Las gatas con celulares
Hace unos días una amiga muy querida me trajo un regalito maravilloso. Uno de los que no responde a ningún ritual consagrado como cumpleaños, Navidad, aniversario. Responde a la amistad, el cariño profundo, esos son de los que más me gustan. Como la amiga sabe que soy muy gatuna el regalo vino en una bolsa adornada con gatos, muchos, cada uno con un celular en su mano-pata. Uno de los celulares decía en el lenguaje hegemónico de la era digitalizada y de la actividad mercantil, Good Luck. Celebré el regalo pero me quedé pensando en las gatas. A clara vista eran eso, gatas, peludas, con orejas y ojos razgados y mirada inteligente de gata, con cuatro patas y bigotes, todas con caras felices. Ah, pero en su mano-pata tenían un celular, ese artilugio inescapable y del cual hoy día somos inseparables. Vaya paradoja, a pesar de lo mucho que antropomorfizamos a los queridos de otras especies. De momento me vi así, toda profesora, con dos piernas, ojos, orejas, bulto en mano caminando por el pasillo de COPU y con el celular a la oreja.
Recuerdo cuando mi marido me quiso regalar mi primer celular y le dije que no, que para qué si yo tenía un teléfono perfectamente hábil en casa y el que me quería conseguir lo podía hacer por ese teléfono. No me hacía falta cargar con uno en el bolso y estar accesible todo el tiempo. Ahora parece que eso fue en la prehistoria. Hoy salgo de mi casa sin el pequeño artilugio y es peor que si saliera sin aretes o zapatos. Sí, ya lo sabemos. Cada nuevo invento tecnológico termina convirtiéndose en una necesidad. Ya no podemos vivir sin acceso a la energía eléctrica, sin el automóvil, sin el acondicionador de aire, ni la estufa, ni el refrigerador y ni digamos sin la computadora. Pero ahí creo que hay un diferencia sustantiva. Con el uso de la energía eléctrica para alumbrado, para electrodomésticos, con los vehículos de motor de combustión interna fastidiamos el planeta de tal forma que ya casi somos especie en peligro de extinción, pero al menos seguimos siendo cada quien, mantenemos como las gatas de mi bolso de regalo la identidad propia, digamos nuestra condición personal y propia si preferimos no utilizar ese vocablo ya tan debatido de la identidad. No obstante, todo parece indicar que como consecuencia la cibernética, al decir de Fernando Mires, esta “revolución que nadie soñó”, la cosa podría cambiar. Corremos el riesgo de terminar convertidos nosotros mismos en un artilugio cibernético, o como diría Nicholas Carr, experto en tecnología digital, de imbecilizarnos, de volvernos cada vez más y más deshumanizados, llanos, superficiales (The Shallows: What the Internet Is Doing To Our Brains).
Ya son muchos los teóricos que reflexionan sobre la nueva forma de construir discursos del saber, de la lectura, de la escritura en esta era microelectrónica. Poco a poco, en la mayor parte de los casos (las estadísticas recientes señalan que ya una tercera parte de los 7 billones de la población mundial son “internautas”) nos vamos desprendiendo de los hábitos de escritura y lectura que hemos adquirido desde los grados primarios. Más aún, quizá ya podemos hablar de una nueva industria cultural.
En una reciente charla en COPU, el periodista Oscar Serrano también nos alertaba de la necesidad de no sacralizar la tecnología cibernética. Adoptarla es no sólo inevitable, es necesario y ventajas tiene. Pero, como bien ha dicho Evgeny Morozov en The Net Delusion, corremos el riesgo de seguir la ruta de la ciberutopía; de pensar en la red ingenuamente, como una alternativa emancipatoria en sí misma. Serrano insistía en la primacía no de la tecnología sino del contenido. Nuevos formatos sí, pero sin sacrificar el contenido, no sólo la información sino la calidad, la investigación, la crítica que siempre debe primar.
Carr, como otros analistas, Roger Chartier por ejemplo, en Las revoluciones de la cultura escrita, hace hincapié en el dato de que todas las revoluciones en las técnicas de escritura y lectura, desde las primeras tabletas sumerias de barro, pasando por los rollos egipcios de 2,500 AC, los codex griegos, hasta la imprenta en el siglo 16, han supuesto nuevos hábitos, cambios en la lectura y la escritura. No obstante, hoy, con la cibernética y particularmente con la red se trata de algo muy diferente, de un cambio mucho más sustantivo. Los cambios anteriores, muy particularmente la sintaxis, la división en oraciones, las palabras separadas una de las otras, las normas de puntuación, que sustituyeron la scriptura continua anterior, crearon las condiciones según explica John Saenger en Space between Words, para liberar las facultades intelectuales del lector al alterar el proceso neurofisiológico de la lectura. Este análisis lo extiende Carr al uso de la red. Su tesis, harto complicada, imposible de resumir en este breve espacio, supone que el uso continuado de la red genera cambios en lo que llama las herramientas del cerebro, cambios que gestan una capacidad menor de atención, dificultando o imposibilitando la atención por largos periodos, incapacitándonos para el razonamiento profundo, alterando así nuestra forma de ser humanos y también nuestras relaciones sociales y por ende, el tejido social que nos rodea, dentro del cual vivimos. Las multitareas, los saltos continuos de uno a otro programa, de una página a otra, la mercantilización continua a la cual nos somete la propaganda en cada una de esas páginas, o sea, la estructura misma del medio, reduce nuestra capacidad de atención, y ello no nos permite leer cuidadosamente, nos aleja del pensamiento lineal, profundo que incita al pensamiento creativo, contemplativo, promoviendo uno que quizá nos permite procesar información más eficientemente, pero nos hace menos capaces de comprender esa información, de profundizar en lo leído, menos adeptos en el análisis, menos imaginativos, menos creativos, en fin, nos deshumaniza y uniformiza. Es el efecto Internet. (Ver: “Un mundo distraído”, una entrevista a Carr en El País, 29 de enero de 2011.) Perdemos la condición propia, personal y también alteramos profundamente nuestra condición como especie, nuestra humanidad como la hemos entendido hasta ahora. Confirmando a Zizek en su Bienvenidos al desierto de lo real, Sherry Turkle, profesora del MIT en su genial libro Alone Together, Why We Expect More from Technology and Less from Each Other, para el cual hizo mucho trabajo de entrevistas a fondo con los usuarios de los medios cibernéticos, señala cómo sus entrevistados informan sentirse consternados, frustrados cuando se mueven del mundo virtual al real. Dice Turkle: “The blurring of intimacy and solitude may reach its starkest expression when a robot is proposed as a romantic partner. But for most people it begins when one creates a profile on a social-networking site… Over time such performances of identity may feel like identity itself”. En extensos estudios sobre el uso del celular descubrió que cuando más conectados estamos más solos nos encontramos.
Hoy día algunos sucesos aún nos pueden maravillar como los jóvenes de nuestra Sinfónica de la Escuela Libre de Música ganando una medalla de oro en Carnegie Hall a pesar de las deplorables condiciones de su escuela donde tienen que aprender y ensayar y la poca importancia que nuestros gobernantes confieren a la educación en las artes. Asimismo tenemos que cuetionarnos cómo se posibilita que Ángel Ayala Vázquez, quizá mejor conocido como Angelo Millones o Búster, exitoso empresario del narcotráfico, pudo haber operado durante 14 años en el mismo medio de la Zona Metropolitana, mondo y lirondo, enriqueciéndose y enriqueciendo a muchos más sin ser detectado ni arrestado por la Policía que tanto dice respetar la ley y el orden. Cómo podemos disfrutar de un hermoso concierto de violín presentado por Pro Arte Musical en la misma ciudad, en el mismo país donde cotidianamente degollan mujeres, asesinan hombres, abusan violentamente a los niños. Explicar estas contradicciones, todas parte de ese Puerto Rico que nos nombra a todos, requiere pensamiento profundo, reflexión, análisis de muchos datos e información. Si Carr, Turkel y tantos otros analistas tienen razón nos corremos el riesgo de llegar a la incapacidad para comprendernos a nosotros mismos y peor aún, de imaginar y crear procesos de cambio cuando son necesarios. ¿Nos dejaremos tragar por la mercantilización de la red, terminaremos como entes cibernéticos? Y no nos pensemos los universitarios tan ajenos al proceso. Cuando algunos de nuestros administradores y jefes políticos insisten en la tecnologización de la enseñanza no mercantilizan la Universidad, el conocimiento universitario, porque eso en lo sustantivo sería un oxímoron, pero sí pueden sustituir la Universidad, la verdadera, la real por la cibernética y terminaremos en el desierto de lo real. Yo prefiero ser gata con celular y con buena suerte acceder a los artilugios sin que absorban mi identidad, mi ser. Para eso tenemos que tomar conciencia de los peligros en la red y hacer algo que las gatas aún no pueden: leer, leer y leer.