por su ineficacia, desproporción y generación de mayor sufrimiento.
El grave peligro, sin embargo, es obviar inconsciente o conscientemente la lógica pervertida que supone nuestra política criminal hegemónica basada en el mero simbolismo y en la incapacitación del individuo condenado. Apostar por la mera intervención penal como existe en estos momentos, es labrar otra senda de conflicto social que repercutirá contraproducente. Nuestras penas, y su ejecución en nuestro sistema penitenciario, suelen contener una crasa vulneración al principio cardinal de proporcionalidad que debe imperar en nuestro Derecho penal. Principio que implica un análisis triádico entre la idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto de la norma penal que se adopte como respuesta estatal ante una conducta penalmente relevante.
Para este análisis, que debe comenzar en la labor legislativa, primero se tiene comprender suficientemente el fenómeno. Con este objetivo en mente, es evidente que debemos nutrirnos del trabajo tanto de las ciencias sociales como de las ciencias naturales sobre el objeto que se pretende atender de manera adecuada. Por lo tanto, antes de diseñar una tipificación específica sobre un fenómeno que siempre va a desbordar sus límites, debemos tener en cuenta la producción de conocimiento que se ha realizado sobre este. Esto incluye, por supuesto, unas estadísticas lo más reales, fidedignas y útiles posibles sobre el caso, algo que en Puerto Rico estamos muy lejos de conseguir efectivamente.
Sin embargo, cuando nos enfrentamos a la tipificación del feminicidio en nuestro país, lo primero que resalta es que su consecuencia es aumentar el grado de expansión de la norma penal ya de por sí desproporcionada. En otras palabras, más que prever una medida penal adecuada y proporcionada con el objetivo de prevenir y gestionar el feminicidio, la Asamblea Legislativa lo que realizó fue una enmienda al delito de asesinato en primer grado –art. 93(e) del Código Penal– para incluir supuestos de hechos donde la víctima del resultado mortal fuera una mujer. Algo que comunicativamente puede tener un valor importante al especificarse en una norma primaria, o supuesto de hecho en el que se prohíbe una conducta, pero cuya consecuencia reproduce el mismo error que hemos perpetuado desde hace tanto tiempo: apostar por la falsa idea de que la intimidación por la severidad de la pena será un disuasivo suficiente para erradicar lo más posible el feminicidio.
La desproporción evidente en la pena de 99 años, pero que repercute consiguientemente en las penas menos severas, es una especie de putrefacción en las raíces de nuestro Derecho penal. Lo afecta todo, desde la producción de normas penales hasta la ejecución de condenas; desde la gestión de una investigación criminal hasta el proceso de adjudicación sobre la culpabilidad de un individuo. Hasta cierta medida, coloca entre la espada y la pared a personas que son contrarias a penas tan desproporcionadas como esa, y la necesidad de denunciar una conducta tan antisocial como es el feminicidio o las diversas formas de violencia de género.
Para prevenir esta antinomia, probablemente la única salida que podría contemplarse es la reforma penal profunda. No es coherente que el movimiento feminista, con sus variantes y heterodoxia, asuma un castigo tradicionalmente patriarcal, autoritario y muy masculinizado para reprochar una conducta como el feminicidio –ni las diversas violencias contra la mujer por razón de género. Tampoco es coherente del todo que el minimalismo penal, que postula una intervención mínima de la norma penal en los espacios de libertad del individuo, rechace selectivamente cualquier idea de tipificación del feminicidio por ser presuntamente innecesaria ante la existencia de un tipo de homicidio que abarca el resultado lesivo del fenómeno.
Esta polarización un tanto estéril, quizá hasta falsa, que es muy usual en dinámicas adversativas como las que reproduce la práctica jurídica, debe trascenderse de manera inclusiva y honesta. Si deseamos reprochar de manera adecuada el feminicidio, que es un conflicto social sumamente serio en Puerto Rico, debemos auscultar qué respuesta jurídico-penal es la más acorde con nuestros principios político-criminales anclados en nuestra aspiración democrática. De igual manera, también debemos reconocer, aún desde posturas cercanas al Derecho penal mínimo, que nombrar y especificar el fenómeno como tipo penal particular puede tener efectos importantes para el fin de la prevención, aunque más en su versión general positiva.
¿Qué significa esto último? Nuestro sistema penal reconoce un fin o propósito de la pena mixto, tanto preventivo como retributivo. Es decir, la imposición de una pena tiene el fin tanto de prevenir la ocurrencia de delitos futuros, como de reprochar el hecho cometido con una pena que sea proporcional a su gravedad. La tipificación de una conducta feminicida puede incidir más en los fines de prevención que en los de retribución. Más específicamente, puede tener mayor relevancia para el fin de la prevención positiva que su versión negativa, que se basa en la intimidación del potencial sujeto activo para que no cometa el delito en su versión general, y en la incapacitación (inocuización) del sujeto condenado en su versión especial.
En efecto, mediante la tipificación particular del fenómeno se puede visibilizar (efecto expresivo) que esa conducta está proscrita por una norma penal, y aspirar a que su prohibición progresiva se asimile culturalmente (efecto pedagógico indirecto). Más que seguir apostando por la prevención general negativa, que se basa en la coacción psicológica, podríamos aspirar a una mayor pedagogía sobre el asunto mediante tipos penales que propendan a su adopción voluntaria por parte de la sociedad. Para esto, sin duda, es necesario que se complemente este fin general con un fin especial de prevención que surge, en nuestra jurisdicción, de la propia Constitución, y que se traduce en la rehabilitación del condenado y su debida reintegración a la sociedad.
Al hacer énfasis en el objetivo de prevención general y especial positiva, desde la elaboración de un delito de feminicidio se deben contemplar penas que propendan a una menor coacción y por consiguiente a una mayor asimilación de la norma de prohibición. Bajo estos parámetros, aún sin entrar en otros principios político-criminales que son (deberían ser) límites a la creación de penas en nuestro sistema, una sanción de 99 años de prisión no es ni idónea, ni necesaria ni proporcional para cumplir con un fin de la pena más didáctico y menos autoritario. Un fin, a su vez, que propenda a la mayor conciliación y cohesión social que son necesarias para trascender los efectos retrospectivos y prospectivos más nocivos de la violencia extrema que representa el feminicidio.
Si nos dejamos llevar por la lógica punitivista que impera en nuestra Política criminal, estos fines positivos son obstaculizados por los fines negativos de la intimidación y de la incapacitación. Una pena fija como la de 99 años de reclusión, en efecto, no es más que la instrumentalización e incapacitación del sujeto condenado ante la incapacidad del Estado –voluntaria o involuntaria– de crear condiciones mínimas de convivencia en las que fenómenos como el feminicidio tengan cada vez menos cabida. Es, a su vez, una vulneración al principio de dignidad de la persona y de humanidad en las penas, que deben ser brújulas tanto en nuestra elaboración legislativa como en nuestras estrategias de rehabilitación y reinserción social en la ejecución de una condena.
Sin ánimo de proponer penas fijas sobre el feminicidio ni sobre cualquier otro asesinato, ante el promedio de la severidad de penas de muchos países de nuestro entorno, siendo Estados Unidos el epítome del punitivismo más extremo y desproporcionado, no es razonable que nuestra pena por el delito de asesinato, en cualquiera de sus modalidades, deba trascender los 25 años. En nuestra actualidad, la pena de 99 años implica un obstáculo fatal a la rehabilitación y reinserción del sujeto condenado, y aunque nuestros tribunales no sean enteramente conscientes de su labor de garantes de la Constitución en este tema, una pena como esta es incompatible constitucionalmente y con los principios político-criminales de dignidad, humanidad y proporcionalidad de las penas.
No es momento para hacer una análisis dogmático-penal de la modalidad de feminicidio en nuestro delito de asesinato en primer grado. Su efecto más notorio, sin embargo, es la inclusión de algunas modalidades de comisión que constituirían asesinato en segundo grado, ya que esas formas comisivas podrían ser realizadas mediante el elemento subjetivo de temeridad, y no con propósito o con conocimiento. Sin embargo, la intención de este escrito se circunscribe a realizar una crítica político-criminal previa sobre la atención del fenómeno del feminicidio en un sistema penal marcadamente autoritario y conservador. Una crítica que, como se ve, pretende ser constructiva, sin paralizarse mediante etiquetas ni roles sociales poco autocríticos.
A modo de resumen, no es inconsecuente que se tipifiquen de forma específica conductas o modalidades referentes al feminicidio, cuando existe como conflicto social grave. El valor expresivo y comunicativo de la norma puede servir para fines de prevención general positiva. A su vez, también puede ser útil para la elaboración de mejores protocolos de investigación sobre crímenes contra mujeres. Puede abonar, por tanto, a una investigación y gestión judicial más eficaz y que pueda prevenir una revictimización adicional por invisibilización del motivo del crimen (aún cuando la víctima directa haya muerto).
Asimismo, en fases previas a la ocurrencia de un feminicidio, el Estado puede redirigir su intervención mediante mecanismos alternativos que puedan ser más eficaces para la prevención del resultado final de la muerte de una mujer por motivos misóginos. El punitivismo de la intervención penal puede tener un efecto contraproducente en la denuncia de violencia de género previa a un feminicidio, pero un sistema judicial con intervenciones alternativas y efectivas al ámbito penal, pudiera contribuir a la mayor prevención fáctica del fenómeno. En nuestro ordenamiento, el criminólogo Christian Vallejo ha comenzado a hacer interesantes propuestas sobre hacia dónde podríamos dirigirnos en la utilización de estos mecanismos legales alternativos al punitivismo.[5]
De igual manera, puede propender a una mejor consecución del fin de prevención general especial concretizado en la rehabilitación y reintegración del sujeto condenado. Como parte de su aspiración pedagógica, que evidentemente no es tarea exclusiva del Derecho penal, pudiera contribuir a una ejecución de la pena más idónea para el fin preventivo. Esto obliga a conocer aún mejor el perfil del autor en este tipo de crimen. No podemos olvidar al sujeto activo en un crimen como este –ni en ningún otro que tenga como motivo el discrimen por razón de género. Ya no sólo para no instrumentalizarlo como se pretende evitar con los principios político-criminales antes mencionados, sino para reeducarlo en la medida de lo posible y dentro de unos parámetros democráticos básicos.
Su olvido, sin embargo, puede caricaturizarlo o demonizarlo, lo que no sería nada productivo para el mejor entendimiento de un fenómeno que es muy humano, pese a que nos cueste calificarlo de esa manera. El extremo de esta demonización podría, a su vez, configurarlo como un enemigo, lo que nos adentraría en un modelo de Derecho penal incompatible con una democracia. El Derecho penal del enemigo debe rechazarse hasta en los crímenes más extremos dentro de la sociedad.
Cerrando el paréntesis anterior, esa atención tanto a los motivos misóginos del crimen, como al autor de este, pueden ser las claves para rediseñar, mejorar o crear mecanismos de prevención fáctica que eviten más eficazmente la concretización de un crimen como el feminicidio. Este crimen es la punta del iceberg de un entramado de conflictos sociales que no son imposibles de ubicar y ni de atender como colectivo. No surge mediante combustión espontánea, sino como causa de múltiples causas que entroncan con una cultura tan patriarcal como autoritaria.
La respuesta adecuada ante ello, en efecto, no puede ser reproducir esa misma autoridad patriarcal mediante la utilización de penas más cercanas al Medievo que al siglo XXI. No podemos seguir exigiendo que el responsable de un crimen sea condenado al sufrimiento también extremo durante toda su vida, anulándolo como ser social y reduciéndolo a algo más que un objeto enjaulado. La vindicación de la víctima no se consigue mediante la anulación de otra persona. No tenemos que volver a entrar en esa lógica perversa del Derecho penal pervertido cuando podemos reformarlo para hacerlo más democrático, funcional y humanizado. Entrar en ella, y por eso la cita de Dante en el epígrafe, es entrar en una especie de infierno donde todo será sufrimiento, dolor y miseria.
Para terminar, es conveniente repasar una de las conclusiones de la criminóloga Elena Larrauri en su valioso libro Criminología crítica y violencia de género:
“…a pesar de la falta de eficacia y los riesgos de la criminalización, aspectos ambos, como he manifestados, aceptados casi de forma unánime, no se sugiere de forma mayoritaria una retirada del derecho penal; ni por motivos sustantivos, pues hay casos extremadamente graves, ni simbólicos, ya que la retirada sería vista como un fracaso del movimiento de mujeres que ha luchado, con razón, por destacar el carácter público del problema.
En general, si mi análisis es correcto, las alternativas de futuro enfatizan de forma mayoritaria la necesidad de diversificar las respuestas [se omite cita]. Ello implica ver qué casos son adecuados para la intervención penal, discutir qué otras agencias deben interceder además o en vez del sistema penal, analizar cómo evitar los altos costes que tiene la intromisión penal para las mujeres y, finalmente, garantizar respuestas distintas y justas para los agresores condenados por el sistema penal”[6]
Referencias
- Núñez Ortiz, “Un problema sin fronteras: Una vista comparativa del trato de feminicidio en Puerto Rico y en otros países hispanos”, 89 Rev. Jur. UPR 299 (2020)
- Russell & J. Radford, Femicide: The Politics of Woman Killing, Twayne Pub (1992)
- Russell & R. Harmes (eds.), Femicide in Global Perspective, Teachers College Press (2001)
- Larrauri, Criminología crítica y violencia de género, Trotta (2006)
- Lagarde y de los Ríos, “Antropología, Feminismo y Política: Violencia Feminicida y Derechos Humanos de las Mujeres,” en M. Bullen & C. Diez (eds.), Retos Teóricos y Nuevas Prácticas, Ankulegi (2008).
- Segato, La guerra contra las mujeres, Traficantes de Sueños (2016)
- Segato, Contrapedagogías de la crueldad, Traficantes de Sueños (2018)
- González Rodríguez, The Femicide Machine, Semiotext(e) (2012)
- Walklate et al., Toward a Global Femicide Index, Routledge (2019)
——————
[1] https://www.agenciapacourondo.com.ar/generos/rita-segato-el-feminismo-punitivista-puede-hacer-caer-por-tierra-una-gran-cantidad-de
[2] https://cnnespanol.cnn.com/2020/02/13/las-penas-mas-severas-para-el-feminicidio-en-los-paises-de-america-latina/
[3] https://oig.cepal.org/sites/default/files/femicidio_web.pdf
[4] http://www.mujer.pr.gov/Estad%C3%ADsticas/Pages/default.aspx
[5] C. Vallejo, “Una mirada alterantiva al tratamiento legal y criminal de la violencia doméstica en Puerto Rico”, 53 Rev. Jur. UIPR 1 (2018-2019)
[6] E. Larrauri, Criminología crítica y violencia de género, Trotta, 2006, p. 80.