La captura imposible
Cabe decir que la mesa de Elizabeth Robles donde se desarreglan los fragmentos que constituyen la materia prima de esta exposición múltiple es la metáfora espacial que alberga las marcas de su Libro de las fechas. Sobre esta mesa, emblema de su proyecto enclavado en la heterogeneidad, se disponen horizontalmente cuatro muestras de suelo visitado, dos libros conteniendo pasajes de Heidegger (El origen de la obra de arte) y del Fredric Jameson de On Postmodernism, ambos rememorando unas botas a lo Van Gogh o unas zapatillas postmodernas (los “Diamond Dust Shoes” de Warhol), una libreta de apuntes, una escultura de lino y cera que parece un lápiz, una chancleta rosada de niña recuperada del agua, un ojo de mangle, un mapa geológico que vertebra el desplazamiento, pigmentos, un mini-video, un rollo de lino impregnado de diversos pigmentos, piedra volcánica, piedra de pico impregnada de cera, dos husos color naranja y otros objetos extraídos de los lugares que Robles recorrió, a saber, El Yunque, un bosque a nivel cero del mar en Sábana Seca, un bosque en Humacao cerca de Palmas del Mar, un Bosque de Castilla Elástica en el Tallonal, Arecibo, y el mangle de Piñones, todos ellos lugares en Puerto Rico. Se trata de terrenos bajos de mangle y mar, y una zona alta lindante con el cielo, el Bosque de las Nubes en el Yunque. Lo que en esta mesa se exhibe son los restos que provienen del lugar, materialidades que fluctúan entre las muestras de suelo y la idea relativa al concepto de arte. Pero regreso a mi lugar inicial porque la enumeración de los objetos perdió de vista mi primera afirmación relacionada con la palabra “desarreglan”, medular a esta reflexión. Uso el vocablo “desarreglar” porque sabe ella, más bien, sabemos, que la captura es imposible, y por eso los objetos que usó para desplazarse por los lugares que vio e intervino (debo decir estudió, exploró, olió o tocó) aparecen desarreglados, se hallan ahora esparcidos por una superficie otra, pero no ajena, porque es de madera de árbol la mesa y está construída por el humano, quien también es parte de la naturaleza. Allí donde son clasificados los objetos se desarreglan más.
El gesto de desplegarlos sobre la mesa a modo de exhibición, uno al lado del otro, carece afortunadamente del sentido reduccionista que comporta toda clasificación. Los pone allí Robles para que aparezcan de otra forma y se reb(v)elen con uve y con be, en esa forma que es el aparecer del objeto estético que se tiende entre dos, quien lo produce antes y quien lo produce después en diálogo conversador. Esta mirada horizontal desplegada en la mesa rinde cuenta del recorrido por una superficie que se replica en otra contenida en el libro. Es decir, asistimos a una cámara de ecos, visuales e intertextuales (materiales ambos) que se despliegan horizontalmente sobre dos superficies: una mesa de trabajo y un libro que opera a manera de bitácora de viaje. Me refiero a todas las marcas intertextuales que ha esparcido como un tejido sobre El libro de las fechas y donde, entre otras, me encuentro con una cita proveniente de mi libro más reciente, Cuerpo nuestro: “Sólo vivía para una fecha”.1 Pero hay también otros textos sonoros y escritos que habitan el bosque de las fechas, a saber, fragmentos de la poesía de Julia de Burgos a quien se le dedica el libro en este centenario, Octavio Paz, Marigloria Palma, Alejandra Pizarnik y Carmen Zeta, dos poemarios previos de Elizabeth Robles,2 un video-canción titulado “Jardinera”, de Rita Indiana Hernández y diversos artículos de tema ecológico.
Elizabeth Robles, manejadora del arte de la superposición en la mesa y en el texto, ha tejido una red de referencias, todas en contacto dialogante con las señas sonoras en un uni-verso donde se reestructura creativamente la experiencia por los bosques. Aquí todo es arte y todo es intervención; no existe ese mal llamado mito de la naturaleza intocada, porque ya todo está tocado o manipulado de antemano. Por eso, la actitud desacralizadora de la autora, es decir, la justamente creativa que confirma que para poder hacer, es decir, poetizar, es necesario alterar, sustraer y tocar. El homenaje que hay aquí a la travesía por el bosque se hace mentándose ya como parte de esa naturaleza en nuestro habitar continuo de esta. Toda natura es ya un espacio marcado por lo humano. Basta tan sólo evocar la historia del Yunque y cómo su conformación como bosque o wilderness es también artificio o producto de la mano humana en la década del treinta cuando formó parte del proyecto de Roosevelt relacionado con la política del Nuevo Trato y el programa federal de las CCC (Cuerpo Civil de Conservación) para concluir que todo lo ”conservado” ha pasado por un proceso previo de ideologización.
Ya desde un inicio se percibe en el texto de Robles su cuestionamiento de la visión de la conservación como forma de mirar el bosque. La artista, por artista, mira tocando, cambiando, sustrayendo, transformando, alterando, reconociendo la intervención del humano. Así se reparten entre las anotaciones previas – órdenes y señales- , unas que obedecen el afán jerarquizador, conservador y prepotente de la conservación y otras que fluyen indistintamente horadando las expectativas y el cuasi-delito de desbordar los límites.
La superficie de la mesa y la intertextualidad literaria presentes en el proyecto remiten simultáneamente a los autores con quienes cruza la memoria, a las fechas del recorrido y al lugar atravesado por el hilo naranja que extendió sobre el mangle alguna vez, en una acción efímera, pero tampoco tanto, porque fue conservada por las fotos de ese otro artista llamado Johnny Betancourt. Y en estas observamos un primer plano de las botas rotas, una mujer-animal cuya columna vertebral está surcada de botones que parecen huesos al inclinarse sobre el mangle oscuro y trazar una ruta anaranjada, una cacerola desbordando cera derretida, una mesa-registro que contiene los materiales de la construcción. Estas fotos fijan el desplazamiento, pero también la forma de mirar de entonces; ofrecen posibilidades futuras de mirar de otra forma al mirarlas fijadas, como el Blow Up de Antonioni. Estoy segura que regresar al sitio no producirá fotos similares, sino un diálogo entre aquéllas y éstas. Es decir, sabemos los objetos en la medida en que los reconocemos tras el rastro de nuestro propio arte sobre ellos. Nada escapa a la transformación. Quizás por eso el título del libro de las fechas, que sólo da cuenta del momento en que fue suyo “el Yunque que opera fuera del tiempo: su pupila está cambiando”, pasaje que confirma que también el Yunque mira. Y exactamente hace un año, entre el 5 y el 15 de marzo se registran los acopios principales de esta acción de arte. Salieron de lugar y así también quedaron en su lugar las instrucciones previas de cómo comportarse mientras se habitaban.
El libro de las fechas no es tan sólo el relato objetivo del desplazamiento y del asombro, lo que podría dar cuenta de una aproximación romántica donde la artista se reconoce y empatiza con la naturaleza, sino también y, sobre todo, el relato de la disidencia violenta donde la artista reacciona al mandato patriarcal del “prohibido tocar”. La artista aquí supera la falsa dicotomía de la artesana y la poeta fundiendo mano con cabeza y trayéndolas al ruedo, a la mesa del banquete, para que todos la reconozcamos. Y una de sus afirmaciones consiste en que el ciclo natural es el intercambio, la fusión y la desacralización, y no la contemplación reverente. No es azaroso que haya dos preguntas medulares en este recorrido que atañe a la heteroglosia, la lluvia de señales, la diversidad de texturas, el lenguaje cifrado del latín científico un tanto parodiado pero compartido, la alteración del significado consabido en un glosario de términos alternos. Cuestionarse si hay límite entre la mano y el bosque nos permite reflexionar en ambas interrogantes: 1) “¿Cómo manejar lo salvaje?” y aquella otra 2) “¿Cómo manejar lo accidental?”.
Así como el paisaje es producto de la ilusión porque resulta de nuestra mirada y la historia que pasó sobre ella, es decir, la mano que lo tocó para que se convirtiera en paisaje, Robles la artesana exalta el sentido del tacto para poetizar o para potenciar su prestidigitación. Por un lado el relato del desplazamiento conjuntamente con su explicación del proceso disidente y por otro la acción rizomática sin sendero previsto, alineal, ateleológica, de “mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos” (Pizarnik). Aquí se fusionan una sensualidad del tacto palpando y sumergiéndose en el mangle y el lodo y un trabajo con el lenguaje precisando los colores exactos y las fechas precisas para desviarnos de ruta, para involucrarnos en el proceso de autoextinción o descentramiento.3 Porque lo que llamamos naturaleza es parte de nosotros y nos sorprende cuando se revela: “¿Quién constata el canto del bosque y su inminente estética?”
Sigamos con la mano y el color. Cito: “En resonancia (rápidamente) junté el tamaño de la yema de mi dedo a una de las semillas y la atraje a mis ojos arrancándola de un tirón. Sentí jugosa su destrucción. En pedazos. Des/trozándola. La extensión no es sin sorprenderse, por más que me pregunte cuál memoria ante el potente reconocimiento activó mi mano. La sensación fuera de registro me sacudió.” Y más adelante: ”Su semilla (aún no sé por qué entre tantas iguales encontré esa), me dio un intenso amarillo. Su pulpa se acumuló entre mis dedos. Pegajosa. Su carnosidad viscosa se tornó naranja y luego ocre”. También por el cuestionamiento del sentido del tacto van las preguntas que le formula a Grizelle González, la experta en lombrices: “¿Qué experiencia táctil te atrajo a ellas? ¿Cuál es la reacción de tu piel al sentir su desplazamiento sinuoso? ¿Cómo son los cambios en sus temperaturas? ¿Qué tienen que no sueltas el rigor con que las tocas?” Esta acción que privilegia el tacto, un sentido femenino, posibilita la inmersión del cuerpo todo en el mangle o en el lodo en una entrega sin manipulación, parecida a la forma en que afluyen los textos heterogéneos entre informativos, documentales, poéticos, en prosa o en verso, en fragmentos de otros y en fragmentos propios provenientes de sus libros en este bosque dispuesto como mesa que es este texto y cuyo método es la pasión: ”Insisto en registrar una forma transportable e intercambiable, por pasión.”
La taxonomía, así como la cartografía, son intentos de manipular lo que se sustrae al toqueteo. Y se sustrae porque la materia orgánica, incluso grandes extensiones de territorio, se transforman continuamente, se desplazan, crecen o decrecen, se disimulan y enmascaran. Es material sensitivo, como el moriviví. La taxonomía y la cartografía imponen un límite a aquello que ocurre sin medida: el azar y el evento. Todos sabemos que la manía iluminista de ordenar eso que llamamos la “naturaleza” sólo muestra una voluntad de poder, una manera efímera de designación. En este proyecto quizás lo más bello sea el reconocimiento de esa imposibilidad de apresar o dominar y el diálogo que se establece entre dos capacidades interpretativas que disponen de instrumentos disímiles, pero igualmente creativos y transformadores. No se puede medir, ordenar ni intervenir sin una previa apropiación de otro tipo, una apropiación imaginativa que nos dicta cómo habitar esa “construcción” que es nuestra lectura. Somos en la medida en que habitamos, como diría Heidegger.4 Y parecería que no hay dicotomías aquí entre cómo habitan estos habitats los científicos y los artistas, porque ambos confluyen en la voluntad de registrar creativamente el sonido de las lombrices, la fulgurante distancia con que se construyen los mapas, el recorrido visual de los lugares en un video y la recopilación de los materiales, recuerdos e ideas en una bitácora poética.
La experiencia de este recorrido no podía sustraerse de ese otro talante que fue apareciendo a medida que el deseo de poseer deviene deseo de ser poseída por la inmediatez sensorial de la materialidad. Como decía anteriormente, se trata de un circuito donde es indistinto el humano de lo natural, perteneciendo ambos al mismo orden y donde no hay afán de poder ni clasificación ni profundidad, sino intertextualidad, superficie, diálogo antijerárquico, fluir. La hablante de esta travesía, ya descentrada, se pregunta quién es, qué busca, y se abisma en la nube o se hunde en el mangle en una “entrada en la materia” que trasciende el erotismo que parecería describir, así como esfuma el lenguaje que dictamina cómo expresarlo. Y con ese pasaje prefiero terminar: “Sin saber cómo, penetraba el suelo hasta que su lodo me rodeaba más arriba de las rodillas. (Jugar en tierra es juego cuerpo a cuerpo). Cada vez que abollaba, auscultaba su interior latiendo como mi mismo pecho. Sorprendida en inmersión quise decir algo. (Alguien más estaba ahí y o yo.) Compartíamos la voz que decía lo ineludible. Nada nos desunía. En cada pie, quedó evidente mi quimera. Dentro, el bosque en desplazamiento coexiste con la fuga.”
No puedo mas que pensar en el concepto de lo liso y lo estriado con que trabaja Deleuze en sus Mil mesetas, y su propuesta de que en algún momento lo liso deviene estriado y a la inversa. Eso mismo pasa en el Libro de las fechas, en el descubrimiento del proceso que es la imposibilidad de manejar lo salvaje.
- Cuerpo nuestro. San Juan: Folium editores, 2013. [↩]
- Poemaherida. San Juan, libro de artista, y Rescoldo Arrebol. San Juan: La Secta de los Perros, 2014. [↩]
- Es preciso recordar aquí las últimas oraciones del libro: “y entonces, para improvisar, debo prestar atención a cómo presto atención. Alerta. Lo importante es no atarme al resultado. El sueño como medio es extensión de lo humano. Acontece. Un estado que no puedo cultivar, pero que surco en azar con los ojos cerrados.” [↩]
- “Construir, habitar, pensar”. [↩]