Las fantasías de un hombre que baila solo
Apenas dibuja sus ideas. Concibe sus diseños mientras prepara maquetas sencillas de alambre fino y comienza a edificar sin saber con exactitud lo que será el producto final. Sus proyectos se van materializando mientras construye. Para este alarife de curvas y espacios, construir es un continuo inventar. Es un diálogo con el material, es un dejar que la estructura diga lo que quiere ser, es soltar su imaginación, es entablar un diálogo continuo con el material, las formas, el sitio y sus propias fantasías. Por eso resulta difícil describir con palabras y dibujos, siquiera fotos, las construcciones de William Birdsall. Son una sorpresa constante, un drama, un reto, una fantasía de un hombre que se fue a la montaña para inventar y vivir en un mundo propio. Un mundo que sin embargo comparte con los que se allegan para aprender y compartir la vida buena y sus otras pasiones, la música, la conversación y el silencio.
Antes de comenzar a construir marca la base de la estructura en la tierra. Excava una zanja y la llena de hormigón, no sin antes fijar unas varillas de acero, largas y finas, colocadas siguiendo el contorno, la base del edificio. A estas las pone a volar en el espacio. Al unirlas con alambre grueso crea con ellas un armazón, formando lo que parece una canasta. Luego forra el esqueleto con una membrana de nylon para finalmente cubrirla con puñados de hormigón, material pastoso que endurece fuerte, producto de la combinación de cemento, arena y agua. De no necesitar cubrir todo el armazón deja la parte no utilizada al descubierto, convirtiéndola en un ‘bejuquero’ como él lo llama, una pérgola para el disfrute antojado de una enredadera que muy bien puede ser una chayotera, una planta de parcha o de flores silvestres. De necesitar más espacio, elimina el cuerpo vegetal y cubre el armazón siguiendo el mismo procedimiento: forra el esqueleto con membrana para entonces aplicar una capa de hormigón.
Una vez cubierta la estructura aplica dos manos de pega de losetas de arriba hacia abajo de lado a lado, para sellar la construcción y protegerla contra filtraciones. Con un poco de tinte la pega se convierte además en la pintura del techo y paredes.
Parece sencillo y en realidad lo es, al menos para quien tiene “los conocimientos, las herramientas y el material adecuado”, repite continuamente Bill, constructor de edificios que danzan y se contornean con la topografía de las montañas de Las Marías, autor de una sinfonía de curvas y contracurvas con hormigón y acero, el residente permanente de Casa Múcaro.
El método recuerda mucho la manera de construir de algunas culturas ancestrales de la madre África. Con algunas diferencias. Allá las varillas que conforman el armazón son varas finas de los arbustos o árboles jóvenes, amarradas también como el armazón de una canasta. Los soportes principales, lo que fija la estructura a la tierra, son troncos de árbol y la piel es de barro mojado, es decir, fango, que se aplica al armazón formando una capa gruesa que resiste por un tiempo a la lluvia y la erosión, pero que debe ser enlodada periódicamente, o pintada con cal. El hormigón resiste mejor los efectos del tiempo. De vez en cuando una nueva capa de pega de loseta mantiene las superficies en buenas condiciones.
Llaman a la atención rápidamente varios detalles de las construcciones de Casa Múcaro, la finca de 25 cuerdas donde Bill ha construido casas, almacenes, esculturas, escaleras, caminos, estructuras para estar dentro del paisaje, un estanque producto de un intento fallido para criar peces y una cueva para hacer música. Para esto último cuenta con un arsenal de instrumentos producto de su imaginación. Las edificaciones son todas curvas. Curvas las paredes, curvo el techo, curvos los pisos superiores. La razón es sencilla. La forma curva resiste mejor las cargas que cualquier otra forma geométrica porque las distribuye por todo su cuerpo, no la concentra en pocas columnas. Por eso la cáscara del huevo resulta difícil de romper por los extremos y una hoja de papel abierta cede fácilmente. Estas construcciones llamadas cáscaras o conchas necesitan menos material. Por eso las paredes son finitas, su grosor es muchísimo menos que las seis pulgadas de las paredes de los edificios convencionales en forma de caja.
En las manos y la imaginación del habitante solitario de Las Marías muchos desechos ya en su segunda o tercera vida útil obtienen una nueva oportunidad. Sea como material de construcción, herramienta de trabajo o envase. Su colección de instrumentos musicales fabricados con latón o plástico, resortes de metal, frascos de cristal y pedazos de tubo plástico o barro invitan a tocarlos y a ‘sacarle’ música. Lo demás, lo inservible, lo convierte en relleno que arropa con una malla de plástico y cubre con hormigón, convirtiéndolo en ‘rocas’ que sirven para contener el terreno, crear un muro ‘natural’ o servir de asiento en los lugares de estar. Por mucho tiempo utilizó mallas que recogía en las atuneras de Mayagüez para formar la membrana donde aplica las capas de hormigón.
El reciclaje, el ver nuevos usos para cosas viejas, el vivir con menos, estar en armonía con las energías que se pasean por el lugar, crear como disciplina y actividad principal el juego continuo con materiales y herramientas, retar las reglas y sus propios conocimientos, en fin, vivir para construir, descubrir y marcar con sus propias señas el territorio que habita llenan el universo del señor Birdsall.
Delgado, frugal, fibroso, inquieto, de carácter afable, hablar pausado, movimientos ágiles y ligeros, Bill Birdsall es pintor, escultor, inventor, artesano, ingeniero, arquitecto y músico. Todo por derecho propio. Llegó desde California hace casi 40 años buscando un lugar tranquilo lejos de la contaminación de su ciudad natal, Los Ángeles. Anhelaba un lugar donde hacer su propia vida, vivir a su manera con sus proyectos, su música, sus inventos constructivos. Viajó por las islas del Pacífico, miró mapas del mundo, estudió geografías y consideró varias localizaciones, hasta que ancló su bote en la bahía de Guánica pensando haber llegado a su destino. Hasta que se percató que la tierra firme le daba más oportunidades de construir y descubrió una finca a precio de quemazón en las sínsoras de Las Marías. Así trocó su proyecto de construir un bote de ferrocemento por la oportunidad de construir una casa que se convirtió en muchas casas y cosas, en un proyecto de vida. Hasta que la muerte los separe.
La casa de Bill y la que está construyendo su recién llegado aprendiz, Pablo Varona,no se parecen a nada conocido. Recuerdan los edificios diseñados por el arquitecto catalán Antonio Gaudí en Barcelona y más recientemente al italiano Paolo Soleri y su trabajo en la Fundación Arcosanti de Arizona. Las formas orgánicas forman paredes que se convierten en techo en un movimiento continuo, como una esfera. Más parecido a una cueva que a una casa, las columnas y apoyos adquieren forma de hueso o cartílagos, los huecos para dejar entrar el sol y el viento parecen ojos que miran los montes y vigilan las entradas y salidas. Andar por los espacios construidos por el “redentor del cemento’ como lo llaman algunos, es enfrentarse a una sorpresa continua, un acecho ¿de quién, del espacio o del que llega?, un descubrimiento de lugares, momentos y sensaciones, encuentros con la luz, el paisaje, los sonidos naturales, las formas geométricas inesperadas, un mundo de posibilidades insólitas que obligan a mantener los ojos y los poros a la expectativa, por lo que pueda suceder, para mantenerse alerta ante lo imprevisto, ‘para no perderse nada’.
Las construcciones se desplazan entre los contornos del terreno. Aparecen y desaparecen entre la vegetación como una bestia prehistórica que entra y sale de su escondite. Una serpiente de hormigón, cuyo cuerpo parece moverse bajando las escaleras hacia la entrada de la casa principal, actúa como metáfora de esta interacción fluida entre lo construido y lo natural.
Los interiores de su casa son una secuencia de espacios que se conectan. Hay nichos para guardar, dormir o aislarse. Una cavidad conecta con el túnel para hacer música. Una plataforma horizontal con fregadero forma la cocina, un jardín lleva al baño expuesto parcialmente a la intemperie, varios escalones conectan con el espacio de trabajo intelectual, computadora e internet incluidos. Una escalera culipandeante lleva a otro ambiente para dormir, siguiendo su rumbo hacia los niveles más altos donde una cama suspendida por cables expuesta a una vista espectacular anuncia la alcoba del creador. Otra escalera parecida a una vértebra de un dinosaurio conecta finalmente el dormitorio con la azotea, la joya de la corona, desde donde se ven las estrellas sin mácula y las montañas con pocas luces.
Por todo el techo cuelgan herramientas y obras de arte, artefactos de cocina y ‘canastas’ de alambre producto de abanicos descartados, donde guarda las frutas y vegetales que produce su propia finca. Completan el paisaje de móviles y arte colgado, máscaras de resina, esculturas, invenciones, y ‘objetos inútiles’. Sin desaprovechar ningún espacio. Aprovecha además las paredes para exhibir sus pinturas, dibujos y objetos encontrados. Entre ellos en un lugar visible el libro How to do everything. Ubicados en lugares discretos, los almacenes guardan con una nitidez absoluta, las herramientas que adquiere o las que él mismo diseña y fabrica. Ese es el caso de los balaustres fabricados de pedazos de tubo plástico a los que se les aplica calor para darle una nueva forma.
Casa Múcaro no es un proyecto de autarquía, no es un renegar de la sociedad y sus inconveniencias, ni es un “sálvense ustedes como puedan que yo estoy bien aquí”. Casa Múcaro es, según Pablillo su nuevo habitante, un taller de experimentación donde “estamos contínuamente aprendiendo”, incorporando, descartando, reutilizando desechos y sobrantes para convertirlos en otra cosa, mirando y mirándonos críticamente. Es un experimento en proceso, un laboratorio de ideas sobre cómo construir de maneras más económicas edificios prácticos que son a la vez un juego de formas que bailan entre sí y se lanzan al vacío desafiando la fuerza de gravedad.
Casa Múcaro es un legado de un hombre solo que busca dejar su conocimiento, sus proyectos, su lugar por casi 40 años para que otros aprendan y creen sus propias alternativas de sobrevivencia. Lejos de ser un museo para ‘ver con las manos y tocar con los ojos’, es un lugar vivo que está en constante hacer. Es un libro que se escribe a diario, un lugar aparte para la reflexión, una mesa de trabajo que es también un círculo alrededor del cual se conversa, se comparten conocimientos y alimento sano, se hace música sin partituras y se cultiva el buen vivir, la vida buena.