La educación jurídica en crisis
Por eso mi apoyo a los abogados populares,
o sea, los abogados que asumen que son
técnicos jurídicos, pero son también políticos
porque están con el movimiento social. Para
ellos sus clientes no son individuos, son
movimientos, son luchas sociales. Y eso
me parece que es también una transgresión
porque por ahora domina la idea que la mejor
aplicación de la ley es la social y políticamente
neutra, lo que es una trágica ilusión.1
–Boaventura de Soussa Santos
En el 2017 se cumplen treinta y cinco (35) años de publicado el influyente ensayo Legal Education and the Reproduction of Hierarchy, de Dunkan Kennedy. Su irrupción en el ámbito norteamericano del Derecho, y desde una posición desde las entrañas de las universidades de élite estadounidenses, provocó como menos un cuestionamiento frontal y desarraigado al modelo que por décadas, si no siglos, ha predominado en la enseñanza del Derecho. La aguda mirada de Kennedy desveló la falacia sobre la asepsia que supuestamente existe entre la disciplina del Derecho y la política, lo que lo llevó a (des)calificar la pedagogía legal hegemónica como reproductora de un perfil de profesional servil a las jerarquías de poder del Estado y no así a cuestionarlas críticamente. Es decir, las técnicas educativas a las que se refería Kennedy en ese entonces propiciaban más comportamiento y menos acción, si lo evaluamos con una muy pertinente terminología arendtiana. Más que crear pensamiento crítico a partir de un estudio del contexto mediante los cuales se desarrollan las controversias legales, lo que incita la división tajante entre política y Derecho es el fiel comportamiento dentro de los límites categóricos de una falsa ciencia/técnica ajena a la política.
Resulta interesante que esta distinción tajante entre política y sistema legal haya sido uno de los debates principales, si no el principal, de las arduas disputas entre Carl Schmitt y Hans Kelsen durante la primera mitad del siglo XX. El modelo eminentemente hobbesiano de Shmitt pretendió subyugar la norma legal a la política y, por lo tanto, el control constitucional, o la defensa de la constitución, al máximo representante de la soberanía popular, que durante los años treinta (30) y parte de los cuarenta (40) en la Alemania nacionalsocialista lo representó la figura del Führer. De esta forma, la tan mentada frase soberano es quien decide sobre el estado de excepción se relaciona con la dicotomía de dentro y fuera del derecho en la que el soberano puede suspender la legalidad para salvaguardar los intereses de sus representados. La política y el sistema legal, por lo tanto, están imbricados de tal forma que la una no se puede entender sin el otra.
Por el contrario, Kelsen parte de una concepción radicalmente diferente del Derecho como disciplina, sumamente ligada al contenido material de la pedagogía imperante a la que se refería Kennedy en su ensayo. Para el austriaco, quien también ocupó una importante cátedra en la Universidad de Harvard, la visión correcta del Derecho era la positivista (iuspositivismo), la cual particularmente denominó como teoría pura del Derecho, haciendo alusión a su carácter autónomo frente a valoraciones ideológicas o morales. La concepción del Derecho de Kelsen, como apunta la adjetivación pura, denota una escisión determinante entre las normas legales (normas positivas; normas puestas) y cualquier consideración ideológica, moral o política. Para esta teoría pura –libre de cualquier tipo de sociología– toda norma legal surge de otra norma, culminando su desarrollo máximo en una hipotética norma fundamental básica.
Mediante este esquema piramidal de normas que se concatenan para legitimarse dentro de un sistema legal cerrado, Kelsen, entre otras cosas, sentó las bases para la concepción aún más influyente de Estado de derecho de corte liberal. Aunque lamentablemente en Puerto Rico se suela identificar Estado de derecho con derecho positivo o norma vigente (rule of law), en realidad el Estado de derecho es un modelo de autoregulación de poder estatal que no depende de la incertidumbre de la excepción, sino de la certeza del respeto a la norma vigente (tanto normas primarias como secundarias, como atinadamente desarrollaría H. L. H. Hart). Aquí se ve en todo su esplendor la asepsia de la norma legal respecto a la política. Si en Schmitt el poder del Führer resguardaba la voluntad soberana por encima de los órganos jurisdiccionales, en Kelsen era un órgano legalmente destinado al control constitucional el que determinaba la validez de una norma inferior a la constitución. El acercamiento positivista de Kelsen prevaleció en los llamados países desarrollados y de la postguerra, y a pasos agigantados se exportó con gran éxito en Occidente.
De esta forma, no es extraño pensar que la educación legal hegemónica todavía en nuestros días parta de un acercamiento evidentemente iuspositivista. Si en algún momento la docencia de la disciplina del Derecho se preguntaba por la existencia de valores naturales, universales y superiores para justificar la validez de la norma legal (iusnaturalismo), el positivismo jurídico parte del análisis técnico que examina la coherencia de normas legales vigentes dentro de un sistema cerrado de Derecho. La validez de una norma se la concede otra norma, no pretensiones de legitimidad exógenas a la pirámide normativa. A la corriente política liberal, aquella que ha imperado desde las revoluciones tanto estadounidense y francesa y que se alimentó de la rica tradición filosófica moderna e ilustrada, le ha servido el acercamiento positivista de manera muy conveniente y eficiente. Es ante la concienciación sobre este hecho que comienza a ser insuficiente el acercamiento positivista.
Aunque el positivismo se ha desarrollado de manera notoria en la teoría del Derecho con figuras, entre otras, como las de Hart, Bobbio y Raz, y no es este el momento de discutirlo como teoría jurídica, sí es importante saber que su acercamiento al ámbito legal se ha utilizado institucionalmente para crear una pedagogía jurídica falazmente diferenciada del contexto en el que se aprueban, desarrollan y aplican las normas legales (incluyendo la jurisprudencia donde sea fuente de Derecho, como en Puerto Rico y los sistemas del derecho común). La automatización de la enseñanza del Derecho, ya extirpado peligrosamente del campo de las ciencias sociales, ha tendido a fetichizar mecanismos hermenéuticos de entendimiento de normas legales como fines en sí, en vez de partes integrales del quehacer jurídico. Kennedy criticaba vehementemente esa automatización técnica sin contexto histórico y social, lo que para un kelseniano ortodoxo sería lo más puro, y en parte hoy vivimos esos vestigios al servicio de determinada ideología hegemónica en sociedades dramáticamente más desiguales.
Esto nos lleva a pensar qué tipo de educación legal está formando a nuestros profesionales y agentes del Derecho; qué perfil tanto de estudiante como de profesional se prioriza y privilegia en nuestras instituciones de educación jurídica; qué teoría de la justicia e ideología política se beneficia de esa enseñanza, y cuál es el papel tanto de la docencia como del currículo en nuestros programas de formación legal. Esto hay que enmarcarlo dentro de centros universitarios que, como ya advertía Foucault, fungen como espacios de control racionado de poder/saber en los que históricamente han sido las élites sociales quienes han dirigido. Espacios eminentemente políticos que distribuyen poder de tal forma que los privilegios de los sectores dominantes han sido perpetuados tanto por sangre como por posición social. La universidad no puede entenderse como ajena a la política, sino todo lo contrario, como fenómeno inmerso en la política, más aún, aunque no exclusivamente, cuando es pública.
Lo anterior, que quede claro, no significa que se esté avalando ni mucho menos una teoría ni semejante a la desarrollada por Schmitt durante la primera mitad del siglo XX y por sus alumnos en la posguerra. No obstante, su desarraigada mirada crítica al positivismo jurídico y al liberalismo nos abre una puerta de reflexión sobre si en realidad la pedagogía jurídica actual, y es inevitable generalizar un tanto, se reviste de una mirada miope sobre el Derecho. Es decir, si la enseñanza del Derecho, al distanciarse de las ciencias sociales y del estudio de la política, crea profesionales cuyo conocimiento técnico del manejo de las normas legales es prioritario y, en algunos casos, hasta exclusivo. Esta mirada, abstraída de una realidad donde el Derecho tiene facticidad, provoca la instrumentalización del Derecho de forma acrítica, de forma automática.
En primer lugar, y sin la intención ni los recursos para hacer una radiografía sociológica del tema, es llamativo que en el sistema educativo puertorriqueño al igual que en el estadounidense, se utilicen supuestos criterios objetivos de admisión a las facultades de Derecho que a todas luces interesan medir ciertas habilidades técnico-cognitivas (y por lo tanto otras no). Generalmente, el promedio de estudios que desarrolló una persona por años durante el bachillerato es valorizado como un tercio de un cálculo global que incluye dos pruebas estandarizadas tanto en inglés como en español. Pese a que el índice requerido por la prueba estandarizada en inglés, el LSAT, es inferior a los solicitados en la mayoría de las facultades de Derecho de Estados Unidos, no deja de sorprender que es una prueba dirigida a estudiantes graduados cuya lengua materna es el inglés.
Aparte de las exigencias sobre la acreditación de las facultades de Derecho, ¿qué propósito tiene mantener una prueba diseñada para angloparlantes en una Isla cuya mayoría de personas no es bilingüe? ¿Qué tipo de capacidades mide y qué tipo de capacidades excluye? ¿Cómo se relaciona la potencialidad de desarrollo del profesional del Derecho con las cifras numéricas de esta prueba? En el contexto puertorriqueño, ¿en realidad creemos que es justo exigirle a una persona cuya lengua materna es el español que el resultado de esta prueba tenga el mismo valor que todo el esfuerzo que realizó durante años en el bachillerato? ¿Qué estudiante es el que se beneficia claramente de esta prueba estandarizada, quien se graduó de un colegio privado o uno público?
Desde el comienzo de selección de los futuros profesionales del Derecho se pretende una falsa idea de objetividad en la selección de candidatos y candidatas. Existen múltiples análisis que critican directamente este tipo de prueba estandarizada, particularmente en el campo de las ciencias sociales, como peligrosamente excluyente de sectores desventajados en sociedades dramáticamente desiguales. ¿No es parte de la perpetuación del privilegio legado el mantener las profesiones laboralmente más lucrativas en los miembros de los sectores más distantes de quienes más desventajados se encuentran? Sin duda este ejercicio de poder recrea, y en el contexto puertorriqueño es más complejo aún por el lenguaje, un mecanismo donde se privilegia a quienes han tenido cierto entrenamiento educativo y cognitivo muy lejos del promedio de la población. ¿Este entrenamiento es suficiente para garantizar que una persona es potencialmente superior para ser formado como abogado o abogada?
Además, este tipo de examen, y no hay que ser un experto en el tema para percatarse de ello, premia las destrezas más aptas para la aplicación de las normas de manera instrumental. De poco importa cuestionar la legitimidad de cierta pretensión de validez en un ejercicio técnico, o indagar algo sobre el contexto donde surge el supuesto hipotético, si lo que valora la evaluación veloz es si la persona contestó lo que un grupo de expertos entendió que era lo más apropiado en el ejercicio. De esta forma ya desde el principio, desde la evaluación disciplinaria del examen estandarizado de entrada, se crea una especie de perfil de estudiante abocado a habilidades más (puramente) técnicas que críticas. En Puerto Rico es más terrible el efecto de este tipo de prueba estandarizada, especialmente la que es en inglés, porque casi de inmediato excluye a quienes han padecido una enseñanza deficiente de esta lengua. Se privilegia, sin embargo, a quien recibe una mejor formación en la lengua de Shakespeare. No es casualidad que haya estudiantes de procedencias más humildes y sectores menos privilegiados que no son aceptados en nuestra facultad de Derecho pública, mientras que esta se copa de quienes provienen mayoritariamente de escuelas privadas, particularmente las más ostentosas del área metropolitana.
Este tipo de evaluación no puede ser más conveniente para el (neo)liberalismo que ha impregnado cada renglón de la vida humana en nuestras sociedades. La falsa premisa de evaluación objetiva no es otra cosa que un subterfugio para continuar privilegiando los sectores que siguen acudiendo a las mismas escuelas, a los mismos ambientes y a los mismos sectores. Vivimos en un país donde la mayoría de las comunidades populares tienen que acudir al sistema de educación público por razones económicas, mientras que para sectores más privilegiados sería impensable esa posibilidad. No obstante, a causa, entre otras, de la segregación social en la que vivimos como sectores sociales distanciados, los graves problemas del sistema de educación público (a nivel escolar) no se atienden de forma política por la comunidad en su conjunto sino todo lo contrario.
La lógica neoliberal de privatización de la vida dicta que lo propio no es abogar por un mejor sistema público donde quepamos todos y todas, sino rechazar esa idea y optar por contribuir a la privatización de la educación. Quienes mayormente son privilegiados (triunfadores) en los mecanismos de evaluación de estas pruebas estandarizadas son, evidentemente, quienes surgen de espacios educativos sufragados privadamente y destinados a garantizar cierto futuro de privilegio de acuerdo al capital privado invertido para ello. Si esto es así, ¿creemos que los mecanismos de aceptación de estudiantes recogen una justa heterogeneidad entre sectores socio-económicos diversos? ¿Qué esperamos si el perfil del potencial estudiante es quien sea el más apto para pruebas que continúan presuponiendo una falsa neutralidad ante las diversas inteligencias y capacidades del individuo?
Las soluciones a este fenómeno disciplinario que, en tantos casos, puede ser tan cruentamente elitista, no se obtienen por combustión espontánea, sino que hay que crearlas de manera inteligente, inclusiva y rigurosa. Lo cierto es que mientras estas pruebas sigan formando dos tercios de la evaluación global del potencial estudiante de Derecho, no es descabellado concluir que a quienes evidentemente se privilegia son a los y las personas provenientes de colegios privados y, por consiguiente, de sectores más privilegiados que las mayorías populares del país. Esto afectará, como ya afecta de forma notable, la composición del estudiantado, algo que no es exclusivo de nuestras facultades, claro.
Lo último se relaciona muy útilmente con el acercamiento positivista que se pretende crear con currículos que vayan directamente al estudio del derecho positivo en tanto normas vigentes que deben ser memorizadas y entendidas a cabalidad (sistema que culmina con el modelo de reválida para ejercer la profesión). Como también criticaba Kennedy hace tantos años, la confección del currículo, particularmente el de primer año del grado de abogacía, propicia el desarrollo de técnicas de interpretación de normas memorizadas (tanto leyes, reglamentos como decisiones jurisprudenciales), no así la concienciación aguda sobre los contextos en los que surgen tanto las normas analizadas como las controversias estudiadas en los casos prácticos decididos por los tribunales. Esto es parte de la asepsia del Derecho como disciplina separada de las ciencias sociales y de la contaminación de la sociología en el análisis jurídico. Lamentablemente, ese acercamiento, más aún cuando la jurisprudencia es fuente de Derecho –en contraposición al sistema civilista continental- es profundamente falaz en tanto que es insuficiente para comprender el Derecho como discursividad eminentemente política (que no significa que sea igual que la política).
Esto es de fácil comprobación cuando se examinan los cursos troncales que se exigen como requisitos para cursar el primer año del grado, y creo que en la totalidad de las facultades de Derecho en la Isla es similar. Cursos como Derecho constitucional, penal, familia, reales, obligaciones y contratos o procesal civil, entre otros, son requisitos básicos del primer año, pero no así cursos sobre historia del Derecho, teoría del Derecho (que queda relegada a un segundo año), criminología, teoría política, Política criminal, etc. Habrá quien inmediatamente tome la espada a la defensiva y diga que aquellas ramas o cursos no son propiamente de Derecho, y esto abona a una mirada tecnificada sobre el acercamiento eminentemente positivista al estudio de la disciplina. Algo muy favorable a un llamado “mercado laboral” que exige un dominio acrítico del dogma jurídico, en vez del cuestionamiento profundo sobre las bases categóricas del discurso del Derecho. A la entidad financiera que contrata un bufete no le interesa que el abogado o abogada cuestione la legitimidad de esa entidad de lanzar a una familia durante un proceso de desahucio, sino que el trámite se haga lo más rápido y económico posible en virtud de un interés exclusivamente lucrativo. Para esto, un curso donde se repitan normas y se creen habilidades de análisis limitado al ámbito normativo es lo mejor que puede suceder.
La falta de cursos que den contexto histórico, social y político al estudio de las materias troncales del Derecho no solo es parte del alejamiento torpe de la disciplina respecto a las ciencias sociales, donde inevitablemente está inmersa, sino una hábil estrategia para no distraer al potencial profesional para que analice críticamente los fundamentos de las figuras y normas estudiadas y tome una posición ético-política ante estas. Usualmente se suele decir que el abogado o la abogada puede defender cualquier parte y, de así hacerlo, se prueba como buen profesional del Derecho. No obstante, esto tiende a obviar peligrosamente el contenido ético-político que debe prevalecer al analizar las controversias planteadas. No incentivar a tomar postura política en la defensa o ataque de cierta norma o decisión, y por tanto que la posición no sea intercambiable como si de un mercenario jurídico se tratase, es un efecto sumamente exitoso para que el profesional legal no ejerza ninguna crítica política antes de asumir una postura ética respecto a su ejercicio como profesional.
En la práctica, si lo que importan son las estadísticas, más que la justicia entre las partes, pues procesemos penalmente al máximo posible de personas y aspiremos a que sean condenadas independientemente de la razonabilidad de la norma o las circunstancias personales de esta. Lo mismo sucede con la orden municipal de hacer todo lo posible para desplazar forzosamente a una comunidad pobre de sus terrenos sin considerar ni las circunstancias ni los efectos que la norma tendría en un sector ya de por sí sumamente vulnerable. La excusa de que los abogados y las abogadas defienden lo que sea porque es un deber profesional con el cliente no es más que una mirada sesgada de la profesión legal, sumamente imbuida en categorías modernas y abiertamente capitalistas como las de las relaciones contractuales. ¿Acaso esta mirada no es la que se propicia con cursos donde el contexto social y político queda aislado, parcial o absolutamente, del estudio de la materia? No nos quepa la menor duda.
Esto se complica aún más con el perfil de profesorado escogido para llevar a cabo esta misión didáctica. Nada más entrar a los cursos y escuchar la correpetición de normas mediante un análisis que se circunscribe a los límites normativos mismos, para darse cuenta de la falta de priorización de la crítica profunda de las fuentes y el análisis descontextualizado del objeto estudiado. Cómo es posible que existan cursos de derecho de sucesiones sin saber apenas ni qué sectores son los más beneficiados por las normas hereditarias que provienen de una codificación del siglo XIX. O tomar un curso de Derecho registral inmobiliario sin conocer la correlación de fuerzas y poder que existe entre las partes envueltas en pleitos por ejecución de hipotecas. O también albergar dogmáticamente normas y principios penales sin un contexto de Política criminal que le sirva de orientación mínima a quien pretende entender el Derecho penal como parte de la política de un país, como bien no se cansa de repetir Raul Eugenio Zaffaroni.
No debe sorprendernos que este tipo de curso, más técnico que crítico, más instrumental que teórico, sea adecuado para aquel perfil de docente abocado a no revolcar los fundamentos mismos de la materia que imparta. Aquel docente que se muestra subversivo, es decir, quien mira el objeto de estudio desde abajo, desde sus fundamentos constitutivos mismos, no es el más apto para una idea de facultad dirigida a perpetuar una mirada positivista y conservadora sobre las normas legales. Las excepciones existen dentro del ámbito de la docencia, y aquí en Puerto Rico son, por menos que sean, sumamente influyentes en sectores ávidos de algo diferente a una educación cada vez más cercana a un grado puramente técnico. No obstante, el que existan como pocas excepciones denota que la gran mayoría de la docencia es parte de la corriente imperante y hegemónica que entiende todavía el Derecho como un conjunto de normas abstraídas del contexto social y político en el que se desarrollan.
Supongo que, como hemos visto en el pasado, a aquel profesorado que incomoda, que molesta a la falsa neutralidad de la administración, le harán lo imposible para que no permanezca en un ambiente donde debería imperar todo lo contrario, la molestia con el statu quo, donde las ideas deben ser lo más diversas y heterodoxas posibles. Destituciones, denegación de cursos más especializados, negativas a enmiendas estructurales en los currículos, rechazo de sabáticas para investigaciones, entre otras técnicas disciplinarias, suelen ser alicientes para mantener una universidad inerte en el campo del cuestionamiento profundo de la materia estudiada y, sobre todo, en la universidad como centro de producción de conocimiento.
Mucho peor cuando los sistemas de nombramiento de docentes es reflejo de procedimientos viciados por elementos exógenos a las cualificaciones del investigador o investigadora. Como sucede en tantos otros renglones de nuestra sociedad, y nuestra administración pública es ejemplo prístino de ello, los abolengos, el origen social, las posturas políticas, el género y la ideología fungen como criterios decisivos a la hora de determinar quién entra o no en el claustro universitario. Es un retaso esperpéntico que por siglos ha acompañado ese espacio de élite que reproduce los privilegios tanto como los importa. Hay cátedras que no producen, o que producen muy mediocremente, cuya remuneración es el rédito por la ineficiencia, por la mendacidad y por la falta de compromiso social y ético-político. Hay otras que se ahogan por la falta de oportunidades, por la soledad intelectual, por la vileza de una administración que se opone a la tarea imprescindible de la investigación serie y la producción de conocimiento.
En el caso de nuestra universidad pública, es patético ver cómo gran parte de la producción de conocimiento se reduce a una suerte de confección casi automática de artículos propios de comentaristas jurídicos (figura que proviene de la baja edad media, de hecho, luego de los glosadores que comenzaron en la Universidad de Bologna en el siglo XIII) y no necesariamente como fruto de investigaciones individuales, colectivas o interuniversitarias sobre distintos ámbitos del Derecho en Puerto Rico. Tenemos un sistema híbrido de Derecho casi único en el mundo, donde estudiar de ordinario la materia es hacer Derecho comparado, pero no tenemos ni grupos de investigación sobre ello. Nuestro Derecho penal es de los más severos e injustos que puedan existir en el hemisferio, y nos conformamos con asignar solo clases troncales en vez de electivas para la investigación crítica y producción de conocimiento sobre los diversos aspectos de las ciencias penales. Mientras tanto, al parecer nos hemos conformado con cursos especializados en la generación de capital, como los orientados a Derecho corporativo, tributario, patentes, etc., dejando a un lado las necesidades imperiosas de la mayoría de la población.
Esto se demuestra cuando vemos a qué sectores benefician esos cursos especializados, esas optativas prácticas, y qué perfil de profesional es el que está detrás tanto del podio como del pupitre. Sin duda no son los sectores más vulnerables de la población; aquellos que reciben las migajas de la compasión institucional a través de trabajos pro bono. Y con esto no se ataca el valioso y necesario trabajo pro bono que hacen ciertos docentes en nuestras universidades, sino todo lo contrario. Ese tipo de trabajo por los sectores menos privilegiados, y que son quienes más necesidad de asesoría y representación legal tienen, debería ser el norte y la norma de una institución que produce profesionales que participarán en el monopolio del Derecho en la práctica.
La falsa postura de neutralidad ideológica en la enseñanza del Derecho es lo que llevó a Kennedy y compañía también a catalogar la pedagogía de aquel entonces, pero extrapolable a nuestros días, como conservadora, como de centro-derecha. No creo que tengamos que mirar más para llegar a una conclusión similar. La supuesta división entre Derecho y política es tan falsa como la presunta separación, tan denunciada por Dworkin, entre ideología y adjudicación judicial. Las normas que se enseñan puramente son reglas legales que surgen de contextos históricos, económicos y políticos en específico. Enseñarlas acríticamente no es más que transmitir por ósmosis normas que mayoritariamente en nuestra realidad son tremendamente conservadoras y hasta reaccionarias. Una pedagogía que no contextualice las materias, todas y cada una de ellas, empezando por nuestros cursos de Derecho constitucional, que se suelen impartir como una compilación de decisiones jurisprudenciales, reproduce ya no solo jerarquías sociales en una estructura tan desigual, sino una idea de Derecho eminentemente conservadora.
Esta práctica pedagógica hegemónica, tanto falaz como contraproducente, es parte de lo que Mauro Benente atinadamente denomina como la política de la despolitización en nuestras aulas de Derecho, particularmente desde el contexto de la educación jurídica en Argentina. Según el autor:
El relato que se construye alrededor de la producción y aplicación de normas, y que se enseña en las aulas, excluye todo tipo de contextualización política, económica y social. Es un derecho sin sangre ni lágrimas. De todos modos esto no es solamente algo que está presente en el discurso (pseudo)académico con el cual se (de)forman los y las estudiantes, sino que es el ambiente que se respira, o a pesar del cual uno intenta respirar, en las Facultades de Derecho. Si uno quisiera ubicar el ámbito al interior de una Facultad o Universidad en donde se encuentre algo así como “la política” o “lo político”, deberíamos dirigirnos hacia los órganos de gobierno. De todas maneras, en las alusiones al derecho nos topamos con una política de la despolitización. (Benente: 2017)
Las pedagogías tradicionales no hacen sino crear las condiciones necesarias para la despolitización del Derecho, ya de por sí en sociedades más que despolitizadas a partir de los estragos del (neo)liberalismo. No son los sectores más vulnerables de la población quienes están en las mentes de los agentes del Derecho al formarse y ejercer de ordinario la profesión, sino el manejo técnico de las normas en un sistema de mercado que significa que mientras más capital se tenga, más representación y resguardo jurídico se tendrá. Los y las abogadas que son la excepción, tanto en la docencia como en la práctica de la profesión, no deberían ser voces solitarias en centros de formación que se deberían distinguir por su pertinencia en la investigación crítica y en la producción de conocimiento. Debemos ver los resultados de nuestras facultades para evaluar si en realidad la universidad está siendo ese espacio; si verdaderamente las necesidades de quienes menos tienen están presentes en las discusiones curriculares o son obviadas como mera irrelevancia.
Convendría no solo una abierta politización del Derecho, que significa considerarlo como parte de la política, sino un cambio drástico de paradigma pedagógico para cumplir con las necesidades mínimas de una profesión que debería deberse, principalmente, a quienes más la necesitan. No solo el acercamiento a otras disciplinas de las ciencias sociales sería muy productivo para la contextualización de las materias troncales impartidas en las facultades de Derecho, sino una contextualización propia dentro de esas materias. Esto favorecería politizar el objeto de estudio para que tanto el o la estudiante y el o la docente tenga que asumir una postura ético-política ante las controversias sociales que son adjudicadas por nuestros tribunales. Debemos aspirar a que la asepsia falaz del Derecho se convierta en el análisis crítico de un Derecho de vanguardia.
Estas posibilidades en la pedagogía y práctica jurídica no pueden salir, sin embargo, de sectores y agentes que administran la universidad como burocracias al servicio del “marketing”, como empresas cuya productividad en el mercado laboral es lo único que importa. Tampoco pueden surgir de administraciones cuyas fotos y propaganda vacua suele ser más importante que los graves vicios estructurales que ocurren en las dinámicas de enseñanza e interpersonales en la universidad. No es posible un cambio de paradigma con demagogia y eslóganes vacíos, con complicidades y oportunismos éticamente cuestionables. Mucho menos lo es si quienes dirigen estos espacios, claramente políticos, reproducen las grietas institucionales que existen en nuestras instituciones políticas a nivel general.
Urge crear, como bien dice Boaventura de Soussa Santos, un intelectual rebelde que no se amilane ante la cotidianidad de la mediocridad cómplice. Que rete un ordenamiento legal que le sigue sirviendo a ciertos sectores sumamente privilegiados del país, en contraposición a aquellos que se ven correlativamente afectados negativamente por los privilegios de los primeros. En efecto, que mire hacia las necesidades de las grandes mayorías populares y no se conforme o neutralice ante el devenir del conservadurismo propio de una enseñanza del Derecho, con sus excepciones, anquilosada en el conformismo, en el conservadurismo o en el cinismo reaccionario. Necesitamos ese perfil de profesional que combata el cierre de espacios para ejercer la profesión de una manera alternativa, de una manera solidaria.
Uno y una que no se conforme con el vanagloriado egoísmo e individualismo profesional, que se cuestione ético-políticamente su posición en la sociedad. Uno y una que comience a resquebrajar el régimen reaccionario que ha propiciado el peligrosamente bien visto liberalismo político. Que intercambie individualismo por solidaridad, y razón instrumental por razón crítica. Está en nosotros y nosotras forzar un nuevo paradigma pedagógico y profesional más democrático, más inclusivo y más plural. En efecto, la tarea de que lo nuevo que no acaba de llegar termine por arribar. De esa forma las diversas concepciones e justicia pudieran tener algo de más sentido, o al menos un mínimo de contenido material.
Referencias
- M. Benente, “Derecho y derecha. Enseñanza del derecho y despolitización”. Revista de Derecho penal y Criminología, Año VII, Núm. 1, Febrero 2017.
- R. Dworkin, Taking Rights Seriously, U.S., Harvard University Press, 1979.
- H. Kelsen, Teoría pura del Derecho, México, Porrúa, 2014.
- D. Kennedy, “Legal Education and the Reproduction of Hierarchy”, Journal of Legal Education, Vol. 3, Núm. 4 (diciembre 1982), pp. 591-615.
- H.L.A. Hart, The Concept of Law, U.K., Oxford University Press, 1979.
- C. Mouffe, The Return of the Political, U.S., Verso, 2005.
- C. Schmitt, Posiciones ante el derecho, España, Tecnos, 2012.
- Boaventura de Soussa Santos: pensar la teoría crítica, Revista de la Carrera de Sociología, Vol. 3, Núm. 3, pp. 234-235. La entrevista se puede accede en la siguiente dirección: aquí. [↩]