«Barataria» apuesta contra los temas prevalecientes
Porque sin duda esta novela surgió de una epifanía literaria, a la que luego se le añadió la demencia progresiva de emprender la escritura de una epopeya satírica, aún en los pañales del arte de novelar, en tiempos de lo inmediato y lo desechable, de la meta-tranca de los discursos, del post-modernismo y la post-miseria. Dedicarle tantos años a esta selva lingüística, a la balumba de personajes y eventos que debía organizar de forma coherente y verosímil, implicó, en muchos aspectos, una apuesta en contra de todos los pronósticos, una verdadera porfía a la razón sencilla y la verdad clara.
Por una parte, se trataba de un proyecto que desatendía la opinión de un sector vocal de las letras, que hace ya décadas proclamó la muerte de la novela de largo alcance. Para muchos, la idea de que un ciudadano contemporáneo, metido en el engranaje de la vida moderna, abacorado de responsabilidades y fragmentado por el tiempo, pudiera dedicarle varias horas del día, durante varias semanas corridas, a leer una novela, resulta una idea no sólo irreal, sino irrisible. El sistema, alegan ellos, está hecho para impedir que estas horas estén disponibles, y yo concuerdo con ellos. Escribir Barataria fue entonces un desafío a esta realidad insoslayable, a la vez que un reto narrativo de forzar al lector a encontrar esas dichosas horas de lectura que la vida moderna le robaba.
Asimismo, se trató de otra apuesta en contra del teorema repetido, y ciertamente corroborado, de que en Puerto Rico son pocos los que leen, y mucho menos un mamotreto de tales dimensiones. Barataria significó, por tanto, embarcarme en un proyecto monumental al que cualquier editor sensato le huiría como el diablo le huye a la cruz. La fortuna, sin embargo, me sonrió, y puso en mi camino a un editor insensato.
Barataria fue, además, una apuesta en contra de los temas prevalecientes, es decir, el cuerpo, la ciudad, el yo, la otredad, las vidas marginales, la negritud, y otros, y a favor de un tema básicamente ignorado por la literatura reciente del país: la crisis política, la debacle económica y social, el colapso de las instituciones, la crisis de salud mental, la falsa democracia. De modo que, ponerme a escribir una novela de gran aliento en tiempos de la novela efímera y formularia, en un Puerto Rico donde apenas se lee y donde los temas políticos no se estilan, debió parecerme desde el principio, a mí también, una insensatez consumada.
Pero fueron mejores y más inspiradoras las coincidencias que las contrariedades. Hasta que al final ganó en mi ánimo el deseo gigantesco de intentar capturar la tragedia colonial de nuestro pueblo, mediante una comedia que hiciera menos dolorosa esta realidad. El espectáculo de la farsa política resultaba demasiado jugoso para pasarle por el lado sin exprimirlo, demasiado grande para dejar de novelarlo. De tanto ver la mentira engordar a la ignorancia; de tanto soportar a una clase política corrupta, miedosa, ambivalente, oscurantista, atorada en el fango humillante de la colonia, y que nos ha llevado al borde del precipicio; de tanto dejar que la violencia, el estupor, la pobreza, la locura, se conviertan en reyes de la vida cotidiana; y de tanto sucumbir ante el empeño de los poderosos por aplastar a los débiles, sentí la urgencia de novelar mi circunstancia en el más ancho marco que me permitiera el género. Esa luz de un futuro posible que me iluminaba el alma, el ardor que bullía en el crisol de la fábula, la angustia que me crispaba y me hacía sentir simultáneamente responsable y víctima del desastre, fueron fuerzas que buscaron en mí desesperadamente una salida épica, a la antigua, a la forma de esas novelas de épocas pretéritas que tanto me han apasionado.
A la angustia política y nacional, y a mi amor por la “novela de sofá”, como les llamara hace un tiempo Vargas Llosa, se sumó el elemento de lo fortuito. Resulta que una bonita noche ponceña, otra vez el destino colocó en mi camino la fortuna, esta vez en la forma de dos personajes que fueron la chispa que encendió el motor de la imaginación, y a quienes debo la superestructura quijotesca que yace detrás de mi “teoría de la novela”. Fue como si una fuerza ultra-terrenal me impusiera aquel tema más como una obligación que como una oferta. Esa misma noche combiné en uno y en distintas proporciones a algunos de mis personajes favoritos de la literatura y de nuestra cultura popular, y esa misma noche nacieron la aberración peripatética y a la vez entrañable, el héroe de antihéroes que es Chiquitín Campala Suárez, así como su pintoresco asistente, hombre de pueblo y saco de refranes que es Margaro Velázquez.
El contraste de ambos personajes entre sí, y juntos con el narrador, hizo que dedicara mucho tiempo a considerar el tipo de lenguaje que debía utilizar. Por un lado estaba el requisito de mantener un cierto tono épico, grandilocuente, juguetón y cervantino; por otro, estaba el anhelo de intentar recuperar un gran número de formas del hablar en puertorriqueño extraviadas entre las montañas y el tiempo, para ponerlas en la boca de Margaro, quien debía jugar el rol sanchesco de la historia. Concentré así mis esfuerzos en utilizar un lenguaje literario que, sin dejar de ser profundamente boricua, fuera también perfectamente comprensible para cualquier lector no-puertorriqueño. De esta forma, pese a tratarse de una novela nuestra, con un tema político nuestro, para la cual los puertorriqueños tendrán su propia lectura muy particular, tuve siempre presente a un hipotético lector extranjero quien, por la trama, pudiera capturar la esencia profunda de nuestro dilema político y social, y por el lenguaje, recoger una noción más clara de nuestra complejidad nacional y cultural. En fin, un intento, como diría el amigo Eduardo Lalo, de hacer visible lo invisible.
Luego de años de someterme al reto intelectual que significa escuchar ciertos programas radiales, y amparado en esa máxima lezamiana de que “sólo lo difícil es estimulante”, por fin me sentí preparado para emprender la tarea de transportar al papel ese enorme mogollón psicológico, torcido y retorcido por el tamaño de la farsa, ese convencimiento genuino de que no puede ser mentira una mentira tan gigante, de que no puede existir engaño tan redondo, de que es imposible que ese cuento de la anexión, de la estadidad, sea la mentira colosal que es. Ningún escritor puertorriqueño ha vivido tanto del cuento como los políticos han vivido de éste.
Esta falsedad es el eje argumentativo de la historia, la cual gira en torno a un escenario que se aproxima y del que nadie habla, ese elefante que está en el cuarto, el momento en que la Dulcinea del Toboso, la Amada Idealizada, el Ideal de la Anexión, queda desnuda en los flacos cueros de su mentira, ese cuadro tétrico cuando los engañados reconocen el engaño y reaccionan a él. Sólo espero que a la dichosa realidad, experta en imitar la ficción y hasta superarla, no se ponga a superar la mía y haga en la materia real el acto abominable que apenas pude yo vislumbrar en la materia ficticia.
Me siento muy honrado con este premio y lo acepto suma humildad. Le agradezco al Festival de la Palabra por auspiciar este premio, a la Fundación Las Américas por concederlo, y sobretodo al jurado internacional de escritores por su fallo, por la valentía de premiar una obra atípica, o más bien anacrónica, de un tema tan espinoso y que, pese a lo local, pese a lo pequeño, pese a lo invisible, es tema de toda América. Le dedico este reconocimiento a Puerto Rico, protagonista grande de esta novela, el país nuestro, único lugar en el mundo en el que no somos extranjeros y origen de las tribulaciones que en las páginas de Barataria están plasmadas. Se lo dedico igualmente a todos aquellos que, a través de los años y los siglos, en las armas o en las letras, han defendido y amado nuestra tierra.
Cuando pienso en la pléyade de personajes que finalmente engrosaron las páginas de esta novela, se me ocurre mezclarlos a todos en una licuadora imaginaria. Y me temo que ese jugo que salga, esa esencia, como la sangre, nos recorre a todos los puertorriqueños por dentro. Esto nos ha dejado por dentro la larga noche del coloniaje, esto que forma parte profunda de nuestra gran tragedia, esto que es el resultado de lo que otros han hecho con nosotros, y de lo que nosotros hemos permitido que se nos haga. Si esta novela provoca este reconocimiento, ya habrá hecho mucho mi ficción, que mucho para mí es aportar un granito, por chiquitín que éste sea, a ese esfuerzo mayor que han hecho y harán tantos otros, antes y después de Barataria, por despertar en nuestra gente la conciencia dormida de su raza.
Mensaje ofrecido por el autor en el Teatro Tapia al recibir el Premio Las Américas por la novela Barataria, durante el Festival de la Palabra 2013.