Kafka
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Franz Kafka en 1906
La absurdidad kafkiana contemporánea se hace aterradoramente visible en la violación sistemática de derechos humanos en distintas latitudes, convirtiendo la vida de seres vivientes en desechos prescindibles; en la declaración unilateral de estados de sitio para oprimir la disidencia y acallar la crítica; en el asesinato o apresamiento sin causa de opositores políticos por gobiernos constituidos que reclaman ser progresistas de izquierda; en la creación por ciertos gobernantes de leyes arbitrarias y cambios repentinos en las constituciones para perpetuarse burdamente en el poder; en la discriminación y el racismo visceral contra personas desconocidas tan solo por la pigmentación oscura de su piel, o su origen étnico, o sus creencias religiosas; y, más recientemente, en la matanza inmisericorde de civiles indefensos en una guerra inesperada, declarada por un país vecino que está hermanado por su historia, lengua y cultura.
Cómo explicar sino kafkianamente la desaparición misteriosa de cuarenta y tres jóvenes estudiantes rurales de educación en Guerrero, México, en 2014, secuestrados e incinerados sin causa revelada para sus padres y familiares; o la decapitación cruel en nombre de Alá de decenas de víctimas anónimas por un estado islámico cuyo fundamentalismo colinda con la demencia; o el desmembramiento y desaparición de un periodista en una embajada, por encargo del príncipe heredero del gobierno de Arabia Saudita; o la reducción de ciudades a ruinas en un país como Ucrania, a manos de un estado prepotente e imperial y por órdenes de una figura tenebrosamente oscura como Vladimir Putin, aliado por cierto de las fuerzas nacionalistas de derecha más retrógradas en Europa, Asia y Estados Unidos. Y todo esto seguido por silencios sospechosos, investigaciones inconclusas, desinformación sistemática y una carcajada gutural escalofriante. ¿Acaso no es esto lo kafkiano? ¿No fue este mundo escatológico el que vio Kafka con lucidez?
Kafka nos legó creaciones conmovedoras que narran su mundo alienado, y que transpiran enmohecimiento, descomposición, degeneración, impersonalidad, distancia, deformación, misterio y muerte. Aquel trabajo enajenado del que hablaba Carlos Marx en sus Manuscritos es reactualizado en la literatura kafkiana como un mundo alienado existencial, en el que estamos pero no somos parte, al que pertenecemos pero en el que nada es nuestro; un mundo social que nos impide reconocernos en él porque ya no lo vemos como nuestra propia creación, en el que habitan burócratas corroídos con poder, en el que la intriga y lo inesperado es hábito, y en el que solo deslumbra su cultura fetichizada del espectáculo vacío. Las pesadillas de Joseph K, Gregorio Samsa o Karl Rossman son parábolas silentes que perviven con nosotros. Una realidad cruda emula la ficción kafkiana con sus elipsis y ambigüedades reveladoras, escamoteando la verdad y esperando la sorpresa, y con la sensación de vivir en el lugar impropio que hace tiempo dejó de pertenecernos.
Pero las formas del alma que la literatura comparte siguen siendo belleza encapsulada. Ni la angustia ni la soledad ni el pesimismo kafkiano eclipsan la estética de sus palabras. Kafka presagió la civilización del espanto y lo fantasmático que vivimos; pero también creó el arte de lo sórdido y lo absurdo en tiempos de despropósito. Aquel modo irremplazable de contar historias permitió reconocer a sus predecesores, como bien apuntó Borges; mas, no menos, permite reconocer, en este presente que huye, todo lo mirado a través de sombras por el escritor sensible que no pudo quemar sus papeles.