Rohingya y el peligro latente de su exterminio
Este fenómeno de desplazamiento y refugio humanitario no es extraño para esta comunidad, históricamente asediada discriminatoriamente tanto por regímenes autoritarios como por un gobierno dirigido en parte por Aung San Suu Kyi, galardonada en 1991 con el Premio Nobel de la Paz por su activismo en contra de la por más de medio siglo dictadura militar birmana. En 2012, en plena transición a una democracia formal, se produjeron sendas olas de violencia por parte de ciertos grupos de mayoría budista en el estado de Rakhine, uno de los más pobres del país, contra la minoría rohingya, causando alrededor de 140 muertes, destrucción masiva de edificaciones y aproximadamente 100,000 personas desplazadas. Las autoridades gubernamentales, sin embargo, hicieron caso omiso a lo que sucedía con uno de los varios conflictos étnicos que caracterizan la historia de Myanmar. Ante la precariedad económica y política, y esa historia de violencias estructurales en contra de tantas etnias de la zona, los rohingya se han visto ya no solo con sospecha, sino con desprecio y como una amenaza a lo poco que han conseguido otras etnias del sector.
Prueba de ese discrimen es el rechazo del gobierno de Myanmar de reconocerles ciudadanía a los aproximadamente un millón de rohingya, lo que los y las coloca en una posición de amplia vulnerabilidad ante un Estado tan democráticamente inestable como ese. No los incluyó como personas, de hecho, ni en el censo realizado en 2014 en el país. En general, para las autoridades birmanas los rohingyas son inmigrantes provenientes de Bangladesh, mientras que para los segundos esta etnia es descendiente de comerciantes árabes y otros grupos asentados en Rakhine desde hace siglos.
Ante este escenario, la más reciente escalada de violencia extrema ocurrió a partir del 25 de agosto de 2017, luego de que militantes del Arakan Rohingya Salvation Army (ARSA), grupo paramilitar considerado terrorista por Myanmar, atacaran mortalmente a una treintena de estaciones policíacas birmanas. La respuesta de las autoridades de Myanmar, apoyada por movimientos de la zona xenófobos que se denominan budistas, fue la de quemar indiscriminadamente asentamientos rohingyas y el asesinato masivo de civiles. Aproximadamente 6,700 personas, de las cuales alrededor de 730 eran niños y niñas, murieron durante ese mes a causa de esos ataques sistemáticos, según la organización Médicos Sin Fronteras.[1] De acuerdo al informe de esa organización no gubernamental, el 69% de las muertes violentas se debieron a disparos, mientras que el 9% a quemaduras y el 5% a golpes hasta la muerte.[2]
Además de las masacres, Amnistía Internacional denunció que las autoridades birmanas cometieron actos de violación masiva contra mujeres y niñas, en varias ocasiones quemando finalmente a las víctimas dentro de sus residencias.[3] De igual manera, Human Rights Watch advirtió que el gobierno de Myanmar ha incendiado sistemáticamente alrededor de 362 asentamientos rohingya, ya sea de forma completa o parcial, y ha emprendido un proceso de limpieza de escombros, lo que representa para esa organización la destrucción de evidencia sobre los graves crímenes de lesa humanidad allí ocurridos.[4]
Como resultado de esta violencia sistemática, los campamentos de refugiados en Bangladesh no son suficientes para atender mínimamente las centenas de miles de refugiados y refugiadas. Con la intención de que esta etnia regrese en un futuro a Myanmar, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y el Gobierno de Birmania firmaron recientemente un memorándum de entendimiento en el cual se vislumbró la repatriación voluntaria, segura, digna y sostenible de las personas rohingyas a sus lugares de origen o de su elección.[5] En el mismo, aunque se reconoció que no existían las condiciones para una repatriación con esas características en estos momentos, el Gobierno de Myanmar se obligó a colaborar con las referidas entidades de las Naciones Unidos con el fin de encontrarle solución al conflicto con la etnia rohingya. Esta solución debe estar regida por la recomendación de la Comisión Asesora sobre el Estado de Rakhine –un organismo presidido por el exsecretario general de las Naciones Unidas Kofi Annan y compuesto por seis personas expertas locales y tres internacionales– sobre la necesidad de otorgarle la nacionalidad a los rohingya y permitirles la libertad de movimiento en Myanmar.[6]
El acuerdo entre las Naciones Unidas y el Gobierno birmano es un paso para intentar mitigar el grave daño que se le ha provocado a una etnia criminalmente perseguida por, entre otros, las fuerzas militares del país. Los ataques violentos del grupo beligerante ARSA –entre los cuales se encuentran masacres a civiles– no justifican las violaciones masivas a derechos humanos y la perpetración de actos que preliminarmente pueden considerarse como potenciales crímenes de limpieza étnica o de genocidio. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, a raíz de las posiciones de China y Rusia sobre este conflicto, ha sido lo suficientemente tímido, por ser conservador con la adjetivación, como para no ejercer un rol de más responsabilidad en esta grave crisis. Más aún cuando la prueba documental es clara en reconocer una violencia sistemática y fatal contra esta minoría étnica. Hasta la agencia Reuters ganó un premio Pulitzer este año por su documentación fotográfica del caso de la etnia Rohingya.
Claro está, cuando se pretende hablar de responsabilidades por lo ocurrido a nivel internacional, nos damos de bruces con los mismos derroteros de casi siempre. La República de la Unión de Myanmar, como se conoce oficialmente, no ha ratificado el Estatuto de Roma que crea la Corte Penal Internacional. Esto significa que no puede estar bajo la jurisdicción de ese Tribunal a menos que así pueda asumirla dicho organismo si el caso es remitido a investigación por parte del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Además, la Corte Penal Internacional es un órgano jurisdiccional de último recurso, lo que significa que asume sus competencias sobre una controversia si el Estado en cuestión no puede o no tiene la intención de resolver el caso. Lo más paradójico de esta situación es que desde el 2016 –y antes por parte de otras entidades– el propio ACNUR le imputó presuntos crímenes de lesa humanidad a las acciones de miembros del Gobierno birmano en contra de la comunidad Rohingya. Por su cerrado sistema de votación, sin embargo, el Consejo de Seguridad solo se ha expresado a favor de que cese la violencia en Myanmar.
Más allá de los déficits que arrastra el todavía inmaduro Derecho internacional público, cuya efectividad ha dependido de los intereses de ciertos Estados y poderes hegemónicos en contraposición a aquellos que han sido subordinados, el fenómeno que se está documentando ampliamente sobre la represión de la etnia Rohingya demuestra claros indicios tanto de crímenes de lesa humanidad como de posible genocidio. En general, el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional de 1998 define crímenes de lesa humanidad como ciertos actos tipificados que se cometan como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque. Los actos son, por ejemplo, el asesinato, el exterminio, la esclavitud, la deportación o traslado forzoso de la población, la violación, la desaparición forzada, el crimen de apartheid, entre otros. Como mínimo, está claro que el Gobierno birmano ha realizado ataques violentos y sistemáticos con el propósito de reprimir a la comunidad Rohingya, llegando a provocar forzadamente un desplazamiento masivo de esta etnia a Estados colindantes y la muerte de tantos en el camino. Lo más peligroso, de igual forma, es que se perciben fuertemente huellas de genocidio en los ataques violentos de la administración de Myanmar.
El delito de genocidio, que se tipifica en el artículo 6 del Estatuto de Roma, prohíbe ciertos actos perpetrados con la intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso. Estos actos son los siguientes: (1) matanza de miembros del grupo; (2) lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; (3) sometimiento intención del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial; (4) medidas destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo, y (5) traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo. Su definición proviene del lenguaje que utilizó el jurista Raphael Lemkin durante el pleno apogeo de la Schoá, el cual fue recogido y más especificado en la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 1948. De este último instrumento internacional surge la definición de genocidio del Estatuto de Roma.
Desde el genocidio armenio a principios de siglo XX, negado como tal por la actual Turquía, hasta las matanzas cruentas de Ruanda, Camboya o Darfur, este crimen se ha mostrado como la medida más extrema de la limpieza étnica. Compuesto del griego genos (tribu, familia, población, raza) y del latín caedere (matar), el genocidio ha sido un fenómeno extensamente estudiado a partir de lo que popularmente se ha denominado como Holocausto. No obstante, si tanto impacto nos causa algunas de las imágenes o pruebas documentales y testimoniales que existen sobre el genocidio nacionalsocialista en el Tercer Reich, es profundamente indignante ver cómo las medidas internacionales y estatales que se han tomado para intentar prevenir este tipo de violencia extrema han sido tremendamente insuficientes. Ante nuestros ojos ocurren actos característicos del genocidio, y evidente del delito de lesa humanidad, y las respuestas internacionales son tan endebles e ineficaces, por no decir hipócritas e irresponsables, que la muerte sigue consumiendo vidas inocentes mientras la mayoría de los actores internacionales realmente poderosos miran hacia otro lado.
Esto nos debe llevar a reflexionar más allá de las grietas del Derecho internacional público. Es evidente que la vinculación práctica de la normativa internacional depende de la voluntad de los Estados. Los sistemas tan limitados de jurisdicción y competencia de los órganos internacionales son insuficientes para mitigar esa grieta y hacer valer derechos y garantías básicas a nivel supraestatal, como lo son los derechos humanos. Sin embargo, y sin devaluar la crítica constructiva necesaria sobre este tema, que es imposible abandonar si deseamos una convivencia internacional más digna y pacífica, se suele obviar una relación de poder que está de fondo en la germinación de estos fenómenos de intolerancia y violencia extrema.
Existe cierta percepción, probablemente influida por premisas del liberalismo político, de igualdad en la función administrativa de todos los Estados. Es decir, en ocasiones se suelen equiparar las posiciones de los Estados para así atribuir culpas y responsabilidades de forma acomodaticia para quienes están en un sitial hegemónico. Sin embargo, esta supuesta equiparación puede obviar las precariedades particulares de ciertos países que en el juego de poder ocupan los últimos escalafones sobre los que se sostienen Estados (y entidades transnacionales) más poderosos. A la fase financiera del sistema capitalista en el que nos encontramos, sin embargo, esto no parece afectarle negativamente, sino todo lo contrario. La precariedad material forma parte integral de un sistema que se sostiene en virtud de la desigualdad de poderes. La ilusión fetichista de preocuparnos más por una nueva versión muy costosa de móvil, en vez de por los conflictos violentos que se crean en zonas como las del Congo por la explotación de coltán, necesario para hacer esos móviles, adormece las capacidades críticas y empáticas en sociedades cada vez más ensimismadas y desbocadas hacia el individualismo extremo.
Esta falta de conciencia sobre la interrelación de actos que se autocondicionan en un mundo interdependiente es, sin duda, reproducida a varios niveles, desde el más individual hasta el más colectivo. Las condiciones materiales que generan fenómenos de inestabilidad y violencia en zonas muy precarizadas son alimentadas vitalmente por las pretensiones y expectativas de un sistema económico-político que nos devora y resquebraja como colectivo y como potencial comunidad internacional. No basta con confiar en la letra muerta de los tratados internacionales ni de las resoluciones de organismos supraestatales para comprender el grado de responsabilidad directa e indirecta que tenemos con la generación de aquellas condiciones que posibilitan actos tan violentos como los de Myanmar, Yemen, Gaza, Sudán, Irak, Libia o Siria, por ejemplo. Sin una estructura material que posibilite la facticidad y efectividad de los derechos humanos a nivel mundial, más aún en un mundo tan globalizado para ciertos asuntos, no así para otros, los instrumentos internacionales seguirán siendo mayoritariamente vulnerados e ignorados.
La culpa de esta falta de vinculación normativa no es del Derecho en sí, sino de su relación con la Política, o falta de ella. Si nuestras democracias formales cada vez más se devoran mediante un proceso de despolitización correlativo a la usurpación de la soberanía por poderes económicos apátridas, y los modelos y la lógica de ese sistema económico es el referente del ritualismo político de nuestros Estados, es evidente que a lo que se aspirará es a propiciar la economía de la competencia, la misma que necesita de esas amplias desigualdades sociales para poder resguardar sus enormes privilegios. Una economía de la colaboración sería disonante en tanto que buscaría otras formas de relacionarnos como ciudadanía y como colectivos políticos entre sí. Una lógica de la colaboración y de la solidaridad arruinaría el esquema que permite el ensanchamiento de las desigualdades sociales que benefician exponencialmente a una minoría muy poderosa. No obstante, un cambio de paradigma o de lógica de las relaciones intersubjetivas e interestatales sería la principal garantía de crear condiciones necesarias para el mayor respeto de derechos humanos a nivel internacional.
La lógica contraria es la que nos permite cerrar canales de empatía e imposibilitar la compasión y la solidaridad como valores institucionalizados. Creerse empresario o el emprendedor de nuestras vidas, como si fuéramos mónadas independientes en un mundo estrictamente segregado, conlleva priorizar ciegamente y normalizar el interés propio frente a los intereses de las demás personas. Una lógica eminentemente individualista crea una ilusión de independencia que le da energías a la apatía, a la indiferencia y al desprecio. Alegrarme por haber hecho una compra “ideal” al conseguir un producto a muy bajo coste, sin exponerme a pensar que esa “dicha” o “logro” es gracias al trabajo forzado de una nueva esclavitud que afecta a millones de personas en países que no suelen aparecer mencionados profusamente en los medios de comunicación en masa, es asumir una concepción apática de nuestra presencia en el mundo. A nivel estatal, vemos que no es muy diferente la lógica de aumentar mis recursos sin reflexionar qué consecuencias tiene en tantos otros países y personas.
Mientras esta lógica siga impregnando nuestras dinámicas intersubjetivas, los delitos de genocidio y de lesa humanidad, las guerras y las masacres, se perpetuarán como consecuencias directas de la precariedad que conlleva un mundo que no se concibe como realmente interconectado. De poco vale tipificar estos delitos, que sí es importante en cierto sentido, si no se atajan esas condiciones de las que la comunidad internacional es responsable en grados y niveles. Debemos cambiar el paradigma y erradicar, por más difícil que sea, esa lógica mercantil de economía de la competencia que nos hace cada vez menos libres. A los países que sirven de colofón para el beneficio de otros Estados y otros órdenes económicos supraestatales, mirarles con lástima y esperar que la caridad haga una labor de mitigación es abandonar la responsabilidad que tenemos por nuestros propios actos como seres en un mundo realmente interconectado. Es tarea de las fuerzas contrahegemónicas, tan diferentes según el contexto, pero tan similares en algunos aspectos, ahondar en este cambio de paradigma tanto para desarrollar la empatía entre ciudadanos y ciudadanas y entre colectividades políticamente organizadas.
La precariedad que abunda en Myanmar, luego de una cruenta dictadura militar que gobernó por más de cincuenta años, es el caldo de cultivo para que hayan múltiples conflictos entre etnias y entre estas y el Estado. La comunidad Rohingya es muestra de cómo la indiferencia, la apatía y el desprecio, tanto a nivel ético como político y legal, surgen de las ruinas de la pobreza, del autoritarismo y de la carencia. Apenas hace unos pocos años el Estado pretende configurarse como un Estado de derecho, pero sus circunstancias materiales y su historial draconiano de violencia juegan en su contra. Este fenómeno de violencia sistemática, que provoca más violencia contestataria, emerge en un Estado débil y con una historia autoritaria en su nuca. Más sorprendente es ver cómo comunidades budistas, contrarias al pensamiento filosófico-religioso del budismo, arremeten coercitivamente contra aquellos y aquellas que son sus iguales, no ante la ley, sino ante la propia realidad de la religión que dicen profesar.
No basta con individualizar el conflicto o simplificarlo a un crisol de guerras entre etnias por razones étnicas y religiosas. Debemos asumirnos como corresponsables de las condiciones que se han enraizado en ese país, y partir desde ese reconocimiento hacia una interacción más real posibilitada por la empatía. Confiar en la carcasa que es la norma legal internacional, y no así en las políticas o faltas de estas que la sostienen es, sin lugar a dudas, perpetuar esa lógica de la competencia que todavía confía en los mitos de igualdad del liberalismo político. Ensimismarnos en nuestros conflictos tanto individuales como colectivo-nacionales no es más que, aunque sea por omisión, contribuir a ignorar procesos de violencia de los que nosotros y nosotras también somos parte indirectamente. Esto se consigue con una mayor politización, con mayor conocimiento, con cambios de paradigmas hacia dinámicas más colaborativas, y con el cultivo de valores ciudadanos que tomen al otro y a la otra en consideración, no importa dónde se encuentren ubicados en el mundo, como son la solidaridad, el respeto y la compasión.
Es impresentable que a estas alturas de nuestra evolución o involución social tan inestable veamos con cierta perplejidad, pero con más indiferencia que otra cosa, el crimen masivo que se comete contra comunidades como la rohingya. Decía Adorno, en su famoso ensayo La educación después de Auschwitz, que la gran tarea de la educación después de Auschwitz era evitar la repetición de la barbarie nacionalsocialista. ¿Quién puede oponerle un pero a la premisa? La educación no sólo de una comunidad para que no ocurra esa barbarie moderna que es el genocidio contemporáneo, sino del conjunto de los seres humanos para que nos solidaricemos con la evitación de este fenómeno que continúa existiendo de forma tan brutal como impune. Educar para no repetir Auschwitz no es que otros y otras lo hagan donde exista un conflicto como este, sino que lo hagamos nosotros y nosotras para influir y propiciar en las condiciones propicias para que esto no siga repitiéndose.
[1] https://www.msf.es/actualidad/myanmar-birmania/al-menos-6700-rohingyas-fueron-asesinados-myanmar-menos-mes.
[2] Id.
[3] https://www.amnesty.org/en/latest/news/2017/10/myanmar-new-evidence-of-systematic-campaign-to-terrorize-and-drive-rohingya-out/
[4] https://www.hrw.org/news/2018/02/23/burma-scores-rohingya-villages-bulldozed.
[5] http://www.europapress.es/internacional/noticia-onu-pacta-gobierno-birmania-plan-repatriar-refugiados-rohingyas-20180531170742.html.
[6] https://news.un.org/es/story/2018/06/1435231.