Isaura y Lolita
El destino de unos aretes es muy incierto. Los de Isaura han sobrevivido mudanzas, separaciones, casamientos, tropiezos, enfermedades y cambios profundos. La primera vez que salieron a pasear fue 48 años después de su muerte. Llegaron hasta las calles del San Juan Viejo donde se dieron cita un centenar de mujeres a honrar la memoria de Lolita Lebrón con pistola y flor. La bisabuela Isaura era una mujer sesentona cuando Lolita fue arrestada por empuñar la suya a los 35. Quizás se persignó, sonrió aturdida al ver la foto en el periódico de esa joven mujer siendo arrestada y se le iluminaron los ojos.
Impensable el acto de Lolita. Y admirable, pensarían para sí muchas mujeres que en ese marzo de 1954 ni siquiera se atrevieron a decirlo bajito temiendo calumnias, rechazo y persecución por musitar algo así. Ni siquiera en el círculo íntimo de las primas, con las que Isaura cosía pañuelos en el balcón, se comentó la noticia. Pero, entre las mujeres, esa mañana el primer abrazo del día fue un poco más largo y más de una perdió el surco de las puntadas imaginando el acto imposible de esa otra mujer que nació cerca de allí. Conscientes de la aterradora violencia con la que respondería el estado, guardaron un silencio ceremonial, cuya reverberación acompañó a Lolita los 25 años que estuvo en prisión.
El día del centenario de Lolita un grupo diverso de mujeres desfiló uniformadas y entonó al unísono un desafío para recordar su valentía, coraje y dignidad. La fuerza de esa Lolita multiplicada fue producto de un mar de cuerpas comprometidas, hace muchas lunas, con honrar la memoria de las mujeres luchadoras, osadas y combativas de esta tierra. Lo hacen a diario, como proyecto de vida, en salones de clases, escenarios, oficinas, en el taller de trabajo artesanal, la calle y en sus escritos. Entre ellas el abrazo de los encuentros es siempre también un poco más largo. Son de todas las edades. Juntas cargan la sabiduría del camino andando, el deseo de aprender unas de otras y, también, mucha alegría por vivir.
Ese día todas comenzaron el ritual preparándose para llegar a la vieja cuidad ataviadas con el ajuar icónico de Lolita, incluido el rojo intenso en sus labios. Allí invocaron su memoria y agradecieron la inspiración. Sumirse en la fuerza del tiempo ceremonial –ese que requiere silencio, moverse de otra forma, esperar, mantenerse en sintonía y salirse de sí– las hizo vibrar en lo profundo. Temprano en la mañana cuando se preparaban para el encuentro se detuvieron a mirar con detenimiento el rostro joven de Lolita y su porte. Admiraron la mirada decidida, su gracia, su soltura, su fuerza y reconocieron la propia. Igual que Lolita, se pusieron también unas pantallas coquetas, como las perlas grises de mi bisabuela Isaura, para salir a la calle, a gritar sin miedo, juntas y en una sola voz: que vivan las mujeres que luchan por la libertad, ¡que vivan!