La voz antológica
Regreso a este espacio de discusión tras dos años de pérdidas en el plano personal, profesional y ciudadano. Lo hago a semanas de haber visitado la Isla, re-ocupado temporalmente mi pequeño apartamento de Santurce y recuperado las redes de afecto desde la proximidad de los cuerpos, que no es y nunca será poca cosa. Puerto Rico se las arregla para darte su mejor y peor cara a la misma vez. El calor de los reencuentros comparte vecindario térmico con la intensidad de las bofetadas. Las bienvenidas convergen con las expulsiones. Uno se va haciendo experto en la pendejá. Hasta enunciarlo cansa.
Debo confesar que en tiempos de pérdida y posverdad, encontrar vivo a mi bosque doméstico de cactus adelantó mi Navidad. Los pequeños hechos concretos y corroborables mitigan el golpe de la desilusión personal y colectiva. La calistenia rutinaria de ver y sentirme en lo visto, al deambular por mi antiguo vecindario, compensó por el desarraigo estacionario frente a un tiempo y espacio preñado de separaciones. Esa melancolía está en el aire, y no la llamo postraumática porque no hay nada «post» en un trauma que sigue creciendo, agudizándose y ganando definición en oleadas de horror que dejan poco o ningún tiempo de recuperación.
Recuerdo haberme sentido así de niño en algún balneario de nuestro norte borrascoso, y enfrentar el momento en que lo seguidito de las olas dejaba de ser divertido. He sabido dar vueltas bajo el agua cogiendo raspazos de arenas para nada tersas. He sabido salir del agua a tiempo.
Aún desde esta admitida desorientación, con la que más de un lector de seguro podrá conmiserarse, quiero dedicar unas líneas al asunto de la autoridad, y el riesgo de sumarnos involuntariamente al clima autoritario del nuevo cuatrienio desde esa nostalgia por la verdad que hoy acapara portadas y muros. Antes de que venga la próxima gran ola, quiero llamar la atención sobre la tormenta que ya está/lleva rato aquí.
La pieza que comparto hoy se ha ido formando como presumo nacen los poemarios: crisis de inspiración, ramalazos de tristeza, azotes de encojonamiento masivo, instantes de claridad en la forma de una frase sin sujeto o predicado. Digamos que hoy soy todo bricoleur y científico loco poniendo lo que me quede de capacidad formal al servicio de armar un monstruo de cuerpos temáticos recuperados por accidente, sin criterio de unidad o estética común.
Hoy ni trato de dialogar con la audiencia imaginaria de 80grados, que suele moverse por aquí como si paseara por un campus universitario, evitando facultades, cursos, profesores, autores, novios del año pasado. Si su vegetarianismo intelectual le impide consumir un embutido de reflexiones personales, porque usted sólo come ideas orgánicas y desinfectadas de emoción, más vale que coja la juyilanga desde ahora, pues hoy no tengo interés alguno en dramatizar objetividad académica. Ando molesto con el asunto. Y aspiro a dar con gente igualmente decepcionada.
Me ha hecho regresar a este medio el viejo y nuevo tema de la autoridad y los mecanismos de autorización; esa es la arena que hoy me raspa contra una ola violenta que no respeta mi tamaño. Vuelvo al “quién puede o no puede expresarse”; al “quién merece o no ser estudiado”; al “qué o quién decide relevancia” a corto y largo plazo. Me convoca o interpela (esa palabrita tan manoseada en la huelga del 2010) lo que en tono de burla he solido llamar, con par de palos encima, la “voz antológica”, que si imagino engolada, como hace todo actor al asignar tonos en su mente a personajes que aún están circunscritos a la mudez de las palabras de un guión, es porque la asocio con los mecanismos de auto-censura y seriedad trinca adoptados por una cepa del universo intelectual demasiado consciente de la cámara, demasiado segura de su legado, y prematuramente convencida de cómo éste ha de ser hagiografiado.
La voz antológica es lo contrario a la famosa parrhesia que tan efectivamente retomara Foucault en su momento angelino. Si en parresía se habla sin miedo a la autoridad y desde el esplayamiento, lo que da espacio a que ocurran imperfecciones y cortocircuitos gloriosos, la voz antológica es camisa de fuerza, híper-consciencia del apartado que ocupa o deberá ocupar en un armazón imaginario que siempre será heroico (aun cuando se cante informal e irresuelto). La voz antológica ensaya todo, desde la sonrisa al ángulo de la ceja en momentos de crisis que exijan severidad. La voz antológica presume audiencias; poderosos a quienes impresionar, redes de vigilancia a quienes adular o embaucar, consensos a cortejar, campos minados a no pisotear ni loca.
Quiero hablar de las pautas que definen la mesura en contraposición al exceso como parte de esa conciencia taxidermista que piensa en mausoleos aun cuando la recién-nacida vida le pasa por delante sin haber ensuciado su primer pañal. Quiero reflexionar en torno a la economía de minimalismos que censura el “despilfarro” de palabras, y estigmatiza injustamente a lo que sin traducción llamaré el intellectual hoarding, que es la acumulación intuitiva sin clara certeza de utilidad o pertinencia “curatorial” de la que se nutre el gesto artístico.
Quiero hablar de los giros y nuevos giros del fashionismo académico; el tránsito entre momentos que atesoran la pureza disciplinaria, a momentos que celebran la mezcla; la popularidad que a veces gozan las rupturas versus los follones con las vueltas.
Quiero meditar en torno a las proclamas de agotamiento y la consiguiente obligación de traer algo que parezca nuevo, como si fuera miércoles en una góndola de H&M en Ucrania. Me interesan las inseguridades que no dejan decir lo que pide ser dicho en momentos críticos; los silencios que se cantan poéticos cuando sabe uno que son, como todo en la voz antológica, estratégicos. Me permito hablar de estrategias en tiempos de crisis, y refutar de entrada a una en particular, la “moratoria intelectual”, la espera y pausa indefinida que sólo pueden permitirse las voces antológicas, esas que siempre pueden regresar cuando gusten, y encontrar todo en su sitio, sin visados que renovar o aduanas que atravesar a riesgo de ser deportadas.
i. Mi cuerpo adolorido
Desde las Olimpiadas de Londres experimento dolor físico. Recuerdo el día en que viendo un evento de natación en el gimnasio, algo se desconchufló en el hombro y brazo derecho. Ignoré el asunto y seguí ejercitándome, manejando el mismo peso pero haciendo un contrapposto extrañísimo, y para nada clásico, que fue poco a poco ramificando el daño por todo mi cuerpo. Los diagnósticos empezaron en Puerto Rico, pero fue un flaquísimo ciclista y terapista físico australiano, que a mí me sonaba a Ewan Mcgregor en Trainspotting, quién pronunció el veredicto definitivo en el 2013.
“Te está empezando una capsulitis”, o “‘frozen shoulder’”, como después me confirmó el médico, “en ambos hombros”. Yo, que no he sido persona de parar, tuve que bregar con la instrucción médica de no hacer nada, o muy poco, salvo aguantar tres rondas de inyecciones para aliviar el dolor y sentarme a ver cómo el cuerpo pasaba por el escalofriante ciclo de atrofio y gradual liberación, asunto que duraría tres años. En Puerto Rico nunca pudieron diagnosticarlo, y cada dolor primario o reflejado fue tratado como un asunto autónomo, sin relación entre sí. Error táctico muy nuestro.
La natación, que en Sydney es un ritual tan cotidiano como bajarse un six pack en las gasolineras de Bayamón los jueves pre-sociales, fue la única actividad física que pude retomar tan pronto los hombros pasaron de la etapa del congelamiento al gradual descongelamiento, que es como lo describe la literatura médica.
A casi cuatro años, aún me quedan resabios de dolor, razón por la cual decidí tratar otro médico. Me impresionó observar que éste no tenía prisa. Su primera sesión combinó un examen de movimientos junto a un interrogatorio de cuarenta y cinco minutos sobre mi vida física, desde que fui parido hasta el presente. Casi me puso a bailar merengue hasta esbozar la teoría que vincularía los hombros con el más reciente dolor de este modelo expirado, en la sensitiva baja espalda (sí, ahí mismo). Dijo que no iba a meterme cortisona para enmascarar el asunto; que sólo la usaría en dosis muy bajas y en puntos particulares, junto a anestésicos locales, para “apagar”, en palabras de él, posibles zonas del cuerpo que distraen de la verdadera causa del dolor, y permitir así una rutina de estiramientos ejecutada por el propio doctor, con el fin de observar in situ cómo se comportaba el conjunto músculo-esqueletal que me sostiene. Se los vendo al costo.
En su estrategia médica lo importante no es la multiplicidad de jugadas que tiene a la mano, sino llegar a conocer de manera esmerada cuándo y dónde alguna de ellas surtirá efecto. Así me observó por dos sesiones largas, de contorsionismo, inyecciones y merengue sin ritmo; hasta que decidió meterme mano.
Para dar con mi gran problema de ligamentos deteriorados, que activaban el cuadro de dolores por varios lados, tuvo que invisibilizar partes del problema, sacarlas del medio, hasta dar con las zonas ultra-específicas donde el remedio podría aspirar a ser santo.
La tercera y más reciente sesión, de la que aún me recupero, me sometió a la controvertible terapia de reinyectar plasma extraído de mi propia sangre en unos quince puntos de mi cuerpo con los que el hombre ya se había familiarizado. Fue un ataque frontal, certero, que requirió dosis de calmante y analgésico para poder manejar el trauma. El médico me mantuvo en un espacio de extraordinaria claridad mental, si bien completa remoción de la ansiedad que ello produce. Me sacaron cuatro enormes tubos de sangre, mucho más grandes que los que extraen para patologías rutinarias, razón suficiente para haberme desmayado en circunstancias normales, como suelo advertirle al enfermero o enfermera de turno. Sí, soy así de cobarde.
Pero los vapores que este hombre me puso a inhalar manejaron el asunto, haciendo lo imposible. La estrategia rehabilitadora consistió en modificar la realidad sin cambiar los hechos, tampoco las emociones que los mismos producen, con la excepción del horror y la ansiedad, que fueron químicamente bloqueadas. Pude comprender la fuente de ansiedad sin experimentarla, en pleno estado de conciencia. Y ya usted se preguntará qué carajos hace este testimonio médico en 80grados.
En épocas de lectura veloz, cortesía de la prisa digital, se nos pide ir al punto, ¿no?
Pues vayamos a un primer punto. No se escoge hoy entre verdades y posverdades como si San Agustín aún dominara nuestras conciencias brutalmente cristianizadas. Es rutinario, hasta en los lugares comunes de la “ciencia objetiva”, eliminar deliberadamente piezas de evidencia, simplificar escenarios de exceso de información con facsímiles artísticamente intervenidos, o “narrativizados”, de los hechos. Mi cuerpo y manojo de dolores no eran diagnosticables cuando se manejaban como una cantera de síntomas aislados, confusos; no fue posible en Puerto Rico, donde quisieron escuchar a cada uno de mis dolamas por separado. Mi cuerpo fue escuchado mejor cuando un médico chino (y australiano) decidió acallar a algunas de sus voces, apagar parte de sus zonas conflictivas, hasta dar con el cuadro de fuentes. Y no sólo eso, el trauma y dolor del tratamiento pudo ser evitado con la inducción fantástica del medicamento, el calmante y analgésico que me permitiría entender el proceso, dialogar con el médico, cooperar en cada fase, sin experimentar la parte de mi cuadro emocional que traería sufrimientos innecesarios. Esto tiene todo el peso de una gran metáfora.
En definitiva, que la fantasía y la reconfiguración de escenarios complejos en ficciones más sencillas y manejables, sí tiene una función terapéuticamente política en los que abogamos por mecanismos de emancipación y resistencia; que parece mentira que algo tan obvio tenga que a estas alturas decirse; que me parece absolutamente sospechoso que en el menú de este cuatrienio, frente al conglomerado de fuerzas y las voces que trabajan para ellos, nos pongan a escoger entre verdades y verdades alternas, como si no hubiera entre medio un universo de opciones y encuadres infinitamente capaces de orientar y desorientar en partes iguales. Es más, reclamo el valor de la desorientación; la fantasía como mecanismo de rescate del enajenante exceso de realidad (que es el camino más seguro a la falacia).
Yo no quiero regresar a mi cuerpo-manojo de dolores ramificados e inconexos, ése que no daba con remedio en Puerto Rico. Reclamo el valor de un cuerpo estratégicamente reconfigurado para simplificar sus crisis y entender mejor la trama que las interconecta. Sigo pensado que la ciencia política, en su afán objetivizador, desnaturaliza los hechos de mala manera. Sigo pensando que la ciencia política es imperfecta, y que siempre operará de manera incompleta, sea para pronóstico o curso de acción, si no se combina con la ficción literaria, y con todo lo que sabemos de la construcción de la fantasía a través de la teoría y crítica del gesto artístico. Sigo apostando al gesto artístico que elimina, estiliza y simplifica para luego gradualmente complejizar, como un medio de diagnóstico y proyección.
Ni Trump, ni Lúgaro, que es su contraparte local (olvídense de Ricky), se explican de cuerpo entero desde la mirada política. Ambos son creaciones literarias, hechos fantásticos, y las herramientas para entenderlos, y predecirlos, no se circunscriben al arsenal de la ciencia. Sigo empecinado en elevar a método discursivo la metáfora de mi médico chino, quien produjo un cuerpo análogo mediante la trampa, el engaño químicamente inducido, para dar con su más profunda realidad patológica. El hombre simplificó para luego complejizar, no para anclarse en un postulado de estática claridad. No habría cura sin haber habitado la magnitud de su engaño a lo largo de tres sesiones terapéuticas. Me niego a renunciar a la fantasía, o compartir celda con los mentirosos a sueldo por admitir usar un mismo recurso político, la “mentira”, para cosas muy distintas.
La voz antológica tiene demasiadas varillas dentro del aparato colom-rectal del cuerpo de donde proviene como para permitirse bailar fuera de su repertorio de coreografías epistemológicas. La imaginación fantástica y el desvarío incapacitan a la voz antológica, que es toda orden. Si alguna ampolla de especulación llegara a aparecer en sus tejidos, anticuerpos de autoridad institucional la habrán de erradicar con palabras que no apalabran, escenarios que no escenifican, convocatorias que desmovilizan.
ii. La verdad del actor
Descentralizar las fuentes de información, y los sistemas de autoridad que las apoyaban, en un archipiélago de productos digitales de veloz circulación, era celebrado hasta hace muy poco como un fenómeno que ampliaba la democracia, texturizándola con la proliferación de opciones. Hoy, la narrativa dominante es que la diversidad de fuentes y formatos de opinión son responsables por la degradación de la verdad, fijando la ansiedad donde antes había esperanza. Quién se haya formado en las últimas cuatro décadas de debates críticos tomaría con cautela cualquier caracterización de la verdad, presente o pasada, en singulares absolutos, si no es que sufre un ataque de risa cínica cuando escucha a medios comerciales insistir en la objetividad periodística de su trayectoria, conociendo uno los límites de los formatos por donde transitan y la sucesión de influencias que determinan sus contenidos, presentes y ausentes. El asunto está lejos de transarse con una simple vuelta a las jerarquías, protocolos y auto-controles del periodismo tradicional, o a las garantías del archivismo histórico. La opción no se reduce a escoger entre la mesa de redacción de El Nuevo Día o las teorías de conspiración de Facebook. Líbreme Dios.
El problema de la verdad, históricamente, no sólo ha prendido hogueras filosóficas, con su cuota de aquelarres, sino que ha tenido efectos muy concretos en la propagación de campos del conocimiento, cismas disciplinarios y controversias que han llevado tanto a fusiones como a divorcios institucionales. El debate de la verdad no responde a líneas estrictas de adhesión ideológica. Por ejemplo, el cuestionamiento a la autoridad de la ciencia, tras dudarse de su objetividad una vez se hace ella instrumento de los mercados, ha podido lo mismo envalentonar a padres paranoicos en contra de las campañas de vacunación y la agricultura transgénica, (en un bloque que aglutina a demografías progresistas y anarquistas de todo tipo), como ha sido y es también argumento central del conservadurismo político que busca proteger al mercado de las alertas de científicos en torno al calentamiento global, y su llamado a desbancar el crecimiento ilimitado como base de la economía (gran herejía). Sectores progresistas, donde me incluyo, cuestionamos los monopolios de expertos que hoy deciden todo, desde la capacidad de un gobierno para pagar deuda (don’t get me started), hasta la “inofensiva” práctica de sembrar cenizas en suelo isleño; o las también expertas opiniones que aseguraban, y aún aseguran, que no hay relación entre los desechos militares producto de las décadas de ensayo en suelo viequense y el alto por ciento de cáncer entre los habitantes de la llamada Isla Nena. Y eso es entre campos alegadamente medibles; sabrá uno cómo la cosa se complica todavía más cuando nos movemos al derecho, la ciencia social y el maravilloso cuerpo de las humanidades y el arte.
No hay nada nuevo en estas controversias en torno a la naturaleza de la verdad, dirán muchos, y concurro.
Admito la atracción de rendirme incondicionalmente al relativismo cada vez que escucho economistas debatir entre ellos. Como tampoco me siento particularmente fiel a verdad canónica alguna cuando noto el patrón de las objetivísimas ingenierías, particularmente las que manejan situaciones materiales, que tienen un largo historial de inventar patologías para justificar complejas (y costosas) operaciones de prevención/mitigación profiláctica. De hecho, los vínculos de las ingenierías con la milicia pueden explicar muchas de las metidas de pata cotidianas de hombres que se comportan como niños buscando pretexto para soltar un burrunazo de artillería pesada, porque sí, porque it is fun. La indoctrinada fascinación por la violencia permite que las agendas económicas de los poderosos encuentren aliados cotidianos capaces de implantarlas felizmente, como si fuera un juego de varoncitos.
Se ha visto uno más cómodo entre discursos teológicos, que estipulan de entrada los límites de la verdad y el recurso retórico de la fe como opción siempre a la mano, que las certezas con que las matemáticas envalentonan al economista — o al militar — para decirme, “cállate nene, tú no sabes de lo que hablas”.
La herida de la verdad nunca cicatriza del todo, y antes soy más receptivo a monitorear sus niveles de supuración que a imponerle suturas de autoridad, como si ello pudiera encapsular el foco de infección. Las opiniones libres son importantes, incluso las más desfasadas. La verdad alternativa, que tanta carcajada y risita supremacista ha sacado en estos días, es un fenómeno cotidiano, y necesario. Es una de las más importantes herramientas del derecho, y nadie me diga a mí que no es la base de las relaciones públicas y el “spin” político, que suelen manejar abogados, mira qué cosa.
No estoy para desautorizar la dedicación del que estudia un asunto por décadas y se aventura a compartir sus hallazgos y conclusiones según dicte su infraestructura ético-intelectual, pero sí conviene llamar a ejercer la “cautela posmoderna” con el efecto de los encuadres discursivos sobre los contenidos, aun los que vengan revestidos de rigor. Escuchar tanta nostalgia por certezas esencialistas, que es lo que muchas voces de consternación prácticamente han dicho recientemente sin decirlo, frente al protagonismo de las intrigas y verdades construidas en este último ciclo de la política federal, me hace pensar que hay más gente de lo que uno pensaría entre intelectuales “serios” dispuestos a hacerle las vacaciones al autoritarismo de Trump. El vicio de la mentira no se contrarresta con el vicio de la verdad. No intereso ser llevado al momento “oh sí, oh no” de una pelea entre pendejitos de cinco años; la verdad y la mentira no son tan claras como las pinta un tribunal, un panel de historiadores “serios”, o los muy consternados periodistas.
Me distancio, eso sí, de la matización infinita del “loop” posmoderno, si es que aún procede llamarle así. Eso significa que aunque experimente como cualquiera la misma ansiedad de la duda, y el prometeico deseo de saber, y que así también acepte la eternidad que puede tomar contestar razonablemente una pregunta, (a veces una carrera académica entera), no estoy cómodo con la tranquilidad con las que nos pone a esperar gente que no experimenta ansiedad alguna, o prisa, porque están sentados sobre una montaña de privilegios. Esa queja, que por supuesto tiene todo el potencial de ser antipática, viene de reconocer que entre todos los registros de conocimiento, tiene que haber algunos que permitan actuar y estrategizar a corto plazo.
Enseñar a nuestros pichones de intelectuales a matizar hasta el infinito servirá para adelantar carreras académicas con alabanzas al rigor y la meticulosidad del aspirante, pero no sirve para enfrentar emergencias sociales, tampoco los quiebres políticos que las ocasionan. Así como reconozco el tiempo que toma inventar nuevos modos de apalabrar, no abandono la intención de exigir manejar lenguajes que permitan actuar en momentos en que no hay tiempo para considerar todas las consecuencias posibles. Sí, extraño entre los llamados a ejercer la prudencia intelectual un sesgo de urgencia y registro imprudente.
Creo tener claro de dónde viene mi escepticismo con los sistemas de autoridad y certeza que insisten en mantener en sitio al intelectual y al experto, primos hermanos que son. Uno también tiene experiencias de formación que te marcan más que otras en la propia construcción de la posverdad con la que nos imaginamos ser y estar. En mi caso no niego que son los antiguos juegos con la actuación, la dirección y la escritura teatral. Para cualquiera que se dedique a estas tareas, el mundo entero de experiencias humanas, pequeños y grandes gestos, son legítimo material de estudio. Uno no sabe para qué te van a servir, o cuándo, y es por esto que te obligas a estudiarlos sin pre-juzgar su pertinencia o autenticidad en el momento que das con ellos. Para el teatrero, todas las interacciones de los cuerpos con la vida son importantes, dignas, observables, y ciertas. Y por ello uno se distrae fácilmente, mientras va montando una biblioteca mental de voces, coreografías íntimas, desechos de experiencia humana. Desde esa perspectiva, en la que me formé aficionadamente, no se ejerce un juicio a priori sobre la pertinencia de las fuentes de información; todas son importantes, o lo serán en su momento. Todas son reales, o lo serán tan pronto sean encuadradas estratégicamente.
Desde la perspectiva actoral la verdad no está en el texto, necesariamente, sino en las distintas maneras de espacializarlo, que sin ser infinitas, sí pueden aceptar una paleta amplia de variaciones. La verdad para el actor es agonista, no antagónica, en el sentido de que no se concibe enfrentando a la certeza y a la duda en un duelo a muerte. Ambas pueden co-existir, y hasta poner a dialogar regiones asociadas a la razón, con regiones que insistimos encapsular en la emoción. Esa liquidez entre zonas alimenta la experiencia artística, que ganará aún más complejidad al enfrentar a la audiencia, sus particulares alacenas de subjetividad (otra región más), su caudal de voces, heteroglossias, como diría Bakhtin, o las muchas voces que habitan en y salen de uno.
Pero el actor, por más amplia que sea su biblioteca de recursos y estrategias, enfrenta condiciones concretas: su cuerpo, el tiempo de la escena, el tiempo de su audiencia, que no estaba igualmente condicionada en 1933 como lo está en el 2017. Es decir, que aún el gran truquero de la escena, tiene que tomar una decisión y poner a prueba el texto, la dirección, su cuerpo, la puesta en escena, y la audiencia, todo a la misma vez, en tiempo real. Lo especulativo y lo concreto, lo intangible de las emociones y los muy tangibles mecanismos de expresión, convergen en el teatro como en la vida misma. Un nuevo presidente tan consciente de su ser-espectáculo invita a revisar nuestro entendimiento del drama y la artillería dramática.
Juro que lo que percibo en muchos intelectuales hoy (sin perder de perspectiva a esos tantos otros que continúan la ruta del riesgo) es miedo al escenario, miedo a actuar, decir, apalabrar dentro de formatos que nunca dejarán de ser provisionales, porque todo el ejercicio humano es provisional. Digo que resiento la cautela bibliografiada que pide tiempo para consultar toda una colección, todo el tiempo, antes de actuar. Y digo que esa prisa, también la sienten los que hoy llamamos energúmenos, esa demografía diversa que votó por Trump, lo cual no excluye el peso de sus otras razones, incluso su orientación racista. Considero un logro poder ver mi urgencia en la de ellos, poderme ver en ellos. Eso viene de los días del actor que mira sin juzgar a lo que desprecia, porque algo suyo tiene que encontrar ahí para devolvérselo a la audiencia, o al texto, con algún sentido, aunque sea provisional.
Hasta el día de hoy no concibo a la palabra sin el recurso performero que la pone a circular. Y sospecho que no fueron mis palabras, imperfectas, ingenuas, desinformadas, da igual, lo que me ganó el exilio de la que fuera mi columna bi-semanal de los jueves en El Nuevo Día por casi diez años. Fue el arco expresivo lo que me costó la cabeza; su performatividad, que resonaba aún entre los que se dedicaban a leerla asiduamente, para luego decir, predeciblemente, que no entienden nada, que qué mierda, que qué tipo tan arrogante.
Creo que la mayor bofetada de este pasado diciembre fue que nadie en el cuadro editorial de ese periódico me notificó de la expulsión; me enteré en la calle, y nunca respondieron a mis indagaciones formales tras diez años de puntual entrega performera. Sigo diciendo que no son las palabras lo que incomoda; es la acción que desatan al acumularse a través de los años.
El silencio es un componente indispensable en la construcción de la verdad, y porque todo cabe en él, su documentación requiere contextualizaciones y mucho tanteo. Dicha limitación no hace automáticamente “post”, “alt” o falaz a cualquier expresión candidata a la verdad que aparezca incompleta en el panorama mediático. La hace en todo caso humana.
Ninguna nostalgia maniqueísta, criterio de editor temeroso de perder su empleo, o ansiedad colectiva frente al “alternative fact”, me va a quitar el gozo de observar el arco gestual de la experiencia humana y pescar los fragmentos de realidad que cuajarían luego en el espectáculo de la palabra. Esa mentira es mi verdad: elusiva, líquida, contra-antológica.
Un periódico de vocación comercial, con intereses directos al instrumento de la deuda, y a sus dividendos; con un historial de atropello y menosprecio patronal; con muy poca lealtad a su cuadro editorial, que hoy no se atreve a retar agonistamente a su empleador, como correspondería en una mesa editorial de aspiraciones serias, puede ser tomado como fuente confiable a la hora de interpretar un hecho según va corriendo el ciclo noticioso. Hasta el culto a la personalidad de periodistas hoy tiene que ser visto como una sospechosa estrategia proselitista, o lavado de cara, y no un foco de objetividad. Hay que preguntarse seriamente si la solución al tranque de la verdad es mantener líneas de diálogo con maniatados periodistas y contribuir a diseminar lo que dicen. Yo, de entrada, pongo la credibilidad de los medios comerciales y de su cuadro periodístico en duda, como la ponen más y más lectores que acuden a dispositivos de comunicación alternativos para informarse e interpretar su día.
Nos conocemos demasiado bien en este país pequeño. Tanto, que sería absurdo regalarle credibilidad a una clase de mayordomos coloniales con ínfulas de titulares de finca. Dejen el show.
iii. La arquitectura de la mentira
En tiempos de duda es comprensible gravitar hacia campos que cuenten con un récord fundacional de precisión y credibilidad. Aunque menos comprensible, en tiempos de duda también es común observar un gravitar hacia organizaciones religiosas que puedan disipar la angustia a corto plazo. Algunos dicen que el peligro de la coyuntura política de Trump y su consejo asesor, es que han logrado dinamitar el historial de credibilidad de todo campo con metodología rigurosa en sitio, a la vez que re-energizan el discurso religioso alineándolo con el conservadurismo político y su metafísica del mercado. El gobierno de Trump, usando el modelo religioso, se ha constituido en su propia fuente de verdad y buena nueva. Los paralelos con el “Young Pope” de la televisión son casi divertidos, hasta que no lo son.
En momentos de desorientación y abatimiento colectivo, propongo una tercera y contradictoria vía, que consiste en instrumentalizar campos o discursividades con probado récord de producción falaz, como es la disciplina en donde me entrené, la arquitectura. Sé que una mayoría de mis colegas se les venden a ustedes como expertos y técnicos de oficio, pero la realidad es que el grueso de nuestra trayectoria ha consistido en adoptar y descartar dogmas naturalizados por mecanismos de autoridad para nada transparentes (inventando metodologías de persuasión visual no muy distintas a las de un aparato de propaganda fascista), y apropiar cíclicamente de campos de la ciencia o la tecnología con tal de obtener la coartada de objetividad que nos permita seguir siendo tomados en serio. El curso de la disciplina de la arquitectura ha sido un errático circular por certezas que luego son radicalmente descontinuadas con la misma pasión con las que fueron adoptadas. Es bastante gracioso, de hecho.
No oculto, como nunca he ocultado antes, que en ese cuadro disciplinar que describo soy una voz disidente, pues defiendo desde hace décadas la dimensión más especulativa de mi campo. En otras palabras, no me siento entrenado ni en posición de defender la capacidad del arquitecto para diagnosticar desde un acceso privilegiado a instrumentos de medición de la verdad o del hecho irrefutable. Antes defendería y promovería al arquitecto como un experto manipulador en el campo de mentir artísticamente; en rediseñar la ruta de la mirada; en desviar la atención intencionalmente, tirar cortinas de humo que inciten respuestas de la imaginación justo cuando la certeza entra en crisis. No me parece que la desconfianza necesariamente se combata con nuevas y mejor configuradas fuentes.
Mi campo está eternamente en pugna, y justo porque se niega a reconocer las bases falaces de sus instrumentos y métodos, ha decidido compensar sus brotes de inseguridad, y diferencias internas, con una adhesión malsana a la autoridad y al dogma.
Me permito un último recurso autobiográfico aquí para manejar desde la metáfora, algunas de las preocupaciones que esbocé inicialmente en torno a la naturaleza de la verdad y su dependencia a mecanismos de autoridad.
Durante mi primer año de estudios en arquitectura, se hizo evidente que ni siquiera existía consenso para privilegiar un origen sobre otro en la creación del artefacto arquitectónico. La pugna entonces, como continúa siendo ahora, estaba entre los que reclamaban el origen de la arquitectura en cuestiones materiales versus los que destacaban el origen discursivo. Por supuesto que tomé partido en la contienda, y al día de hoy patrocino la idea de que el campo tiene más posibilidades expresivas cuando se concentra en explorar nuevos modos de pensar, nuevos modos de indagar, interrogar y observar, antes que cuando sirve de pasivo intérprete del último follón tecnológico-material. Esos follones, sin ver su imbricación sociológica, o incluso filosófica, no me proveen razón alguna para destacar las grandes capacidades del campo, que son muchas.
Una mirada a lo que ha sido mi desigual desarrollo profesional en la disciplina, deja ver un récord de enfrentamientos a entes, personas o instituciones, que por razones ideológicas, prefieren confinar la arquitectura a su discurso material, o a una imaginaria tradición que ha sido cuidadosamente formulada para esconder el hecho de que lo tradicional en nuestro campo han sido las rupturas cíclicas con la tradición. Mi campo, para ya llevarlo a donde quiero desembocar, es un campo fundado en la posverdad. Los más alertas reconocen el carácter provisional de los consensos disciplinarios a los que se llega de cuando en cuando. Los más tontos confunden lo provisional con una estructura interna de métodos e ideas que apenas cambia. Las coordenadas intelectuales y profesionales de la arquitectura han enfrentado momentos de disputa, y soy de los que opinan que en la medida en que se mantienen enfrentadas, la disciplina florece y retiene el cintillo de relevancia del que pende desde hace más de un siglo, si no es que lo amplía. Es decir, que la idea de una tregua discursiva no me simpatiza en lo absoluto. Si se llegara a la paz, buscaría la manera de inventar nuevos escenarios de guerra.
Me aventuro a decir que debido a la naturaleza falaz de su discursividad, la arquitectura termina siendo de los primeros campos en ser invadido por cualquier giro en el consenso político-ideológico de un momento cultural dado. Sostengo que a la disciplina de la arquitectura la colonizan antes de que pueda articular respuesta; por eso observo sus oscilaciones discursivas como perro que escucha el terremoto antes que otros mamíferos lo perciban. Las “colonizaciones” más recientes, por ejemplo, han insistido en acercarnos a la codificación y a la fe algorítmica porque la clientela más poderosa de hoy, el conglomerado financiero global y su dogma neoliberal, insiste en la precisión del instrumento matemático y en los mecanismos de medición, aunque por el lado, una inspección más rigurosa de sus prácticas, deje ver que esos conglomerados se comportan de maneras arbitrarias y mucho más cercanas al temperamento artístico y a la vocación de riesgo que a la dictadura de los números.
En este orden de orientación neoliberal, la mirada culturalista hacia la creación arquitectónica, esa que ve orígenes en múltiples sitios, y corre a buscarlos, descifrarlos, es vista con menosprecio, o peor aún, es señalada como negligencia crasa, distracción o gesto de insubordinación. De pronto, el instrumento especulativo de la arquitectura, ése que permitiría interactuar de tú a tú en un universo mediático de posverdades, y vincularse efectivamente a otros campos del conocimiento, es amputado a favor de una pedagogía obediente de las llamadas “necesidades del mercado” y el escenario laboral corporativo. Conocía de este sesgo en Puerto Rico, y entendía que era otro síntoma más de la pasividad del sujeto colonial. Reencuentro ese mismo sesgo en Australia, un inédito y poco conocido laboratorio del neoliberalismo, en una parte del mundo que no mucha gente mira a la hora de identificar giros significativos en la dirección del futuro. No descarto que en las Antípodas también se forjara un sujeto colonial a duras penas enmascarado por su estatus de “Commonwealth” del Reino Unido, y que esa condición nos predisponga a un mismo temperamento pasivo.
En nuestro propio archipiélago de posverdades tropicales ya uno escucha que la universidad pública tiene que responder a las necesidades del mercado, o de la industria; y ya eso va impulsándose como razón para limpiar los currículos (y las facultades) de “maleza” intelectual que no exhiba signos claros de querer abonar a las percibidas “necesidades del País”, pensadas de manera estrictamente material. La dimensión discursiva, para ideólogos en los dos partidos que se han alternado el poder, es un lujo en cualquier disciplina; una distracción. Sólo aquello que pueda ser medido, o contribuir a métodos de trabajo y producción medibles, les parece merecedor de ser admitido como contenido curricular. Las artes y las humanidades en general, como ya es lugar común decir, pierden relevancia en esta gran falacia de pragmatismo y progreso. No es difícil ver por qué se destaca cada vez más a la creación artística como presencia graciosa, inofensiva, simpática; es la hermosa mascota atesorada lo mismo que sacrificable en tiempos de racionamiento.
Ya los propios estudiantes repiten acríticamente estas arengas de la universidad del futuro; y ya a los cuadros facultativos se les va obligando a deshacerse de “maleza intelectual”, exigiéndoles dictar cinco cursos por semestre, lo cual sabe uno obligará a simplificar contenidos y metodologías de enseñanza. Vemos, pues, cómo la precisión, lo simple, lo fácilmente corroborable y libre de ambivalencias, domina la misión universitaria ahora. Por eso digo que un análogo afán de claridad no puede ser el camino o la alternativa con la que combatiremos políticamente a la posverdad. La claridad no puede ser la cualidad más privilegiada de una estrategia de resistencia.
Opino que más que pedir la restauración de la verdad, la lucha tendría que orientarse hacia una pedagogía que provea herramientas especulativas o capaces de entablar relaciones discursivas con un universo mediático dominado por la presunción, y no sólo me refiero a que el estudiante sea capaz de separar el grano de la paja en la búsqueda de la verdad (eso, como ya he dicho, me interesa menos), sino que pueda contra-atacar narrativas fantásticas con su propia producción imaginaria. Ya no será sólo el escritor, el historiador contra-factual, el arquitecto, comunicador, artista o diseñador, los llamados a dominar las pautas de la mentira desde el facsímil estético de la verdad. Hoy, todo ciudadano que aspire a utilizar el mayor número de libertades que garantiza su ciudadanía (o que ésta alega garantizar) tendrá que también hacerse experto embaucador, o experto gestor de la complejidad.
Nadie se escandalice aquí, cualquier persona obligada a interactuar con escenarios de opresión ha tenido que por la fuerza dominar el arte de la mentira y manejar su propio arsenal de producción fantástica. A mí en lo personal me ha tocado manejar tres escenarios de opresión: la puertorriqueñidad estadolibrista y su reductivo repertorio identitario; la incursión en una carrera, la arquitectura, fundada en la falacia y en el autoritarismo como mecanismo de compensación (igualito que lo peor de la producción teológica cuando busca controlar en lugar de liberar); y el advenimiento a una sexualidad ajena a los códigos de la heterosexualidad macharrana, fetichista de la reproducción y aliada del registro más violento de un Caribe de hacienda y explotación.
Créanme que para enfrentar esa triada de espacios de opresión me ha servido, y aún me sirve, cuestionar radicalmente cualquier intento de galvanizar la manera de experimentar la verdad. Entiendo que Ricky y Trump los tengan loquitos con sus descaradas distorsiones de los hechos, pero ojo con entusiasmarse demasiado con volver a los días en que todo era cierto.
Anticipo la prominencia que tomarán las voces antológicas en medio de este cuadro de tempestad política. Por supuesto que puedo entender el prestigio que gozarán esas voces que te hablan con claridad, y que en cada intervención van sumando capítulos perfectamente encuadrados a un cuerpo intelectual coherente y uniforme. Comprendo el alivio, y la urgencia de sentir alivio, que la voz antológica aprovechará para pegárseles, como fanático religioso pescando adeptos en medio de una crisis personal o catástrofe natural; pero también advierto de su inefectividad al enfrentar a una fauna y selva política inmunes a la verdad.
En medio de tanto revuelo ante la crisis de certitud, insto a hacernos expertos en los mecanismos de producción de la mentira. La verdad hace rato que dejó de hacernos libres. Desde esa perspectiva, “La La Land” no es un vehículo escapista, inconsecuente, y anodino, sino un encriptado manifiesto político.