La arquitectura del agua: acercamiento a La piscina
Trato de repasar, en la memoria, si existe otro texto novelístico puertorriqueño en el siglo XX cuyo párrafo inicial me haya conmovido tanto como el que abre La piscina, de Edgardo Rodríguez Juliá. He sopesado, desde luego, los trabajos clásicos de René Marqués, de Pedro Juan Soto y José Luis González, entre otros, y he vuelto a visitar, con Pirulo, la visión monumental y sublime del mar que nos regala La víspera del hombre. Aún así, hay algo en el comienzo de este texto que cautiva, que hechiza y que despierta en el lector el deseo de saber, el ansia de continuar más allá, buscando el sentido. Es lo que Peter Brooks denomina, tan oportunamente, “to read for the plot” leer para la trama, dejarse seducir por las fuerzas que mueven un texto hacia adelante. La escritura, que en Edgardo es siempre precisa, depurada, existe en un estado de suspensión, recuerda Paul Ricoeur, hasta que el lector o la lectora la vuelven presente, actual, inmediata. Así, las primeras páginas de esta obra nos instalan en un cuarto de hospital en el que se muere, acechado por la luz mañanera, el padre de Edgar, el arquitecto que protagoniza esta historia. La estructura entera del relato, con sus ecos internos, sus vasos comunicantes, sus voces alternas y sus elipsis, gira en torno a esta tensión fundacional: un hijo asiste a la muerte de su padre, entre vengativo y misericordioso, y esta experiencia lo empuja a confrontar el tejido de sus propios recuerdos. Como punto de partida, como imagen, la escena de esta agonía anticipa que uno de los dramas que recrea esta narración, de muy diversas maneras, es el de una masculinidad en pugna consigo misma. Y desde ella, más que del duelo, de la presencia inmanente de la melancolía: que es el verdadero espíritu de la vida en la ciudad. Es la perplejidad dolorosa de la rememoración, su dificultad natural, lo que aquí se fabula.
Pero La piscina, lejos del clisé o el lugar común, destaca por esa asombrosa simetría que caracteriza su construcción: nueve capítulos que se entrelazan y se comunican, y que compendian, magistralmente, buena parte de las preocupaciones que permean la obra de Edgardo Rodríguez Juliá. Este es, sin duda, un libro de enorme delicada belleza, pero no por ello deja de ser un libro duro, un libro que quiere trazar el itinerario de un sujeto cuya voz puede oírse, pero no imitarse, porque tiende a la disolución más que a la continuidad. En rigor, sin embargo, este texto también nos ofrece, al mismo tiempo, un viaje hacia y por las texturas de la memoria, que están hechas, sugiere la novela, de sombras inaprensibles, de rencores antiguos e incluso, de ternuras acumuladas e inscritas en el paraíso perdido de la infancia. La evocación de Edgar recupera para el lector un clima de opresión familiar y de violencia contenida, bien es cierto, pero de igual forma esboza las coordenadas de un mundo y un orden que, con el proyecto de modernidad política y económica, se resquebrajó. Esta es, por tanto, la crónica novelada de una nostalgia: el retrato en carne viva de una carencia. Edgar, que hurga y maneja fotos, cartas, papeles que son vestigios de un íntimo naufragio, hilvana, emparenta, esa hecatombe privada con la catástrofe pública. Corre, en su mente, la tumultuosa década del cincuenta: la pólvora de la fallida Revuelta Nacionalista todavía impregna el aire. No nos quedará nunca claro si el cisma en el hogar, núcleo original, es reflejo, causa o consecuencia de los vaivenes del mundo externo, o si sucede a la inversa. La representación de esta remembranza, no obstante, sólo conduce a una certeza: aquello que está en crisis es, más que un grupo de metáforas o símbolos, la memoria misma y sus usos. Como cuestión de hechos, no creo que exista otro autor del patio en cuya obra se cristalice de una manera más dramática la complejidad inherente a esa dicotomía que contrapone la esfera privada a la pública. Prueba de ello son El entierro de Cortijo, Una noche con Iris Chacón, Las tribulaciones de Jonás y El cruce de la bahía de Guánica.
Esta es, por otra parte, una novela de espacios polivalentes, de áreas y lugares que, en sí mismos, ya plantean una visión problemática de la confección de nuestros entornos y del lugar que en ellos ocupa el individuo: el soberao, el caserón de Aguas Claras, el nuevo edificio escolar, la biblioteca del abuelo, el parque de pelota y la incómoda residencia en la ciudad capital, tanto más repelente en cuanto remite al desplazamiento forzoso y al desarraigo de un clan. De manera que, más que recordar personas, la narración acapara sitios. No en balde, uno de los momentos más sugerentes del texto es el que presenta a un Edgar fracasado, hurgando en un álbum de fotos viejas y desorganizadas. El vínculo entre el personaje y la fotografía documenta, a simple vista, “el pathos de la añoranza” del que habló SusanSontag. Es, en el fondo, el lenguaje de la imagen imponiéndose sobre la realidad, el pasado desplazando, constriñendo, amoldando al presente, y ventilando la evidencia de un fracaso personal: el colapso de las ilusiones.
Estipulado: Edgardo Rodríguez Juliá retoma, en La piscina, el héroe de sus mejores entregas, el hombre en picada y en pleno trance de medianía de edad: los tipos que ya retrató en Mujer con sombrero panamá y Sol de medianoche. Esto guarda una vital coherencia con el resto de su producción literaria donde se nos repite, una y otra vez, que el ser humano es, como argumentó Heidegger, un ser de lejanías, un animal que recuerda. Pero, ahora bien, si el recuerdo funciona, al decir de Freud, en clave de reescritura, ¿qué es lo que rememora Edgar? ¿Qué instancias privilegia? Habría que coincidir con el excelente prólogo de Carolina Sancholuz: esta es la vívida relación del instante en que la adolescencia cruza el umbral de la inocencia. Por eso, ante la muerte del padre, fenómeno clásico del psicoanálisis, esta búsqueda suicida de la identidad se detiene en el cruce de biografías: las vidas de Edgar y sus progenitores se contraponen, se confunden y se mezclan, y es desde ahí que comprendemos la angustia del protagonista, su tedium vitae. Es decir, su lucidez, aquello que le permite entender las infidelidades del padre y la histeria de la madre, los vaivenes del deseo homoerótico y las complicaciones del panorama político del país durante la década del cincuenta. Quizá, y digo quizá, La piscina está hablando de la conquista de la memoria como un gesto de profunda, radical violencia que se inflige así mismo el individuo.
Pero no todo, en cambio, es de factura trágica. Hay tres episodios en el texto que, sugiero, deben leerse con particular atención. La primera es la llegada del huracán Santa Clara. Frente al impacto y la inminencia de la tormenta, la familia se refugia en la biblioteca del abuelo, que sobrevivió los rigores de San Felipe en 1927. El poder, la exactitud de la descripción se combina e intercala con una agria disputa matrimonial. A medida que los vientos azotan afuera del caserón, también lo hacen adentro: es la diatriba de la madre que, selectivamente, cuestiona y disminuye la virilidad y los talentos del esposo. Gran juego narrativo éste, que muestra la maestría inequívoca de un escritor en absoluto control del fondo y de la forma.
El segundo es el momento en el que la madre, enferma de celos, imagina a la amante del cónyuge y se refiere a ella con todos los vocativos y epítetos al uso en el habla puertorriqueña de aquella época y de ésta: tusa, fleje, sucia, escombro, puta, correcostas, corteja, querida, vividora, quita maridos, quita machos, cafre, cogioquera. El arranque termina en un encuentro en plena avenida: la otra, la ilegítima, la rubia de farmacia, visita la casa de la 65 de Infantería, y allí se forma la refriega entre marido y mujer, develado ya de una vez, el triángulo amoroso. Pero ella, en medio de la algazara, se dedica a consolar al niño que llora sin entender, y que compara “las chinelas afelpadas de Laura” con los tacones de plataforma de la mujer, las uñas pintadas y la falda tubo de la amante, con la facha de su madre. Esa focalización doble, cinematográfica, es uno de los pasajes mejores logrados del libro, porque ilustra uno de los aciertos característicos de las obras de Edgardo: esa mirada mordaz, desencantada, crítica de la realidad, no exenta sin embargo de una difícil, áspera ternura.
El tercero de estos episodios es la visita que hacen, al parque Sixto Escobar, el padre y el hijo para asistir al juego final de la Serie del Caribe entre Cuba (Tigres) y Puerto Rico (Criollos). Esa era, me parece a mí, una página que le hacía falta a la literatura puertorriqueña y que Edgardo no abordó del todo en Peloteros: la descripción detallada de un estadio de béisbol en pleno delirio verbenero, la recuperación de personalidades que ya pertenecen a los grandes mitos de la historia popular (Terín Pizarro y Orlando Leroux, entre ellos), el recuento exacto de lo que acontece en el diamante y de sus consecuencias en las gradas, la consagración del espacio deportivo como un microcosmos, como suma y apoteosis de una personalidad colectiva. Y en medio de ese desenfreno, de esa suerte de carnaval caribeño, un niño que mira y entiende que ese otro paraíso de la infancia, el campo de béisbol perfecto y dorado por el sol, es susceptible y también será destruido: “Aquel espacio mágico probó ser falso, engañoso y hasta cruel, porque llovieron botellas al terreno de juego y la violencia se espesó en el aire cenizo. Los peloteros de Caguas rodearon al árbitro y los fanáticos comenzaron a saltar al campo de juego, perseguidos por los policías estatales…”
En la extensa obra de Edgardo Rodríguez Juliá, La piscina viene a ocupar, me parece, un lugar central. Y es que aquí su propuesta alcanza niveles de sofisticación y significación más audaces y profundos, más ágiles y dinámicos, más intensos. Estamos, advierto, ante un gran creador que ya comienza a esbozar aquello que Edward Said denominó “late style.” Esta novela, en consecuencia, compendia las obsesiones que han alimentado su vocación, y las ofrece en su estado más puro. Esta es, de algún modo, su Suma teológica. La textura de su lenguaje, tan lleno de registros, tan variado, nos regala una prosa alusiva, compacta, siempre al acecho, una prosa que es, al decir de Freud, una explicación y una exploración de lo inteligible. En este punto, Edgard, el arquitecto, y Edgardo, el escritor, se dan la mano.
Cuando pienso en la obra de Edgardo Rodríguez Juliá viene a mi memoria la consigna de Maurice Blanchot: “Escribir, la exigencia es escribir”. Pocos autores puertorriqueños se han dedicado con tanto ahínco a la solitaria orfebrería de la literatura. Edgardo es uno de ellos. Ahí radica su compromiso ético y estético, su lealtad política: conferirle claridad y significado a las palabras, al devaluado y olvidado acto de contar. Y eso es precisamente lo que hace en La piscina, que es, como todo lo que ha escrito, literatura antillana y universal de la mejor.