Hacia dónde podrían dirigirse las universidades de Puerto Rico
En el Consejo ya no queda mucho de lo que en su día fue un organismo que, además de conceder licencias con las correspondientes evaluaciones, auspiciaba discusiones serias sobre la cuestión universitaria e inspiraba de tal modo que hasta él se iba en busca, precisamente, de consejo. Hoy el Consejo tiene que atender tanto la educación escolar, sobre lo que siempre hay mucho que discutir, pero que en esta ocasión no abordaremos, como la universitaria. Nos podemos imaginar que la gente que trabaja en lo que hoy se llama Consejo de Educación sin más apellido, gente seria y dedicada, apenas puede estar al día sobre lo que está ocurriendo en estos dos ámbitos educativos en Puerto Rico y mucho menos influir en ello. ¿Con qué recursos y con qué tiempo?
La institución que el país consideraba una de sus joyas más preciosas, la Universidad de Puerto Rico, igualmente confrontaba retos muy serios desde antes de María. No solo por las acreditaciones, que es lo que hoy parece llamar más la atención debido a la obsesión con las llamadas credenciales. Había problemas ya en lo que respecta a los fondos federales que se reciben tradicionalmente, sobre todo aquellos utilizados para la investigación y el adiestramiento de maestros de ciencias y matemáticas. Sus finanzas sufrían el descuido de unas presidencias en propiedad e interinas que dedicaban todo su esfuerzo a sobrevivir en un ambiente en el que la institución parecía no tener rumbo. Además, las Facultades iban perdiendo plazas para profesores a cargo de disciplinas fundamentales como resultado de la desaparición de uno de los elementos claves de eso que durante casi un siglo se conoció como la autonomía universitaria, la llamada fórmula. ¿Por qué nadie habla ya de autonomía universitaria? Al negársele el porcentaje asignado por ley, se debilitó no solo aquel imprescindible reclutamiento. Se fue a pique también la posibilidad de mantener al día las instalaciones y se pusieron en jaque condiciones de empleo tanto de claustrales como del personal no docente que han afectado dramáticamente la marcha institucional.
Pero nuestro país tiene otras importantísimas instituciones universitarias que se olvidan demasiado fácilmente, tales como el Conversatorio de Música de Puerto Rico, la Escuela de Artes Plásticas y Diseño de Puerto Rico, y los Institutos Tecnológicos del Departamento de Educación. Estas no solo han perdido fondos que las han rebajado a ser miniaturas de lo que antes fueron, sino que, igual que le ha ocurrido a la UPR, han tenido que soportar la más vergonzosa politiquería. Estén como estén, sin embargo, en cualquier análisis que se pretenda sobre la educación en Puerto Rico tienen que estar presente.
Las universidades privadas, tan a menudo también olvidadas cuando se especula sobre la educación universitaria en nuestra Isla, a su vez llevan años soportando la incertidumbre de una población estudiantil que se viene reduciendo drásticamente. Una quinta parte del cuarto de millón de estudiantes que había a comienzos de la década en instituciones post secundarias puertorriqueñas han ido desapareciendo y son las instituciones privadas las que, sobre todo, han sufrido la reducción.
No había que leer mucho ni estar familiarizado con literatura especializada sobre el estado de situación de las instituciones universitarias estadounidenses para ya saber que hace una década se vaticinaba que habría una reducción de ellas del 20%. En la prensa diaria se reiteraba con insistencia que una de cada cinco habría de cerrar sus puertas. Esto se anticipaba para los Estados Unidos aun cuando para aquel país nadie predecía una reducción en las tasas de nacimiento ni una crisis económica seria como la que nosotros todavía padecemos. La predicción tenía más que ver con la cada vez más ubicua presencia de la llamada educación a distancia o en línea, con el aumento en los costos de los estudios, la competencia entre ellas y la obsolescencia de ciertos programas académicos, asuntos todos que vivimos idénticamente nosotros acá en Puerto Rico. ¿Se prepararon para esto, y para los efectos en el ámbito educativo de la casi depresión económica que hemos vivido, las instituciones privadas? ¿Hubo entre ellas algún diálogo que le permitiera hacerle frente de manera articulada a lo que venía? Menciono solamente las instituciones privadas en este caso porque en situaciones de (relativa) escasez de estudiantes, la UPR puede sencillamente bajar sus índices de ingreso, admitir a estudiantes que antes hubieran solo podido entrar en las privadas y a los dioses que repartan suerte entre estas últimas.
Ocurrió además que la administración del presidente Barack Obama nos llenó de esperanza de que todo habría de continuar igual y hasta mejor: que las ayudas habrían de aumentar y que las minorías, cuyas evidentes necesidades allá en los Estados Unidos supuestamente siempre nos benefician a los puertorriqueños acá en la Isla, no serían perdidas de vista. Más espectacularmente, nos debió haber seducido la posibilidad de que jóvenes de escasos recursos que mantuvieran promedios de 2.5 o más muy pronto no habrían tenido que pagar por su educación. Lo que se llamó America’s College Promise allá para el 2015 le habría de garantizar a estos estudiantes dos años gratis en colegios de la comunidad (community colleges), permitiéndole no solo terminar los primeros dos años de sus bachilleratos, sino el desarrollo de destrezas necesarias para conseguir empleos. Nos podemos imaginar lo que esto hubiera significado para nosotros… para bien o para mal.
Al deliberar sobre nuestra educación post secundaria en aquel momento no se tomó en consideración, aunque ya se hablaba de la posibilidad, que Donald Trump podía llegar a la presidencia de los Estados Unidos y revertir todo lo que gobiernos más o menos liberales habían impulsado. No impactó nuestro análisis que la misma Hillary Clinton, de ser electa, tampoco estaba obligada a serle fiel al presidente Obama en su política educativa y que ella y otros presidentes posteriores pudieran seguir una línea menos dadivosa y proveyeran menos fondos para impulsar la educación. Lo que eventualmente ocurrió y está ocurriendo en la educación estadounidense bajo el liderato de Trump y una Secretaria de Educación, Betsy DeVos, quien fue nombrada al puesto por su afinidad truculenta con este, no debió haber sorprendido a nadie, pero sí nos sorprendió a todos.
Bajo ninguna circunstancia estoy proponiendo que nos recriminemos por no habernos preparado para lo que efectivamente ocurrió y está ocurriendo allá en los Estados Unidos. Lo que debemos criticar es que entre nosotros, acá en Puerto Rico, no nos hayamos sentado a dialogar hace décadas sobre lo que NOSOTROS queremos de nuestras instituciones universitarias, tanto de las públicas como de las privadas, que son nuestras también y que tienen como fácilmente siempre hemos dicho sobre la UPR, pero apenas de estas, un rol muy importante que desempeñar. Esta ausencia de deliberación franca entre instituciones de educación superior no es un fenómeno de estos años. Aun bajo aquel Consejo de Educación Superior que he traído a colación no se daba, la mayoría de las veces porque eran boicoteadas por quienes hubieran podido haber servido de líderes para encaminar una agenda que en una época como esta de escasez de recursos gubernamentales permitiría examinar y seleccionar sosegadamente alternativas que impulsaran un quehacer universitario articulado. Sin una presencia activa de la UPR en estas deliberaciones y posteriores determinaciones no se fue capaz entonces ni sería posible hoy desarrollar un sentido de propósito en la educación superior puertorriqueña que culminara en un plan estratégico para nuestra educación postsecundaria.
A menos que habite otro mundo, ¿quién no reconoce hoy en día la importancia que tiene el quehacer universitario en el desarrollo de economías industriales y post industriales? De no contar pronto con centros de investigación universitarios de calidad y un sistema articulado de educación superior en el que instituciones públicas y privadas aúnen sus recursos, Puerto Rico no podrá tener otra agenda que la de convertirse en una plaza turística más. Nunca lo universitario había sido tan importante para una sociedad y nosotros, con los recursos a mano, vergonzosamente no lo tomamos en consideración.
Más aún, es evidente que desde hace décadas en el país hay un sector político-partidista que ha soñado con hacer que se rindiera, se desmontara y se pudiera dejar en trizas y pedazos a la Universidad de Puerto Rico y a sus distintas unidades. Este sector estaba y está convencido de que había y habría ahora mismo una agenda política entre los estudiantes, el personal no docente y el profesorado dirigida a convertir a Puerto Rico en algo similar a la Cuba socialista y, más recientemente, a la Venezuela que intentara impulsar Hugo Chávez. A decir verdad, estas acusaciones no son de hoy y se le escuchan desde hace mucho tiempo principalmente a sectores reaccionarios del movimiento estadista puertorriqueño, aunque también a ciertos grupos autonomistas. Hoy están muy presentes en las abundantísimas ondas radiales de nuestro pequeño país, pero por suerte su discurso, malintencionado en la medida en que se valen de inexactitudes, mentiras y una paranoia delirante, es la mayoría de las veces incoherente.
En momentos como estos, en que se ha respondido al encarecimiento de la educación pública con el silencio, habrá entonces quien diga que se logró la rendición de los universitarios y que ya sometida la institución, se podría poner en marcha el proceso de desmontarla y dejar que sus pedazos sirvieran de recuerdo a un país que habría sido rescatado del mal. Este deseo de acabar con la UPR, íntimamente ligado a lo que se está llevando a cabo en el sistema escolar público en estos años, no se puede perder de vista a la hora de pensar el destino de nuestra educación superior, un asunto, vuelvo a reiterar, de extraordinaria importancia en estos comienzos del siglo veintiuno.
Esa menguada presencia de lo universitario que algunos quisieran ver que se afincara en nuestra vida pública implicaría el empobrecimiento de los imprescindibles ejercicios de reflexión crítica que toda sociedad necesita si aspira a conocerse mejor a sí misma y a la luz de esto pretende transformarse responsablemente. Estos ejercicios se nutren de la práctica científica y del quehacer humanístico cultural que protagonizan claustrales y estudiantes en el interior de toda institución de educación superior, ¡incluyendo las nuestras! No hay sociedad en la que los resultados de tales quehaceres no se compartan. En Puerto Rico vemos las universidades hasta en las fiestas nacionales, sus estudiantes protagonizando comparsas, bailes, dramatizaciones, entusiasmados como cualquier hijo de vecino. Pero las vemos también en las empresas, nacionales y extranjeras. Tan solo hay que preguntar dónde han estudiado sus ejecutivos, de dónde vienen sus empleados y si no han recibido invitaciones de alguna institución universitaria cercana para pertenecer a algún consejo asesor.
Claro que en ocasiones esa efervescencia intelectual genera grandes diferencias, diferencias entre profesores y profesores, entre estudiantes y estudiantes, entre profesores y estudiantes y desde luego entre administradores y el personal no docente, entre administradores y profesores y administradores y estudiantes. No se debe esperar otra cosa cuando hay personas que tienen como norte buscar la verdad, crear belleza, ser eficientes y efectivos, y además aspiran a que sus pareceres se den a conocer, y colmo de los colmos, dirán, a que se implanten. Realmente, es poco el tirijala que caracteriza nuestras instituciones de educación superior. Importante es que se aprenda de ello, que no se olvide, que se aprenda cada vez más de ello. Quienes ven el apocalipsis en un paro o en una huelga, sean los que defiendan o los que se resistan, hubieran tenido que aprender a reírse de sí mismos. Algunos hemos estado en ambos lados y sabemos que el secreto es la serenidad. En la vida de un pueblo tales encontronazos hacen aportaciones de gran importancia. Bajo ninguna circunstancia ello debe verse como razón para destruir una institución universitaria de la que en estos tiempos tanto dependemos.
Pero como se ven las cosas en este momento, ¿acaso estaremos condenados a no contar con una inmersión enriquecedora de lo universitario en nuestra vida pública que fortalezca la convivencia tanto material como espiritual de nuestra gente? Tal presencia nos permitiría en estos años tan evidentemente importantes para nuestro país, dar con nuestro destino histórico, lo que constituiría entre nosotros una experiencia de humildad en la que se aceptaría con madurez lo que se es.
Cierto es que Puerto Rico no ha tenido la mejor universidad pública del mundo, ¿pero qué país puede alegar que la ha tenido? Lo mismo se puede decir sobre nuestra red de universidades privadas. ¿En qué país del globo terráqueo se puede argumentar que se cuenta con la mejor, o con la ideal? La inmensa mayoría de las sociedades se encuentran, como nosotros, construyendo instituciones de educación superior que inspiren, alienten y contribuyan Ciertamente lo que hemos tenido pudo habernos servido mejor, como también ha ocurrido en infinidad de sociedades, pero fue lo que nos correspondió históricamente y en cierta medida y en el contexto que se nos dio, que fue el de una situación de una pobreza dramática, las universidades del país han estado a la altura de los retos que hemos confrontado, como es el caso de nuestro sistema de educación pública, aunque en la fácil y abundante crítica descontextualizada a la que lo sometemos, no se le reconozca.
No se puede negar que en nuestras instituciones universitarias públicas hoy se manifiesta mucho desgano y amplia frustración. Se tiene la impresión de que una mayoría del personal docente, como del no docente, agobiados muy seriamente por lo que allí viven, sienten que nada podrá evitar su eventual desintegración. Los primeros ven desaparecer plazas imprescindibles para la formación estudiantil e investigación profesional y los segundos ven cómo se pretende que con menos recursos haya una gestión administrativa que esté a la altura de los tiempos. Desde afuera otros tememos que con su evidente apocamiento se extingan corrientes de reflexión crítica en el país precisamente en un momento en el que, hablando históricamente otra vez, más se necesitan. Los mismos estudiantes, voces que tradicionalmente se expresaban claras en defensa de estas instituciones, apenas se escuchan. ¿Y dónde están aquellos que ocupan puestos de liderato en estas instituciones públicas que no le explican al país que están haciendo todo lo posible para que no se le ponga fin a más de un siglo de formación académica de calidad y de importantes investigaciones?
Urge que se haga algo pronto pues de lo contrario la Isla se quedará sin el recurso humano más importante de todos, la inteligencia. Ya sufrimos por la marcha involuntaria de decenas de miles de jóvenes con talento que enriquecerán otras sociedades. Nuestras instituciones universitarias tendrían que asegurarse de atender adecuadamente a los que se quedan y, si es posible, desarrollar iniciativas que le brinden la posibilidad de regresar a los que ya partieron. Pero sin instituciones sólidas en las que la inteligencia se reconozca, se estimule y se premie, volveremos a un pasado muy similar al que una vez vivimos. Aunque en vez de aquel inmenso cañaveral que se nos impuso, en esta ocasión serán hoteles inmensos los que poblarán nuestras fértiles tierras.
Esta articulación de la educación superior que necesitamos tiene que por fuerza incluir las universidades privadas. Ellas atienden más estudiantes que las instituciones de educación superior públicas y también cuentan con más profesores. En términos generales tienen un impacto más amplio en la población que las otras. Pero también hay instituciones universitarias privadas que se han especializado en programas que son de mejor calidad y otras, que en el proceso de transformarse en instituciones de excelencia, han llegado a ser para los estudiantes más atractivas que las del Estado.
Una articulación de nuestras instituciones de educación superior va a significar que todas las instituciones habrán de ser expuestas al ojo público, dinámica exigente a la que no están acostumbradas las privadas. Pero pese a que apenas se repare en ello, las universidades privadas también dependen de fondos públicos, aunque el origen de estos sea distinto, y porque son también subvencionadas gubernamentalmente, la ciudadanía tiene todo el derecho a expresarse sobre ellas, lo que definitivamente haría en cualquier proceso de transformación que se llevara a cabo.
La articulación que nos hace falta antes de que un porcentaje de estas instituciones cierre o se comiencen a clausurar programas, exigirá no solo del sistema de la Universidad de Puerto Rico, sino de las universidades privadas también, una mirada interna crítica que pondrá en jaque su convicción de que cada uno de sus programas y unidades es imprescindible. Exigirá a su vez de todas, públicas y privadas, que evalúen si sus programas y unidades están a la altura de otros que se pueden ofrecer más eficientemente y si el país necesita tantos programas de preparación de maestros, periodistas, tecnólogos, abogados o sociólogos, por ofrecer unos ejemplos. Naturalmente, se debe partir en todos los análisis que se lleven a cabo del compromiso de que la formación universitaria sea lo más accesible posible, tan gratis como la escolar cuando se tengan los recursos necesarios.
La articulación nos obligaría a atender interrogantes que no se han respondido con suficiente transparencia en nuestro mundo universitario y mucho menos por el País. Las que menciono aquí, concluyendo por ahora, son algunas, pero hay muchas más. Por ejemplo, ¿cuánta autonomía se está dispuesto a concederle a las instituciones de educación superior? Una vez obtenida esta, ¿se mostrarán los universitarios dispuestos a cerrar programas cuando estos hayan dejado de ser relevantes y a abrir otros con rapidez cuando se hagan necesarios? Igualmente importante, ¿estarán en la disposición de trabajar de la mano con el mundo de la industria, o de la agricultura, una de las prioridades que tenemos que asumir? ¿Con cuánto compromiso estaremos dispuestos a colaborar en el retador proceso de darle a la economía de Puerto Rico la columna vertebral de la que carece? ¿Qué rol deben desempeñar los fondos federales en nuestros esfuerzos por depender cada vez menos de ellos? Se trata de preguntas difíciles, como la que nos obligaría a señalar cuántas instituciones de educación superior realmente necesitamos. ¿Debemos mantenerlas a todas? Y quizás la más importante de las interrogantes, ¿podemos contar en nuestro país con los recursos mentales y emocionales que nos permitan crear un ambiente en el que se pueda discutir y luego ponernos de acuerdo sobre lo que debe ser la educación superior puertorriqueña en el futuro? Sin embargo, estas interrogantes y la más amplia reflexión en torno a lo que deben ser las universidades de Puerto Rico en nuestro contexto histórico permanecen incompletas si no nos remitimos a una discusión en torno a los entendidos, si los hay, de los que se nutre una sociedad como la nuestra.