La belleza americana
Ahí están, como epítome del trastorno de identidad política del país, yuxtapuestos como un policía en uniforme de antidisturbios en un inocente kindergarden, la declaración elaborada por Jefferson en 1776 de que todos los hombres son creados en igualdad y la declaración de la constitución del 1787 de que para efectos de la representación política, después de excluir a los «indios,» al conteo de personas libres se le podía añadir a los esclavos pero sólo como tres quintos de una persona.
Los objetivos cardinales de la constitución estadounidense fueron crear una unión más perfecta, establecer la justicia y promover el bien común. Para lograr esos objetivos se consideraba necesario prohibir los títulos de nobleza, establecer un mecanismo para evitar los conflictos de intereses que la concurrencia del poder legislativo y ejecutivo podían generar, y un mecanismo para castigar al presidente, vicepresidente y a toda la oficialidad civil del estado por actos de traición, soborno y otros crímenes, ya fuesen serios o menores.
Al mismo tiempo, la constitución afianzó la institución de la esclavitud al garantizar el curso de la trata de esclavos por toda una generación a partir de la adopción del documento y al determinar que la cadena de la esclavitud era inquebrantable, que de la esclavitud no había escape, dándole el derecho absoluto a los esclavistas a reclamar a aquellos esclavos que le dieran por escaparse a otros estados. A tono con su carácter federalista, la constitución quedó silente respecto a quienes tenían derecho a votar, dejándole esa decisión a los estados. Con ese silencio, la constitución articuló otra contradicción de sus objetivos al mantener a las mujeres y los hombres sin propiedad excluidos del derecho al voto.
Una vez concluida la Guerra Civil, la abolición de la esclavitud es seguida por el sistema de segregación racial Jim Crow. En un lado de la pantalla uno puede ver la enmienda número catorce a la constitución, garantizando el derecho a la protección egalitaria de la ley, la enmienda número quince dándole el derecho al voto a los negros y en el otro lado refulgen el nacimiento del Ku Klux Klan, los linchamientos, los impuestos electorales, los requisitos de alfabetismo para votar, y las clausulas de derechos adquiridos que para todos efectos legales y prácticos anulan los derechos establecidos por las enmiendas.
En las postrimerías del siglo diecinueve, uno puede ver la exclusión de los chinos en un lado de la pantalla americana y en el otro lado la contribución de éstos a la construcción de la vía férrea transcontinental. Se puede ver el vigoroso desarrollo industrial capitalista que introduce de forma impactante el urbanismo y la urbanidad a la misma vez que la garra imperialista del capital y de su estado se afianza en Cuba, Puerto Rico y las Filipinas y de la cual Puerto Rico, para bien o para mal, no se ha querido zafar. Luego, en el siglo veinte, a un lado de la pantalla están la reformas del Nuevo Trato, las leyes laborales que alientan el desarrollo del movimiento obrero y la iniciativa de Woodrow Wilson en el frente internacional promoviendo la Sociedad de las Naciones, mientras que al otro lado están las intervenciones militares en el Caribe y América Latina, la ley de inmigración del 1924 que codifica el racismo xenofóbico contra los asiáticos en general y contra los japoneses en particular, la exclusión de los negros del acceso a programas establecidos durante el Nuevo Trato, la ley Taft-Harley, que le da más privilegios y poder de regateo a los patronos que a los obreros, el confinamiento de ciudadanos japoneses e italianos en campos de concentración y la persecución y deportación masiva de trabajadores mexicanos durante la infame Operation Wetback.
No es sino hasta la segunda mitad del siglo veinte que uno puede ver cómo el lado oscuro de la pantalla se encoge poco a poco para dar cabida al creciente número de expresiones de lo que justamente se puede concebir como la belleza americana: el movimiento de derechos civiles, las campañas contra la Guerra de Vietnam, el movimiento ambientalista, de mujeres y de derechos sexuales, la ley de derechos civiles del 1964 y la ley de derechos de votantes del 1965; la abolición, gracias en gran parte a iniciativas puertorriqueñas en Nueva York, del requisito de alfabetismo para votar, el uso de papeletas electorales bilingües y la institución de la educación bilingüe –otros dos logros que contaron con una contribución Boricua, hecha a través de ASPIRA y el Puerto Rican Legal Defense and Education Fund.
Es cierto que todos estos logros estuvieron acompañados de desvaríos, retrocesos y acontecimientos nefastos. ¿Quíen puede olvidarse de los asesinatos de Fred Hampton y Julio Roldán, de Martin Luther King, Jr., Malcom X, y los hermanos Kennedy? El movimiento de derechos gay nace del brutal asalto al Stonewall Inn en el vecindario de Greenwich Village en Manhattan en el 1969. Antes de eso, los puertorriqueños se habían amotinado en Chicago en el 1966 y en Nueva York en el 1967 en protesta contra condiciones de vida desdichadas y contra la brutalidad policíaca. El movimiento ambientalista es la respuesta ciudadana al smog y la lluvia ácida, al uso del combustible fósil, a la destrucción y matanza de flora y fauna y al envenenamiento humano gracias al uso de sustancias químicas como el DDT en la agricultura y de la presencia del plomo en la pintura y el agua potable.
En fin, que no hay manera de hablar de la belleza americana sin aceptar la yuxtaposición de esas dos pantallas que nos revelan tanto lo bueno como lo malo de la realidad histórica y contemporánea de Estados Unidos, una realidad que es a la vez insólita y trillada, horrible y deslumbrante. El 6 de enero del corriente, lo insólito se tornó grotesco y aterrorizante cuando una turba de insurrectos desaliñados intentó subvertir el orden democrático norteamericano, desecrando el Capitolio, amenazando con colgar a miembros de la clase política del país, y dejando una estela de destrucción y muerte a su paso.
Dos semanas después, en medio de un cerco de vallas de alambre y concreto, rodeados de más tropas que las estacionadas en Afghanistan, pero también iluminados por cuatrocientas luces refractando su aura en el agua quieta de la piscina reflectante del monumento a Lincoln y honrando la memoria de las víctimas del virus Corona, con una alfombra de miles de banderas plantadas en la grama de la explanada entre el capitolio y el monumento a Washington representando a los ciudadanos que en circunstancias normales habrían estado presentes, Joe Biden y Kamala Harris tomaron posesión de sus cargos en una ceremonia que, aunque es una mera imagen sincrónica, encapsuló lo más cautivante de la belleza americana.
La imagen más impresionante de la parte formal del evento fue sin duda la administración del juramento a la constitución a Kamala Harris por la juez de la corte suprema de Estados Unidos Sonia Sotomayor. Nada podía capturar con mayor esplendor y emoción el significado de la ciudadanía estadounidense que el acto en el cual una mujer hija del Bronx, de padres puertorriqueños, ocupando uno de los puestos más altos de la jurisprudencia del país, certificó el ascenso de una mujer de color, hija de inmigrantes, a uno de los puestos más altos del aparato ejecutivo del estado. La imagen más impresionante de la parte artística fue el canto del himno nacional americano por parte de Lady Gaga, que con su cuerpo diminuto, su nariz exuberante, con su traje de talle negro y falda roja abombachada, como si estuviera ensartada en una nube, su gigantesco broche dorado representando una paloma de la paz, y su voz dulce y la vez estentórea hizo que ese himno repleto de imágenes violentas sonara como una canción de amor.
Cada vez que Tom Hanks o el locutor del evento anunciaban el próximo acto yo me preguntaba cuándo iban a nombrar a una cantante o grupo de jazz, a un mariachi, un conjunto o una orquesta de salsa. Cuando vi el nombre de Manuel Lin-Miranda pensé que me tendría que conformar con una canción de In the Heights o de Hamilton o algo así pero definitivamente nada de salsa. Me quedé frustrado al ver a Lin-Miranda recitar un poema de un poeta irlandés pero me consoló haber visto a J-Lo en su atuendo blanco majestuoso y su cara iluminada cantando con dulzura y sentimiento e intercalando versos en español, la canción de Woody Guthrie «This Land is your Land,» una puertorriqueña del Bronx colonizando el territorio americano a son de armonía y solidaridad. Una pena que no hubo salsa ni jazz pero al menos escuchamos una pizca de reguetón.
De Amanda Gorman ofreciendo su visión juvenil y sabia, optimista y multicultural, con su traje amarillo resaltando su piel negra deslumbrante y su diadema roja enmarcando su moño escultural, a Bruce Springteen con una simple guitarra acompañando su voz ronca y conmovedora instándonos a ver al país como una tierra de sueños y esperanza; de Tim McGraw con su sombrero negro de charol y su chaleco negro acolchonado, haciendo un llamado a la unidad sin sonar cursi, a Katy Perry con su manto blanco con botones rojos y azules, cuya figura fue eco de la de Lincoln iluminada en la distancia, terminando su acto con una pose mimética de la estatua de la libertad y cantando que el arcoiris siempre viene después del huracán, la noche del 20 de enero fue emblema inmaculado de la belleza americana.
Es cierto que la postura y expresión facial de Bernie Sanders gritaban retraimiento pero ¿qué se puede esperar de alguien que se distingue por ser huraño no importa la circunstancias? No obstante, Sanders es símbolo de un aspecto importante de la belleza americana: el pensamiento disidente y crítico. Más allá de todos los memes que circularon en las redes sociales y los medios noticiosos al otro día del acto, su postura es también emblema de la seriedad de los retos que la administración de Biden y Harris tendrá que enfrentar. Son retos que nos competen a todos y debemos contribuir a superarlos, no a la manera servil del Trumpismo Republicano sino apoyando lo bueno y criticando lo malo. Aunque esta América de la que hablo no es la América de la que hablaba Martí, debemos ser portaestandartes de su belleza siguiendo la pauta de la canción que J-Lo cantó pues la tierra norteamericana es también nuestra América.
El acto de apertura de la nueva administración federal culminó con un despliegue impresionante de fuegos artificiales. Ese momento, lleno de explosiones de color que al menos por un poquitín de tiempo ocuparon toda la pantalla, fue a la misma vez culminación y fanfarria, fue la clausura de un instante lleno de simbolismo patriótico del bueno –del que se afianza en sentimientos de comunidad, solidaridad, unidad, empatía, compasión y decencia– y el anuncio de la intención de prolongarlo. Apenas veinticuatro horas después del acto inaugural, en la Oficina Ovalada de la Casa Blanca, el retrato del esclavista genocida Andrew Jackson había sido reemplazado por un cuadro de Benjamin Franklin, una figura prominente de la Ilustración Americana. A espaldas del escritorio del presidente ahora está un busto de César Chávez. Esperemos que este momento de belleza americana perdure, dejando atrás la fealdad de los pasados cuatro años y que esa belleza no termine como siempre terminan los fuegos artificiales o peor.