La enmascarada roja

Ilustraciones por Amárilis Pagán
Patadas voladoras, planchas y picadas de ojos, todo se vale con tal de evadir las confrontaciones que nos provocan miedo porque, a pesar de todo, dentro de nuestros movimientos también existen convencionalismos sociales y miedo a situaciones incómodas. Extrañamente, el sentirse obligadas al silencio por la aplicación de las llaves voladoras es más violento y trágico que aceptar que hay un elefante rojo en el medio del salón y meterle mano para bregar con él, aunque esa brega nos obligue a poner nuestras ideas e incomodidades sobre la mesa. ¿Será que no siempre se cree en la bondad humana? Porque si creyéramos en nuestras propias bondades sabríamos que hablar desde el respeto, pero sin evadir las sanas confrontaciones, es posible y productivo.
La religión, el sindicalismo, el propio feminismo y los colectivos y organizaciones que se derivan de estos movimientos, se convierten en íconos sagrados que privilegian a algunas personas y excluyen a otras de los diálogos de concertación. Instauran al interior de los nuevos movimientos las mismas semillas de desigualdad y mal uso del poder que pretendemos combatir.
Todavía no he ido a una reunión, de esas tipo coalición galáctica, en la que alguien se atreva a cuestionar el que ciertos líderes se apropien de los micrófonos simplemente porque vienen de algún sindicato o de alguna organización baby boomer. Mientras nos hablan de las mismas estrategias de las pasadas décadas (que ya NO dan resultados), mientras utilizan el mismo discurso que les estamos escuchando desde que algunas éramos niñas, mientras le pasan el rolo a la generación X y Y y a nuestras nuevas ideas, se guarda silencio porque, después de todo, son una institución.
Pero, ¿queremos instituciones o queremos movimientos vivos?
Creo que muchas y muchos queremos movimientos vivos, pero no todo el mundo quiere y puede pagar el precio de ese querer. Es demasiado fuerte llevar la contraria a gente y a grupos que creen tener en sus manos verdades absolutas y teorías infalibles mientras viven a una distancia terrible del mundo de los que caminamos con la gente que no sabe de teorías pero sí de acción. No es tan fácil actuar desde una lógica de solidaridad basada en decir lo que se piensa y no lo que parece correcto. La tentación de amoldarnos para ganar un aplauso comedido es fuerte.
Estamos en un momento importante de concertación social. En los pasados años, la situación nacional logró polarizar la acción social: por un lado vimos el retraimiento de grupos que se sentían frágiles ante la represión gubernamental y el empuje fundamentalista mientras, por el otro, vimos la cristalización de movimientos que se vieron forzados a desarrollar herramientas más efectivas de denuncia, propuesta y acción. Ahora de momento, con el cambio de partido al poder, tenemos una encrucijada y a mucha gente poniéndole un pañuelo al elefante rojo para que los demás no lo veamos. Quieren creer que todo será mejor a partir de ahora y temen que venga un equipo de enmascaradas y enmascarados rojos a señalar el pobre elefante.
No es que el elefante sea feo. Aparte del rojo brillante de su piel, está adornado de cristianismo, “alianzas”, tradiciones, promesas, cursilerías y figuras intocables que le caen bien a los medios masivos y a mucha gente de las redes sociales. El problema es que los abalorios que trae el elefante pueden ser monedas de trueque para ajustar valores que a estas alturas no podemos darnos el lujo de negociar: el estado laico, los derechos humanos, la subversión de un orden económico que ya fracasó, la lucha para derribar las barreras de clase que mantienen segregada a gran parte del país.
La lucha libre nunca fue tan compleja. Lograr una concertación social genuina que no sea un refrito nacido de la nostalgia y de una cortesía superficial, puede provocar una batalla de todos contra todos. No porque todo el mundo quiera hablar, sino porque muchos preferirán que no se hable.
Tenemos todo que ganar o todo que perder. Por eso yo quiero que nos caiga una enmascarada roja que señale al elefante y que después lo levante de la mesa. También la quiero ver haciendo la plancha a la religiosidad mojigata que invade los espacios laicos, una llave voladora a quienes nos vienen con cuentos para que nos callemos y una picada de ojos a quienes quieren hacerse de la vista larga por comodidad.