Introducción a Más de Sodoma
“Esta fue la maldad de Sodoma, tu hermana: soberbia, pan de sobra y abundancia de ocio tuvieron ella y sus hijas; y no fortaleció la mano del afligido y del necesitado. Se llenaron de soberbia e hicieron abominación delante de mí, y cuando lo vi, las quité”.
Palabra del Señor.
Realmente no soy la persona indicada para presentar el alucinante libro de Miguel Ángel Náter, un mensajero alado que comparte con nosotros un librito llamado Más de Sodoma. No soy el indicado porque no me cuento entre los mejores lectores de lo mejor de la poesía puertorriqueña contemporánea; además, conozco muy poco de las aflicciones de gomorritas y sodomitas, hombres y mujeres que vivieron a orillas del Mar Muerto, cuerpo de agua lleno de asfalto e innumerables sales, vecino de la Cisjordania triste y actual. Pero me obliga a presentarlo una mancha enorme que curte las páginas del poemario o, si vamos a ser más exactos, una salpicadura aseada que ilumina el libro oscuro y pecaminoso que precisa nuestra lectura: me refiero a la generosidad.
Es generoso Más de Sodoma. Generoso es compartir el pecado (no hay uno más terrible que el solitario, miserable); generoso es también compartir la redención que implica la belleza, la cita, el refinamiento de las formas o las ocasiones en que una palabra suena bien junto a otra.
No pienso, queridos hermanos lectores, no quiero debo decir, aguarles los guiños literarios en un Mar Muerto de notas al calce; no puedo, me corrijo, porque me he acercado a esta poesía con una erudición muy embrionaria y con ojos casi vírgenes. Pero ciertas elucidaciones debo hacer; por ejemplo, ¿acaso el poeta que hoy celebramos cita a Rilke, Celan y Cernuda –al menos—desde la primera composición?
Los ángeles tuvieron una sed indecible…
…y bebieron. Bebieron.
de la sed de los hombres.
Saciaron sus espa(l)das, sus perfectas bocas
con la carne maldita, con la luna de sombras.
…y luego…
sería destruida la ciudad de Sodoma
para que no quedaran
grabadas en las rocas, en los huertos,
en los bellos jardines, en las playas,
donde Eros se abraza con Anteros,
las gotas de lascivia,
los oscuros deslices de los hijos de Dios.
“La belleza no es nada sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces de soportar, lo que solo admiramos porque serenamente desdeña destruirnos”, escribe Rilke, un místico vagabundo de otros mares vivos y destruidas ciudades. Contemplador de ángeles, asimismo habla con una voz desecada aunque anhelante. Testigo de cenizas también, nos había anunciado Celan su sed de beber la negra leche del alba. ¿Será la sed que causa cavar tumbas en el aire para inmensidad de cuerpos calcinados, como la mujer de Lot, por haber mirado atrás, o por haber mirado y punto? De cuerpos (parecería que solo de cuerpos) escribe Cernuda en versos imposiblemente prosaicos, llenos de órganos, extremidades, piel y, lo repito, ceniza. También tuvo una horrible sed el poeta de Las flores del mal: “L’horrible soif que me déchire / aurait besoin pour s’assouvir / d’autant de vin qu’en peut tenir / son tombeau; ce n’est pas peu dire” (“La horrible sed que me desgarra / para saciarse necesita / tanto vino como cabría / en su tumba, y no es poco”). La sed del vino de la muerte no se puede postergar.
Estamos ante el primer texto del ramillete. Me intriga la alusión a Anteros, hijo de Ares y Afrodita, que, como suele suceder con las deidades paganas, gobierna más de una actividad: se trata del patrón de aquellos que rechazan el amor, que no quieren enamorarse, pero –e importa en el libro de Náter y en la ciudad bíblica— azota a quienes contestan un gesto de amor con egoísmo e impiedad. No estuve ahí, pero me atrevo a apostar que cuando la ira de Jehová de los Ejércitos cayó sobre los hijos de Sodoma, Anteros debió desenvainar la espada, mientras se encrespaba su larga cabellera y batían sus alas de mariposa, para incinerar a los sodomitas, siervos de la maldición.
¿Cita Náter a William Blake en su segundo poema? La frase puede pasar sin ser advertida, sobre todo luego de que el poema nos ha referido a vampiros, a la decimonónica sed de absenta (que es, además, sed de ausencia), al Leteo, a Omar, a Apolo. Escribe Náter:
Por las calles desiertas de la antigua ciudad
la estatua de un efebo se dilata
cual una rosa enferma –sol desnudo,
cincelado mármol de Carrara—,
tristeza de la carne inerme,
ebrio del ajenjo, dios de humo,
casi muerto, racimo de arabescos,
con ese paso lento del que quiere no ser…
El místico Blake, conocedor de la Biblia, les habla a las rosas:
O Rose, thou are sick.
The invisible worm
That flies in the night
In the howling storm
Has found out thy bed
Of Crimson and joy:
And his dark, secret love
Does thy life destroy.
Jamás llegaremos a establecer si el “dark, secret love” de Blake mantiene afinidad con el “love that dare not speak its name”, de Lord Alfred Douglas, efebo del diecinueve, bebedor de absenta y sangre, un vampiro que, como el gusano del poeta romántico, encontró la cama de Wilde. Pero la antigua ciudad de Náter no se corresponde con el Londres decimonónico, sino con la Sodoma insostenible del novelista judío Moisés. Se trata de un espacio innombrable, como la urbe inasible de Baudelaire: “Alors, ô ma beauté! dites à la vermine / qui vous mangera de baisers, / que j’ai gardé la forme et l’essence divine / de mes amours décomposés!” (“¡Entonces, oh hermosa, le dirás al gusano / que con besos te comerá, / que he guardado la esencia y la forma divina / de mis amores descompuestos!”). Dejarse morder por ciertos gusanos conduce a ser heridos por la cólera divina.
Olvidémonos de Baudelaire por un instante. Hemos llegado a la Sodoma de calles desiertas en donde un “desnudo amor de piedra”, en palabras de Antonio Machado, se emparenta con el dios del humo. Leemos en Génesis 19:28 que, luego de la destrucción, “he aquí […] el humo subía de la tierra como el humo de un horno”. El Todopoderoso destruyó la antigua ciudad de jovencitos, rosas enfermas como Lord Alfred, que no supieron responder al amor inocente y deslumbrado de los ángeles. Fuego, azufre y luego, cenizas. Así se paga el atrevimiento de intentar tocar efebos tallados en el mármol de Carrara. El atrevimiento, la falta de generosidad de los sodomitas –que pudieron haber demostrado hospitalidad y amor, pero se descompusieron ante la belleza angelical– es ese invisible gusano que amenaza con entrar en casa de Lot.
O Rose, thou are sick.
The invisible worm
That flies in the night
In the howling storm
Has found out thy bed
El Creador de la belleza universal, que juega con incalculables variaciones de formas, que erige sistemas de la nada, Dios, que no tiene límites (poeta al fin) para inaugurar estatuas de hermosura infinita, suele caer en la monotonía a la hora de castigar. Sí, fuego y azufre una y otra vez más. Los hijos de Egipto habrán llorado cuando ese gusano (ese dragón) que vuela en la tormenta rugidora encontró la cama de sus primogénitos. Y enhorabuena. A las rosas enfermas no se les puede permitir que transmitan su morbosidad. La estatua del efebo que encontramos en los versos de Miguel Ángel Náter se ha embriagado con la hipocresía malcriada de Lord Alfred, con “el paso lento del que no quiere ser”. Se refiere nuestro poeta al joven que quiere morir (“que no quiere ser”, y ya), pero también al que no quiere ser lo que es. ¡Fuego y azufre! Al final, para quienes solo miran atrás con nostalgia, quedan la sal y el asfalto del Mar Muerto, no el mármol de Carrara, con que un maestro, tocayo del autor de Más de Sodoma, esculpió un mancebo irrompible llamado David.
Leo de nuevo a Náter:
Por las calles desiertas de la antigua ciudad
la estatua de un efebo se dilata
cual una rosa enferma –sol desnudo,
cincelado mármol de Carrara—,
tristeza de la carne inerme,
ebrio del ajenjo, dios de humo,
casi muerto, racimo de arabescos,
con ese paso lento del que quiere no ser…
Ha perdido su vida para siempre,
pues el amado irguió su derrotado Anteros
o no ha querido arder sobre su piel.
Los dedos no han cruzado a la tercera página del libro y ya de nuevo nos hemos topado con Anteros. Disculpen que insista con Anteros, pero le he dedicado horas de mi corta vida. Les ruego que me permitan citarme brevemente, con tal de puntualizar una minúscula imagen de este inmenso poemario.
“Anteros, el hermano gemelo de Eros, hijo también de Ares y Afrodita, [es] uno de los llamados “erotes”.
[…] Ovidio (Fastos 4.1), Séneca (Fedra) y Cicerón (De natura deorum 3. 21) lo mencionan, [pero] quizás la cita antigua más representativa de Anteros sea la de Pausanias. […]El rol de Anteros varía de relato mitológico en relato mitológico. En algunos, Anteros representa el amor correspondido. De otra parte, ya que el nombre del dios podría significar literalmente “el que se opone a, o está en contra de Eros”, se le presenta a veces como el vengador de los amantes no correspondidos, y en ocasiones compite (aunque lúdicamente) con su hermano Eros (Pausanias 6. 23. 5). Quien “deshacía el amor” era un personaje aún menos conocido, Lyseros, otro de los llamados “Erotes”. El rol de Anteros habrá variado, hasta que en el Renacimiento, como explica [Andrea] Comboni, “poteva rappresentare sia il vendicatore dell’amore disprezzato, sia il patrono dell’amore reciproco, sia il distruttore dell’amore, anche se, nella maggior parte dei casi”. Esta pluralidad de significados no dejó de desconcertar a humanistas de la talla de Equicola, como comenta Robert Merril. El estudioso cita un poema de Ovidio:
Est prope Collinam templum venerabile portam;
Inposuit templo nomina celsus Eryx:
Est illic Lethaeus Amor, qui pectora sanat,
Inque suas gelidam lampadas addit aquam.
Illic et iuvenes votis oblivia poscunt,
Et siqua est duro capta puella viro.
(Hay, cerca del portón de Collinia, un templo venerable al cual le dieron el elevado nombre de Eryx. Ahí reina una deidad, cuyo nombre es Olvido. Le ofrece auxilio indefectible a los enfermos; sumerge su antorcha en las frías aguas del Leteo. Allí van hombres y mujeres jóvenes, víctimas del amor no correspondido. Allí encuentran olvido de sus penas.)
Merril escribe: “This Amor would seem to have the function of the Lyseros, for he heals the heart and pours chill water of forgetfulness upon his own flame” (271). […]
Puede que las dos funciones del dios sugieran una ficticia contradicción de la misma forma en que Artemisa, o Diana, es la protectora de los alumbramientos, pero también de la virginidad. Privilegio la del contrincante de Eros, en parte por la alusión al dios en el título de uno de los principales tratados antieróticos italianos: el Anteros, [precisamente,] de Battista Fregoso. Igualmente, el personaje de Anteros podría arrojar luz sobre algunas referencias al rechazo al amor que ni siquiera lo mencionan: el Condestable de Portugal escribe en una glosa que Cupido dispara flechas de oro (que enamoran) y flechas de plomo (que desenamoran). Puede que el lusitano esté integrando en la figura de Cupido el semblante de su hermano, quien sí disparaba flechas de plomo”.
Nada. Cosas de gente que, como la esposa de Lot, espera pacientemente en lo que sus miembros de tornan en ceniza, volteando la cabeza hacia los sueños de un pasado lejano. Aunque la poesía de Náter no puede (literalmente no puede: se le hace imposible) dejar de dialogar con los clásicos, nos damos cuenta de que nuestro poeta ha preparado, además, diálogos con el presente. En su Sodoma maldita habitan seres impertinentes que quieren arder en la piel de los ángeles. Escribe Náter (sigo en el segundo poema de este libro):
Ha perdido su vida para siempre,
pues el amado irguió su derrotado Anteros
o no ha querido arder sobre su piel.
¿No querer arder sobre la piel de otro es un pecado? Zorba el griego diría que sí. Y uno que otro pagano más. ¿Pero acaso es justo destruir una ciudad entera por causa de un hereje de la fe de Cupido, un partidario de los ritos de su hermano Anteros? He leído en Alberti lo siguiente:
Llevaba una ciudad dentro.
Y la perdió sin combate.
Y la perdieron.
Sombras vienen a llorarla,
a llorarle.
–Tú, caída,
tú, derribada,
tú,
la mejor de las ciudades.
Y tú, muerto,
tú, una cueva,
un pozo tú, seco.
Te dormiste.
Y ángeles turbios, coléricos,
la carbonizaron.
Te carbonizaron tu sueño.
Y ángeles turbios, coléricos,
carbonizaron tu alma,
tu cuerpo.
Vuelvo a citar a Rilke, ¿por qué no? “La belleza no es nada sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces de soportar, lo que solo admiramos porque serenamente desdeña destruirnos”. Amén de que todo ángel es terrible. La cólera turbia cuyo deseo carboniza nuestros cuerpos de carne inerme desdeña arder serenamente en nuestra piel. Los hijos de Sodoma repararon en el desprecio de los ángeles y enloquecieron. Pero la furia de Jehová de los Ejércitos, misericordioso, no se encendió por el ardor de una piel aguijoneada. Jehová es sabio y entiende de aguijones, de pozos y carbones. Digo más, consciente de que no blasfemo: Jehová entiende nuestra locura.
Solo existe sobre la faz de Sodoma un pecado inexcusable, merecedor del más aburrido y horrendo de los castigos: el fuego y el azufre. Me refiero a la falta de generosidad. Náter lo supo desde antes de escribir y por eso guareció de la cólera divina a sus amantes, vampiros, deseantes y monstruos. Quiero decir que les dio generosidad. Los dejó amar con egoísmo sano que solo quiere rozar piel con piel, texto con texto. Los placeres de Más de Sodoma son tan inocentes que no merecen ni juicio: se trata de caricias intertextuales y minúsculos juegos literarios, imperceptibles divertimentos, mínimas generosidades, incapaces de encender la cólera de un Dios furioso.
El otro dios, con una minúscula crónica, cobra el aspecto del enfermo que se dilata como rosa, descrito por el poema de Náter como, repito:
tristeza de la carne inerme,
ebrio del ajenjo, dios de humo,
casi muerto, racimo de arabescos,
Dentro de la Sodoma réproba no quedan más que cuerpos calcinados o convertidos en sal y algún sobreviviente, testigo del escarmiento divino, convertido en vampiro vagabundo y lleno de deseo. Estos últimos podrían repetir las palabras del misterioso huésped que visita al monje Sosistrato, en el cuento “La estatua de sal”, de Leopoldo Lugones:
“He visto los cadáveres de las ciudades malditas […] He mirado humear el mar como una hornalla, y he contemplado lleno de espanto a la mujer de sal, la castigada esposa de Lot. La mujer está viva, hermano mío, y yo la he escuchado gemir y la he visto sudar al sol del mediodía”.
La prosa del argentino pudo haber anticipado el monólogo final del robot vampiresco Roy Batty de Blade Runner, muy famoso:
“I’ve seen things you people wouldn’t believe. Attack ships on fire off the shoulder of Orion. I watched C-beams glitter in the dark near the Tannhäuser Gate. All those moments will be lost in time, like tears in the rain. Time to die.”
Solo que el deseo inmortaliza al joven y al vampiro, quienes “no morirá[n], por su hermosura, por esa sangre azul que lo[s] delata”. El castigado vampiro de piedra, “espantosa amalgama de carne y peñasco”, por volver a citar a Lugones, insiste en acariciar una piel rebosante de la vida que carece (“rosa de oro florecida para siempre” la llama Náter: “rosa sin gusanos”, para todos los efectos) a la vez que el joven acechado ignora, en las derribadas calles de Sodoma, “que su suerte será la eternidad”, como leemos en el poemario. La eternidad depende del beso del vampiro, o del retrato de un artista o de la misericordia de los dioses, dependiendo de la superstición a la cual nos acatemos.
Solo he visto dos poemas de Náter en esta ocasión. No sé si embargarme de vergüenza o de orgullo. Quiero cerrar remitiendo a esa cualidad que redime a nuestro poeta y lo librará del fuego y el azufre. Vuelvo a citar al profeta Ezequiel:
“Esta fue la maldad de Sodoma, tu hermana: soberbia, pan de sobra y abundancia de ocio tuvieron ella y sus hijas; y no fortaleció la mano del afligido y del necesitado. Se llenaron de soberbia e hicieron abominación delante de mí, y cuando lo vi, las quité”.
La mezquindad de los sodomitas, su egoísmo, movió a los “ángeles turbios, coléricos” de Alberti a carbonizar las ciudades aledañas al Mar Muerto. Miguel Ángel Náter no tiene por qué temer el castigo monótono del Dios vivo. Ha querido asombrarnos, con una generosidad infinita, sirviéndose de palabras, con transitorias travesuras de imágenes que remiten a imágenes. De la tinta a la ceniza poco trecho hay. Desde la nada anterior al Génesis, en una horrenda página en blanco, la palabra de este mínimo profeta riopedrense creó mitologías fugitivas, sí, pero de las cuales ya no hay vuelta atrás. Náter osó caminar “lentamente tras de [un] recuerdo”, compartiendo su afición por las palabras. ¿Le resta a nuestro Señor otra opción que perdonarnos? Si de repente descubrimos que un poeta ha fortalecido “la mano del afligido y del necesitado” con una erudición irresistible, ¿quiénes somos nosotros, inexpertos exploradores de ciudades vírgenes recién instituidas, para juzgar los sortilegios expertos del fundador de una Sodoma que esquiva lenguas de fuego?
En la anécdota veterotestamentaria, Lot huye de sus compatriotas hacia la tierra de Zoar. Esta ciudad, iluminada y generosa, como los versos de Náter, sirve de resguardo ante la amenaza desconcertada de la ingratitud de los sodomitas. Quiso explicarnos Baudelaire que “el que se embriaga de una sombra / que pasa, siempre es castigado / pues deseó cambiar de sitio” (L’homme ivre d’une ombre qui passe / parte toujours le châtiment / d’avoir voulu changer de place”). Lot y su familia huyeron del castigo. No todos lograron llegar sin convertirse en sal.
Hoy no pude sino condenarme a leer dos poemas de Más de Sodoma, invitándolos, con demencia, a que devoren el libro como gusanos de papel. ¿Tendré que ofrecerles visitar estas páginas como los beodos repasan los márgenes de una copa de alcohol? Si releer los versos de Náter lleva a enfrentarse con la espada chispeante de los mensajeros de Dios, los exhorto, hermanos míos, a convertirse en estatuas de sal. Quién sabe si el tiempo trocará la sal de nuestros cuerpos en estatuas talladas en mármol de Carrara.