La plenitud antillana a ritmo de merengue y con humor
Nunca he estado en Santiago de Cuba. Pero la historia, la literatura y sobre todo la música de esta mítica ciudad caribeña han dejado cierta impresión en mi mapa acústico-visual del mundo y me han ayudado a matizar mi concepto individual de la cultura caribeña como bullicioso y alegre crisol de mezclas.
Si Santiago de Cuba es una ciudad mítica es en parte a su ubicación geográfica y por los aportes de sus ciudadanas y artistas a la construcción de una de las mejores tradiciones musicales del mundo. Asimismo, admiramos la historia de Santiago de Cuba por su contribución a la adecuación socioracial caribeña. Se trata de una ciudad que recibió grandes poblaciones de jamaiquinos, haitianos y dominicanos y que en cierto sentido es símbolo de convivencia pacífica de diversos grupos sociales. Pero no solo en Santiago de Cuba podemos encontrar manifestaciones de la movilidad intrarregional y la convergencia transcultural que definen muchos aspectos del ser caribeño.
Desde que lo introdujera el antropólogo cubano Fernando Ortiz en su Contrapunteo cubano, el concepto de “transculturación” se utiliza para teorizar sobre el mundo, la vida o el problema de las identidades como el resultado de contactos, mezclas y préstamos culturales fundamentalmente inconscientes. No obstante su hispanismo obstinado o su mimetización de todo lo estadounidense, en la República Dominicana también podemos localizar muestras y ejemplos de la transculturalidad antillana como una búsqueda de la libertad de movimiento y promesa de la felicidad compartida.
En estos días lo que me ha conducido a reflexionar acerca de la felicidad que supera la adversidad ha sido el examen del fenómeno mediático más reciente de las redes sociales dominicanas de “el moreno venezolano”.Este sujeto, cuyos datos biográficos desconozco, es un hablante de una variedad lingüística de contacto del español dominicano y el créole haitiano que sube graciosos videos a las redes sociales. Pronuncia las eles como eres. Además de su particular pronunciación, sus descripciones son casi todas canalizadas por el gerundio: “mucha gente hablando a mí de Haití; yo ta’ loco de conocé a ese Haití”.
En sus intervenciones mediáticas cuenta con un humor a la vez autodespreciativo e ingenuo sus experiencias y dificultades, las vivencias típicas de un inmigrante haitiano o de un haitiano-dominicano muy consciente de los racismos institucional y cotidiano. Lo irónico y gracioso de su performance identitario es su insistencia en que él no es negro y que es oriundo de (Fila de) Hoyo Negro, Venezuela. Habla de cómo aterrizó en “el aeropuerto de Dajabón” en un camión Daihatsu y como prefiere no hablar mucho con sus padres para no asociarse con gente prieta. ¿Qué mejor manera de demostrar lo absurdo del racismo? Obviamente, está jugando con esa contradicción de la hegemonía dominicana que por un lado rechaza la inmigración e influencia cultural haitiana y, por otro, acepta la inmigración venezolana y busca normalizarla. El moreno venezolano pone de relieve este drama transnacional con una gran competencia lingüística, un excelente manejo de la pragmática, las reglas locales de interacción e interpretación que aseguran la coherencia y la pertinencia del habla, y un amplio conocimiento de la geografía caribeña.
Entre las valoraciones que han surgido, no podían faltar las valoraciones negativas típicas de estas situaciones de contacto: “eso tiene que ser un relajo. Su castellano apesta demasiado para ser cierto”. Pero lo maravilloso del performance de este joven ha sido captado por sus interlocutores dominicanos y sus seguidores en las redes sociales. Una joven mujer comentó que “tiene más talento, gracia, carisma y un lenguaje más fluido y moderado que la mayoría” de los comunicadores dominicanos. Otro comentarista opinó: “este hombre es la comedia hecha persona; fue imposible parar de reír”. El fenómeno mediático del “moreno venezolano” confirma una conciencia colectiva de las odiseas de las inmigrantes que persiguen algo que las transforme, les dé mejor sentido a sus vidas y las acerque a la felicidad.
No he podido corroborar si se trata de un inmigrante haitiano en sí o tan solo de un personaje creado para las redes y los medios sociales, pero lo cierto es que el performance encarna las luchas y las transformaciones de los individuos marginados por ser, estar y pertenecer. Y reivindica al inmigrante. Como escribiera Fernando Ortiz, “cada inmigrante [es] un desarraigado de su tierra nativa en doble trance de desajuste y de reajuste, de desculturación o exculturación y de aculturación o inculturación, y al fin de síntesis, de transculturación. En todos los pueblos la evolución histórica significa siempre un tránsito vital de culturas a ritmo más o menos reposado o veloz.”
Por un lado, la narrativa y la crítica literaria caribeñas proponen interesantes modelos de representación pancaribeña, prestando mucha atención a procesos de colonización, descolonización y globalización.Por otro lado, la personificación talentosa de los malabarismos culturales del sujeto caribeño puede ser abordada mediante otros enfoques. En nuestro caso, nos resulta bastante productivo y estimulante trazar la dimensión del fenómeno de la felicidad transcultural caribeña a través de la cuestión de la música.
No sé la razón exacta, pero me gustaría algún día averiguar por qué fue precisamente Diómedes Núñez, el obrero del merengue que nunca logró el éxito de un Sergio Vargas, por ejemplo, que vocalizó un par de canciones que celebran la transcaribeñidad acústica, canciones que precisamente promueven la unión y la convivencia de personas de distintos orígenes con distintas lenguas. ¿A lo mejor porque es oriundo de Mao, un pueblo en la región transfronteriza domínicohaitiana? Diómedes interpretó y popularizó las canciones “Balsié” y “Bon, bon”. En esta última, cuando Diómedes grabó con la orquesta del maestro Ramón Orlando, se escucha: “hermosa era la chica, bella la isla, lindo el sol. Estaba todo en su punto, pero el idioma me traicionó. Le hablaba cosas bonitas en mi mejor español, pero ella no comprendía y solo decía bon, bon, bon”.
Quizás no muchas personas recuerden “Bob, bon”. En cambio, la canción titulada “Balsié” es un clásico del merengue navideño y de la época de carnaval. Compuesta por el compositor Mario Diaz con arreglo musical de Juan Valdez Ybet (quien no es pariente mío), en esta canción el cantante invita a una negra, a su familia y a todo el mundo a bailar al son del Balsié, moviendo la cintura y moviendo los pies. Al final el cantante dominicano rinde un breve homenaje melódico a la música reggae de Bob Marley, cantando el woe joy, joy, woe, joy, joy, joy de “Buffalo Soldier” a ritmo de merengue.
Balsié es un tambor pequeño, utilizado típicamente en las fiestas de las religiones afrodominicanas. En su clásico ensayo “Música popular de América”, Pedro Henríquez Ureña especuló que era de origen indígena. Lo más probable es que su ascendencia sea afrohaitiana. En cuanto a lo dominicano se refiere, era típico de Henríquez Ureña exagerar el aporte hispánico-europeo a expensas del aporte afroantillano. Sin embargo, en un momento se detuvo a considerar lo que él llamara “la característica languidez” de la “variante tropical” del vals en Puerto Rico y Santo Domingo. La contemplación de estas manifestaciones de regocijo y creatividad y sus orígenes transculturales provocó uno de los raros deslumbres en un intelectual tan medido como Henríquez Ureña: “en la música de Las Antillas hay materiales para la construcción de maravillas futuras.”
En efecto, en la música tropical, la languidez es un tropo, potente metáfora audiovisual que comunica una mezcla de imágenes, sentimientos y sensaciones que el público o las escuchas pueden reconocer casi inmediatamente. Pero en “Balsié” no se trata de esa languidez melancólica del bolero del maestro Agustín Lara que cantaba Toña la Negra, la famosa cantante y actriz veracruzana de origen haitiano, otra representante de los cruces transculturales antillanos. Se trata de la languidez jovial, cuyas distintas imágenes de color, luz y movimiento de cuerpos arman el signo principal del video musical que ayudó a difundir la canción. Semióticamente, el video es interesante. Fue filmado en Sint Marteen, pequeña isla antillana, mitad colonia holandesa (hasta hace poco) y mitad colonia francesa (aún). En el video podemos ver al cantante dominicano y sus acompañantes cantando y bailando con la gente local y las turistas en los bares frente a la playa que bordean el paseo marítimo a lo largo de la bahía o en frente de los casinos y tiendas libres de impuestos en la capital Philipsburg. Pero lo más importante, la música y el baile alejan a todas y todos de sus preocupaciones y ese automatismo diario impuesto por el trabajo o la economía de atención.
Las escenas más entrañables del video son aquellas en que las sanmartinenses abandonan sus tareas y diligencias para ponerse a bailar espontáneamente con los cantantes dominicanos: “bailando Balsié del mundo me olvido yo”.El elemento principal en este encuentro sonoro-kinésico es la simultaneidad, “el tiempo múltiple y divergente del sobresalto acústico”, según Julio Ramos en “Descarga acústica”. En su ensayo, remitiéndonos a lecturas de Walter Benjamin y Henri Bergson, Ramos destaca los efectos del sobresalto audiovisual de la música: “saca el cuerpo del plano de la percepción dominado por la perspectiva, por la división del trabajo sensorial en los proliferantes esquemas ópticos, geométricos, dominantes de la modernidad.”
El ritmo merenguero y el baile hacen posible el reconocimiento de que por momentos efímeros se disuelven nuestras preocupaciones y compartimos el goce corporal y también el deseo entrañable de la felicidad. La convergencia rítmica de los tambores, los saxofones y el acordeón, la espontaneidad del baile y la sensualidad kinésica produce un efecto de jocosidad que se vierte en una sensación desbordante de felicidad compartida, a pesar de las tantas pruebas y tribulaciones que nos presenta la vida.
No podemos concluir este ensayo sin considerar que la posibilidad del bienestar audiovisual y la sensación de plenitud kinésica se vienen a pique ante los altísimos niveles de volumen con que típicamente se escucha la música en la República Dominicana y en sus extensiones extrarinsulares. La contaminación sónica emerge como el soundscape alternativo, ese paisaje sonoro que supuestamente nos protege de todo tipo de inseguridad, de vivienda, alimentación, emocional, etc. Tal vez Bob Marley tenía razón al decir “una cosa buena acerca de la música, cuando te golpea, no sientes dolor.” Como las drogas y el alcohol, la música tiene un efecto anestésico que nos insensibiliza ante los choques constantes de la vida en un mundo sensorialmente violento. Pero toda anestesia tiene sus riegos y complicaciones. En efecto, las dominicanas y los dominicanos nos hemos acostumbrado demasiado a esa explosión sónica que ensordece los rugidos del sistema nervioso, contrarresta la presión acústica del ajetreo diario, aniquila la responsabilidad del cuidado de la vida, la propia y la del otro, y nos convierte en autómatas danzantes. Por lo menos, el humor del moreno venezolano y el ritmo de “Balsié” nos recuerdan que no estamos tan solos en la olla de presión que es la vida, en nuestra búsqueda de la felicidad y en la apreciación de la caribeñidad.