Las dos universidades
a la memoria de Mara Negrón
Es con sumo agrado y también con un gran sentido de responsabilidad que presento ante ustedes esta mañana la Vigésimo Séptima Lección Inaugural de la Facultad de Estudios Generales del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico. Esta jornada ha servido ya por más de un cuarto de siglo como el evento que da inicio más o menos oficialmente a las labores del año académico. Es muy posible por tanto que entre los asistentes haya muchos estudiantes de nuevo ingreso y que estos hayan pasado, o sobrevivido, la primera quincena de clases adaptándose aceleradamente al nuevo ambiente, tan distinto sin duda al que desde la escuela elemental hasta la superior, tuvieron a diario. Ahora, desde solo hace unos días, el mundo parece haberse expandido y recorren un recinto universitario muchas veces mayor que cualquiera de sus escuelas públicas o colegios privados, les rodean compañeros nuevos e insospechados que no provienen de su barrio, urbanización, pueblo o región de la isla. Es posible que aquellos de ustedes con orígenes más lejanos vivan por primera vez fuera de la casa familiar. Es posible que San Juan les parezca enorme y misteriosa, tentadora y escalofriante. Quizás entre clases o cuando almuerzan en un rincón porque todavía no conocen a casi nadie, piensen que nunca antes habían experimentado las sensaciones que han vivido en esta primera quincena, que les cuesta encontrar palabras con que describirlas y que seguramente la novedad todavía no les permite llegar a conclusiones.¿Es bueno o es malo lo que han visto y experimentado? De pronto esa habitual forma de comprender y describir el mundo les queda corta y prueba ser insuficiente. A lo mejor se percatan de ello cuando se encuentran con viejos compañeros o compañeras de la escuela o del colegio y no pueden comprender por qué algunos se quejan de una profesora que apenas sonríe, que solamente dará tres exámenes en un semestre, que habla de autores o ideas o libros que jamás habían escuchado, pero que extrañamente parecen puertas que si se abren conducen a lugares que no habían ni siquiera podido sospechar que existieran. Acaso les extrañará descubrir en esos viejos compañeros, hasta hace poco tan familiares, tan iguales a ustedes, una brecha, algo que amenaza con separarlos porque ya no se comparte tanta ingenuidad, tanta inocente auto suficiencia, tanta inmadurez.
Quizá mientras ven el mundo universitario pasar, sentados frente al teatro o en las bancas y los suelos de las distintas facultades usando la mochila como respaldar o almohada, recuerdan las rutinas de los muchos años de escuela y se percatan de que por primera vez en sus vidas llevan días sin escuchar un timbre, sin ponerse un uniforme, sin degustar las delicias del comedor escolar, sin verle la cara al director de la escuela, sin ir a comprar chicle o refrescos a la tiendita de la esquina, sin escuchar el bocinazo del padre o la madre cuando los viene a buscar. Es posible que los embargue cierta nostalgia, porque ya, en estos quince días, deben haber comprobado que ese mundo no volverá. Para la mayoría de ustedes esta será la primera vez que confronten el significado agridulce del paso del tiempo. Entonces, es posible que ya les haya ocurrido, caerán en la cuenta de que cuando algo se ha perdido para siempre, se produce casi simultáneamente una desgarradura y una liberación. El tiempo nos brinda siempre la oportunidad de la pérdida y del hallazgo. Perdemos la piel de nuestros errores y nos aventuramos con una herida abierta a lo desconocido.
Separados del pasado, el presente cobra poderosamente vida y por eso acudirá a su mente con frecuencia lo acontecido en estas semanas. Visten como quieren, se sientan donde quieren, llegan o se van cuando lo desean. Nadie los hace formar en fila ni los obliga a abandonar un lugar. Las paredes están llenas de consignas, mensajes, anuncios que les interpelan sobre política, sexualidad, música, arte.
Quizá unos minutos antes de que tengan que tomar la mochila y enfilar hacia su clase de la tarde, llegarán a sus mentes las primeras palabras que describen su experiencia de estos días. Entrelazado al temor, al caos, a la incomprensión, pero también al entusiasmo, la curiosidad y el gozo, con toda probabilidad aparecerá un concepto para describir los inolvidables eventos de estos días en que tantas cosas ocurrieron por primera vez. No hay timbre, no hay director, no hay uniforme, puedo estar aquí, en la universidad, a las seis de la mañana o a las once de la noche. De pronto se habrán dado cuenta de que por primera vez en sus vidas han sido libres.
En esto consiste lo que tiene de maravilloso la experiencia universitaria. Ofrece el periodo de la vida en que la libertad se vive no solamente con mayor intensidad sino con un descubrimiento y un alborozo cotidianos. Estudiantes víctimas de los espacios reducidos de sus familias y sus escuelas, de los sobreentendidos, medias verdades o prejuicios de su clase social, de la moral y las opiniones políticas heredadas servilmente, sin cuestionamiento, chocan con la extraordinaria variedad de fenómenos de la universidad. Por primera vez se encuentran en posición de vivir desde la experimentación y la duda, abiertos a los demás, que también son libros, obras de arte, la historia, otros pueblos, culturas, lenguas, sonidos, ciencias, que van adentrándose en nosotros y transformándonos en lo que no sabíamos que éramos y que sin embargo tiene nuestra cara y responde por nuestro nombre.
Esta es una universidad. Indudablemente la más vital, la que se desea pero la que también se amenaza y se pone en entredicho año tras año, incluso por los mismos que la lideran. Esta primera y posible universidad es a la que hay que querer venir cada día, a la que hay que llevar a casa cada noche. Es posible, tristemente, pasar por la universidad sin que esta pase por uno. Esto se da a veces por voluntad del estudiante, pero también hay otras muchas fuerzas que quieren otra universidad, una segunda. Por ello, la universidad y más específicamente la Universidad de Puerto Rico, no es un cuerpo inerte y sólido, sino el resultado de una lucha constante en la que chocan las fuerzas que forman y deforman, afirman y niegan, construyen y destruyen nuestra sociedad.
Hace 27 años justos asistí en este mismo auditorio a la primera Lección Inaugural. No era entonces como muchos de ustedes un estudiante de nuevo ingreso, sino un profesor recientemente contratado. Tenía todo el entusiasmo del mundo. La actividad tardó en comenzar, debería decir que tardó demasiado, más de media hora transcurrió antes de que alguien se parara ante el podio. Entonces, ante mi incredulidad, comenzaron los discursos. Acudimos a escuchar a un distinguido profesor del Departamento de Humanidades, pero los prolegómenos de las multiplicadas autoridades universitarias nos regalaban con cuartos de hora de vanas retóricas. Finalmente, cuando el conferenciante apenas llevaba cinco minutos hablando, se pararon casi simultáneamente 200 o 300 estudiantes porque había terminado el periodo de clase y debían acudir a otra o aprovechar una hora libre para almorzar. La Lección Inaugural era una excelente idea con un noble propósito pero en su realización se perdía lo primordial. Comenzábamos entonces a vivir en un mundo al revés. Lo académico, es decir lo que el conferenciante venía a decirnos, pasaba a un segundo plano y su espacio era absorbido por lo administrativo, por profesores que abandonaban las labores asociadas a la cátedra (investigación, creación, docencia) y preferían ocupar cargos que respondían a otros intereses y prioridades. Así la brecha entre los administradores y sus antiguos colegas y, peor aún en relación a los estudiantes, se hacía más grande. Este orden de cosas resultaba ostensible en el desarrollo de la Lección Inaugural en la que los nuevos jerarcas justificaban su tardanza por los muchos compromisos, cosa que no podrían hacer los estudiantes y por eso partían en masa. Así el pacto implícito de la primera universidad quedaba trastocado. No era la duda como práctica de la libertad lo que movía a los universitarios, sino que la universidad era lo resultante de un orden de cosas en que una parte, la directiva, administrativa y burocrática, se distanciaba de las disciplinas del conocimiento, del gozo del conocimiento, y procedía a actuar según sus propias lógicas y principios, respondiendo no a las necesidades y prerrogativas de la comunidad universitaria, sino convirtiéndose en gestores de los proyectos de los que se encontraban sobre ellos en el gobierno.
Así, con prisa y sin pausa, la segunda universidad fue fortaleciéndose. Es importante establecer que el marco conceptual que la estructuraba se relacionaba con nociones de administración pública, sistemas corporativos y «ciencias» de la educación. Desde esta perspectiva era posible concebir, organizar y regir una universidad como si fuera un hospital o un almacén, es decir, independientemente de los saberes asociados a esta. Detrás de esta forma de proceder, se ocultaban apenas actitudes y posiciones profundamente anticulturales y anti intelectuales. Se separaron tanto los administradores de los profesores y era tal el debilitamiento de diseño de los departamentos y facultades que hace unos años este recinto se auto administró el Nuevo Bachillerato. Esta nueva «organización» de la educación ataca directamente a la primera universidad y parecería no importarle, entre otros muchos asuntos, las deficiencias culturales cada vez mayores con las que llegan los estudiantes a su primer año universitario (deficiencias que ahora nunca serán abordadas y se arrastrarán por el resto de la vida).
Hace cerca de 20 años, Bill Readings un profesor inglés de la Universidad de Montreal, escribió su memorable y profético The University in Ruins. En este libro examina meticulosamente lo que podríamos describir como el paso de la primera a la segunda universidad. Lo que quizá es lo más destacable de su brillante y, a la vez tenebrosa, elaboración es la erosión progresiva de los valores de la cultura en la institución que históricamente ha pretendido difundirlos y defenderlos. Las universidades, inclusive las «grandes» universidades, se ven tentadas por una serie de conceptos provenientes de otros espacios sociales. En la planificación y diseño universitarios brotan sin cesar nociones como eficiencia, reestructuración, actualización, diversificación, unificación, etc. y estas se adoptan como consignas de cambio, a veces sin mayor contenido que las que pululan entre los partidos en las campañas electorales.
De esta manera se pretende convertir a la universidad en una suerte de corporación, alejando, separando, extirpando de la toma de decisiones a los protagonistas y peritos de lo universitario. En años recientes hemos visto los extremos de barbarie con los que estas políticas han actuado en la Universidad de Puerto Rico. El daño causado a esta institución y a nuestro país nunca ha sido verdaderamente evaluado y resulta sobrecogedor. No pretendo hacer ahora un recuento exhaustivo de lo ocurrido, pero quisiera destacar dos asuntos que afectan en un caso a los profesores y en otro a los estudiantes.
Hace unos años, aun si supuestamente la Ley 7 promulgada por el gobierno no aplicaba en la Universidad, la administración dejó en la calle en solamente el Recinto de Río Piedras en un aciago agosto, a cerca de 300 profesores que hasta ese momento trabajaban por contrato. Es muy probable que un gran número de ellos fueran antiguos estudiantes de la Universidad de Puerto Rico. Algo bueno ocurrió aquí, algo tuvieron que ver aquí con la primera universidad, porque continuaron en las más diversas disciplinas estudios graduados y en el caso de muchos, llegaron a obtener títulos en las más prestigiosas universidades del mundo. Habiendo ido tan lejos decidieron regresar a su país y en muchos casos a su universidad. Aquí trabajaron por años en la precariedad de la universidad corporativa, en la segunda universidad, sin tener frecuentemente ningún compromiso de la institución con respecto a su futuro profesional. En un momento histórico en que en nuestro país se destaca tanto la emigración, pensemos en esos casi 300 profesores de Río Piedras, en su tan poco corporativa mentalidad, en su lealtad a un lugar y a un proyecto del que fueron parte una vez y al que querían aportar su formación y su deseo.
En estos últimos años la universidad ha perdido miles de estudiantes. Todos los que me escuchan saben que al solicitar entrada a la universidad se escogen tres departamentos, es decir una primera, segunda y tercera opción de estudio. Si no se posee el puntaje para entrar al primero, se dispone de la alternativa de entrar al segundo o tercero. No obstante, en tiempos recientes la administración solo tomaba en cuenta la primera opción. Si el estudiante no cumplía con el índice académico requerido en su primera elección era rechazado de plano de la universidad, forzándolo a buscar una alternativa entre las universidades privadas. Este procedimiento nebuloso y antirreglamentario propiciaba desde dentro de la universidad el abandono de la universidad y le producía innumerables nuevos clientes a instituciones, que en muchos casos, son caros consorcios de compraventa de diplomas de educación «inferior».
De todo esto hay responsables, o mejor sería decir irresponsables que actúan amparados por la impunidad. Nunca supe a qué departamento o facultad pertenecía nuestra antigua rectora Guadalupe, porque en realidad en sus contadas apariciones públicas no parecía pertenecer a ninguno. Tampoco he tenido claro cómo se escogían los miembros de la Junta de Síndicos que interfería con la vida diaria de la comunidad universitaria más que cualquier otro organismo. Era notorio que entre sus miembros apenas había académicos o intelectuales y que su nombramiento respondía a la lógica de la lealtad y la depredación comercial y política. No se puede representar ni defender a la universidad si uno, por ejemplo, puede platificar un diente cariado pero no es capaz de hablar o escribir o pensar de corrido, cuando no se tiene consciencia, ni le importa tenerla, de las pocas piezas que posee en la cabeza comprendida como un todo y no solamente como una dentadura. No basta un diploma en la pared para saber que el mundo comienza más allá de la pared.
La Universidad, y en este caso la universidad pública, es mucho más que un conjunto de edificios o funciones. En realidad, ninguna institución privada de enseñanza superior le es equiparable. Si bien las dos instituciones otorgan diplomas, una de ellas, la pública, tiene otras responsabilidades. Una de estas salta a la vista y es de incontestable importancia: la universidad del Estado le brinda a la población al menos cierta validación del mérito propio. Si se tiene la capacidad y se es admitido, están sentadas las bases para la construcción de una carrera y de un futuro que supere los determinantes económicos del origen.
Pero la universidad del Estado debe hacer más. No exagero al decir que no existiría Puerto Rico sin esta. Fue aquí que se construyó una cultura y una identidad nacionales. No se debe olvidar que la corona española le negó a nuestro país una institución de educación superior a todo lo largo de su dominio, es decir por más de cuatro siglos. La universidad fundada como una escuela normal en 1903, con el propósito de crear fundamentalmente maestros de inglés según las pautas que establecían los nuevos colonizadores, pronto sobrepasó por mucho los escuetos límites que le habían imaginado en su fundación. La historia, la literatura, la música, las artes, las ciencias naturales y sociales, la pedagogía, estos y otros saberes necesarios en la formación de cualquier comunidad nacional moderna, fructificaron aquí con una rapidez incontrolable. Más adelante fueron uniéndose otras áreas, porque un país necesitaba de médicos, de arquitectos, de abogados, de trabajadores sociales, de psicólogos, etc.
La Universidad debía ser también la que inventariara, estudiara y custodiara la memoria de una cultura subestimada, cuando no despreciada o negada, durante siglos por los colonialismos. De ahí el Museo de Arte y Antropología y la Biblioteca y su relación directa con lo que cualquier alumno ha estudiado en las materias de su escuela por varias generaciones.
Ninguna universidad privada ejerce estas funciones. Por tanto convertirla en una corporación, es hacer de la Universidad una institución que reacciona sin crítica ni resistencia al mercado, y esto equivale a tomar una acción irreflexiva e imprudente. Con ello se estaría ejerciendo un procedimiento similar al de los colonialismos que hemos sufrido, porque el colonialismo es la ocupación de un territorio como una finca con inquilinos y no como una casa con propietarios. En la visión corporativa como en el colonialismo no se valora la memoria, porque aparte de que esta no genera ganancias, el conocimiento y la interpretación del pasado abre puertas, siembra interrogantes y ofrece siempre la oportunidad de reescribir la historia y rehacer el territorio. También la memoria permite descubrir a los responsables y se desestabilizan así las ambiciones de impunidad de la historia oficial e impuesta.
Por ello en un lugar como este, donde pervive la memoria de nuestro pueblo, aprovecho la oportunidad de que me dirijo a ustedes, para reclamar una vez más la liberación de Oscar López Rivera que lleva más de 33 años en una prisión en Estados Unidos. A pesar del clamor masivo y general de los puertorriqueños y de muchísimos ciudadanos de todo el mundo que exigen el término de la injusticia que se comete con Oscar, el gobierno y el presidente de Estados Unidos persisten en ignorar nuestro reclamo. Me pregunto si no será una de las funciones de esta universidad la de unirse clara y abiertamente a la campaña en favor de la excarcelación de alguien que ha sacrificado su vida por la existencia cultural y política de Puerto Rico. ¿No es esto, señor Rector, un propósito compartido? ¿No estaría así señalando el camino la Universidad de Puerto Rico para que otras instituciones privadas y públicas contribuyan a liberar a un hombre inmerecidamente castigado y para mostrar que la valentía institucional debe ser parte fundamental de la vida institucional? ¿No se encuentra aquí también el liderato ético que debería ejercer nuestra institución?
La Universidad de Puerto Rico es, como dijera, más que un edificio o un conjunto de edificios, más que una serie de grados y programas académicos. En ella, por más de un siglo, generaciones han descubierto las posibilidades y las funciones de la cultura. Miles de estudiantes que habían vivido insensibilizados por las ideologías y la tradición, por las condiciones socioeconómicas o culturales de sus familias, se sientan en las bancas o en el suelo entre compañeros que vienen de todo el país. Descubren, los que acaban de llegar hace quince días se encuentran en el proceso de hacerlo, que hasta ahora han vivido en un mundo demasiado chico, determinado por prejuicios, por caprichos, por campañas publicitarias e ideas que no se sostienen. Confrontan con dolor, pero también con gozo, que el mundo no es lo que pensaban, que es más grande y siniestro y que los hombres y las mujeres de todo lugar y época se han enfrentado a él y han creado teorías, textos, transformaciones sociales y científicas. Las preguntas no se agotan porque se ha dejado atrás por fin una infancia repleta de respuestas.
En nuestro país la Universidad, y en especial su Recinto de Río Piedras, es una isla dentro de otra isla o, quizá sería mejor decir, una fortaleza asediada o un hábitat amenazado. Lo que se encuentra más allá de los portones niega sistemáticamente lo que la Universidad construye, protege y crea. Más que nunca en años recientes ese mundo exterior anticultural, anti intelectual, anti universitario, se ha adentrado en nuestros predios y nos ha ido debilitando. Existen incontables profesores desmoralizados que se han refugiado en la queja perpetua, la inacción y el cinismo. Rodea la actividad universitaria un cerco burocrático cuyo propósito parecería no propiciar sino impedir cualquier iniciativa o transformación. Abundan funcionarios, que siguiendo una tristísima tradición de nuestra sociedad, luchan por llegar al puesto directivo con el convencimiento de que este es el objetivo y no lo que pudieran hacer al ocupar sus cargos.
Pero a pesar de esto y tantas otras cosas algo ocurre aquí. Por más de cien años alguien llega como estos estudiantes de nuevo ingreso, iluso, más o menos ignorante, perdido, se sienta en el suelo o en las bancas, asiste a clases de profesores que han recorrido el mundo y han querido volver, leen entendiendo apenas y un poema o una teoría o un teorema produce inesperadamente en su cuerpo un destello y es entonces que los libros, independientemente de la materia, encuentran un corazón nuevo en el que albergarse.
Casi sin darse cuenta, de semestre en semestre, el estudiante se va convirtiendo en otro y la Universidad se transforma en un vehículo útil para llegar a todos los tiempos y todos los espacios. Cuando esto ocurre es imposible irse de la Universidad. Por eso, como sabemos, como acaso algunos han parcialmente olvidado, es que estamos aquí todavía.
Recuerdo un extraordinario y brevísimo poema de Nicanor Parra. El poeta chileno se acerca a su tradición literaria con enorme humor y un gran saber crítico:
Los cuatro grandes poetas de Chile
Son tres
Alonso de Ercilla y Rubén Darío
Les suplico me permitan un corto comentario textual. La prestigiosa tradición poética chilena (posee dos premios Nobel: Gabriela Mistral y Pablo Neruda) encumbra a cuatro vacas sagradas: Vicente Huidobro, Pablo de Rokha y los ya mencionados Mistral y Neruda. Resulta que cuatro son tres y tres resultan ser dos: Alonso de Ercilla, autor del poema épico La araucana que era español y Rubén Darío que como se sabe era nicaragüense. Así que los cuatro grandes poetas chilenos/ son tres/ son dos/ son ninguno/ o todos, chilenos o no, con tal de que se lean con los pies puestos en la tierra que se pisa, sea Chile o cualquier otra. Es importante recordar en este trance que Parra era matemático y físico, por tanto conocía de números, sabía que hasta de los números se duda.
Les propongo una versión propia del poema del gran poeta chileno:
Las dos Universidades de Puerto Rico
son tres
incluyendo la cuarta
Es difícil de precisar lo que es la Universidad, aunque todo el que pasó por ella obtuvo una noción de lo que es y de lo que debería ser. La universidad, y especialmente la universidad nacional de los puertorriqueños, ha demostrado que es una oportunidad, una aventura y una fuerza difícilmente doblegable de resistencia y diferenciación. A pesar de que en muchas ocasiones su administración parece haber sido diseñada para decir que no, para recordar ante cualquier iniciativa, que todo es imposible, sabemos que cada año cientos o miles de estudiantes sufren transformaciones personales de gran magnitud en el marco de esta institución, y que por esto mismo, como se ha probado también múltiples veces, esta circunstancia resulta ser la mejor arma en la defensa de la universidad. Difícilmente podríamos señalar otra institución a la que sus miembros estarían dispuestos a defender con tales extremos de valentía y generosidad. No hay otra Universidad de Puerto Rico. Todos sabemos que esta es la única.
A lo largo de casi tres décadas, con cierta constancia, he venido a la Universidad cuando está vacía: un sábado al atardecer, un domingo, un día de fiesta. Camino, corro o pedaleo, según sea el caso, consciente de cada pisada y revolución de mis piernas y llego a sentir la fuerza de los enormes árboles que lo han visto todo: esos testigos de muchas generaciones de seres humanos que se llamaron a sí mismos puertorriqueños y que aquí descubrieron las complejidades de sus cuerpos, de su historia y de sus deseos.
La Universidad está llena de fantasmas, me percato en esas tardes solitarias en que la recorro sin prisa. Los fantasmas atraviesan el campus y nunca se van. Andan por los pasillos, recalan en las escaleras, permanecen junto a sus viejas firmas en los libros que leyeron en las bibliotecas. La Universidad está hecha también por sus muertos. Por ellos la tenemos aún, y ahora ellos también nos observan como árboles.
Estudiantes y profesores, un día ya no estaremos aquí, pero las sombras de nuestras vidas permanecerán en la Universidad, en los pasillos, en las aulas donde descubrimos la poesía o la célula, los crímenes de los conquistadores o las mentiras de nuestra familia, a Einstein o a Palés, porque aquí dejamos, independientemente de los resultados, lo que pudimos ser. Esa esperanza que era lo mejor de nosotros.
La Universidad no es un lugar de paso, aunque desafortunadamente lo sea para muchos. Si estuvimos aquí, aunque solamente fuera por un breve lapso de tiempo, tuvimos ante nosotros muchas posibilidades. Es muy posible que fuéramos una promesa que perdimos como arena entre las manos, pero la Universidad es justamente esa oportunidad. Aquí, en el lugar por el que muchas generaciones pasaron, coinciden por un rato una mente abierta en un mundo abierto. Independientemente de lo que ocurra en ese instante, permanecemos atados a la Universidad, porque nuestra vida será lo resultante de haber metido entonces el mundo en nuestra mente o de habernos negado a hacerlo. Por eso de la Universidad uno no se puede ir. No resulta común que nos percatemos de ello, pero el haber estado alguna vez entre estas Facultades es una de las pocas formas de permanencia que poseemos.
El abuelo materno de mi esposa vivió más de 100 años. Era un santigüero, es decir, curaba con las manos y con las plantas. Era negro y le decían «El Indio». A comienzos del siglo XX, cuando era joven, trabajó como obrero en la construcción de la Universidad. Es probable que todavía hoy algunos de los ladrillos que forman la torre que es emblema de esta institución, fueran puestos con sus manos. Es posible que Crispín Núñez Díaz, mejor conocido como El Indio, no supiera leer ni escribir, pero esto no le impidió acumular la sabiduría y ser la memoria viva de dos culturas oprimidas y ninguneadas. Tres de sus nietos se graduaron del recinto que contribuyó a levantar. Les decía que la Universidad está habitada por fantasmas. Y ahora, al final de esta Lección Inaugural, siento más que nunca su presencia. Millares y millares están aquí y me escuchan. El asiento que ocupan no existiría sin su esfuerzo. La Universidad es más que edificios, ya lo he dicho varias veces, porque es a la vez nuestros muertos y nuestros hijos, la posibilidad que se renueva cada año, con cada promoción de estudiantes, de un recuerdo digno, de una sociedad digna, de un mundo digno que nos pertenezca, porque como Crispín Núñez Díaz El Indio, construímos con nuestras manos una torre que es símbolo y que es permanentemente también una esperanza.
La Universidad no es una corporación, esta es la enorme equivocación y el imperdonable crimen de nuestros depredadores. La Universidad es patrimonio de todos, es decir, lugar sagrado, espacio en que la vida y la muerte conviven y producen sentido y huella. Si la Universidad ha pasado por nosotros no podemos dejarla, porque al fin, a pesar del dolor de nuestras vidas, existe un hogar en el que las palabras no son mentiras, sino dudas, eventos, grietas o heridas.
Como muchos de ustedes, a este lugar he entregado mis mejores años. No me arrepiento. A pesar de la precariedad, de la pequeñez, de la violencia anti académica y anti intelectual que se nos dirige, de la crisis real y de la provocada, este es mi lugar en el mundo hasta la muerte, hasta que como un fantasma más recorra pasillos, alamedas, aulas en donde nació una comprensión del mundo y tantas cosas fueron posibles. Entonces, quizá, como El Indio habré puesto los ladrillos que todavía estarán en la torre.
Para terminar volvamos a los poemas brevísimos:
La Universidad de Puerto Rico
no es dos ni tres ni cuatro
porque en las heridas abiertas no hay números
sino patrias