Mi amigo Carlos
La destitución del doctor Carlos E. Severino Valdéz del puesto de rector del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico trae irremediablemente a la memoria el infame y vergonzoso caso Dreyfuss. Por una torcida razón de estado, matizada de antisemitismo, el capitán de artillería del ejército francés se convirtió en víctima propiciatoria de la supervivencia del sistema. Como en 1894, nuevamente un funcionario probo, una figura pública de relieve se convierte en chivo expiatorio de los testaferros de la autoridad.
Antes de continuar me veo obligado a hacer una importante salvedad, que sin embargo constituye un trasfondo necesario. Carlos es mi amigo. No lo es gratuitamente, sino por muchas razones. Pocos años luego de iniciada mi carrera universitaria y en mi calidad de egresado de una universidad alemana, la Administración Central de la Universidad de Puerto Rico me solicitó una opinión sobre el expediente del recién egresado doctor en geografía de la Universidad Humboldt de Berlín. Tuve ante mí una hoja de haberes impecable, que hablaba de excelencia académica alcanzada –como sabía por experiencia propia- a fuerza de tesón y sacrificio, entre ellos y no en último lugar haberse afirmado en una sociedad y en una universidad como la alemana, célebre por su rigor, su disciplina, sus tradiciones de excelencia celosamente guardadas. Poco después lo conocí personalmente. La experiencia ganada en Alemania y la admiración no exenta de crítica por su modelo social conformaron el fundamento de una amistad caracterizada por el aprecio, el respeto, la admiración mutuos. Muchas conversaciones hemos tenido sobre aquellos pequeños cambios en actitud que obran las grandes transformaciones. Lo vivimos en el país donde formamos nuestro carácter profesional. Su entonces esposa se convirtió por un tiempo lamentablemente corto en compañera de labores en el Departamento de Lenguas Extranjeras, destacada en la enseñanza de cursos de alemán, donde se ganó el favor incondicional de estudiantes y colegas. Años más tarde tuve la enorme satisfacción en mi desempeño profesional de contar entre mis estudiantes, por tres semestres consecutivos, al hijo común de la querida pareja, uno de esos jóvenes talentosos, disciplinados, que en trabajo, conducta, solvencia y trato son reflejo de un hogar donde la educación es piedra angular del carácter. Todo lo anterior constituyó el fundamento de una amistad que me honra, pero que por lo mismo incluye la crítica como condición ineludible. Entre lo primero que se aprende en Alemania está la separación estricta y tajante de las esferas profesional y personal. Por lo mismo, si alguna duda tuviera sobre la rectitud en el desempeño del señor Rector, mis lazos de amistad no me impedirían denunciarlo. Este no es el caso.
Momento grato en mis dos décadas de carrera fue el momento cuando el cuerpo docente a través de sus representantes electos reconoce la estatura académica de Carlos Severino al recomendarlo para ocupar el máximo puesto de liderato intelectual y administrativo del Recinto. Lo interpreté como un paso fundamental e irrenunciable en la construcción del país deseado. Sólo cuando una masa selecciona la excelencia sobre cualquier otra consideración puede haber progreso social. Tanto en el Senado Académico, donde represento a mi Facultad de Humanidades, como en la Junta Administrativa, de la que formo parte, ambos cuerpos presididos ex-oficio por el Rector, he sido testigo del estilo impecable de Carlos Severino, de su sensatez, prudencia, imparcialidad, balance, mesura, independencia de criterio, sentido de proporción y no poca elegancia. Conocí su compromiso incuestionable con la excelencia, en casos en que apoyaba y asignaba recursos para intercambios y conferencias internacionales incluso a colegas profesores que le profesaban abierta y visceral antipatía. En el caso de las becas presidenciales –de las que en su momento y en otras circunstancias fui receptor, por lo que las defiendo firmemente- ha quedado suficientemente estipulado que actuó según los lineamientos establecidos. La destitución fulminante, sin el debido proceso, en menosprecio del derecho reconocido a la defensa de la posición propia (lo que constituye ipso facto una revocación del estado de derecho), basado en un informe supuestamente pericial, pero alegadamente tan plagado de yerros y omisiones que destila el detestable tufo a faena o encargo, y sin la apropiada divulgación de los hallazgos de la investigación sólo puede ser interpretada como un acto de arbitrariedad y abuso de autoridad, máxime cuando no garantiza la necesaria revisión de las normativas vigentes, como también evade un juicio sobre el alegado uso ilegítimo de influencias por parte tanto de los beneficiarios como de sus supuestos contactos en las esferas del poder. Un acto que pone nuevamente de relieve el aspecto de legitimidad, fuente de tanto conflicto en la institución. Un rector “no goza de la confianza” de un cuerpo de gobernanza nombrado externamente, por lo que su autoridad no emana de la confianza de sus gobernados. O puesto de otra manera: un rector, cuya autoridad emana de la confianza depositada en él por un cuerpo claustral “no goza de la confianza” de un organismo impuesto a un cuerpo claustral sin la autoridad para decidir quién goza de su confianza. El absurdo seguirá traduciéndose en conflictos mientras no se resuelva el problema de fondo, la falta de legitimidad en el gobierno de la institución.
En última instancia ni siquiera se trata de Carlos Severino. Éste reconoció públicamente su omisión. Como en la tragedia griega, hubo un error de juicio, una falla intelectual, que nada tiene que ver con la integridad ética del personaje. Esta hamartía le costó el puesto. Hasta sus más encarnizados detractores tendrán que reconocer que, consecuente con su estatura profesional, ha aceptado gallardamente las consecuencias. Tampoco ha invocado los comodines “persecución”y “racismo”, tan socorridos entre nosotros. Esto es ejemplar, en un país tan renuente a aceptar sus errores y su cuota de responsabilidad, tan patológicamente adicto a victimizarse. Hasta en su destitución ha dado cátedra de verticalidad, ha demostrado quién es y en dónde se educó. Sólo temo que su ejemplo de integridad se pierda en la podredumbre moral que arrastramos. No seremos capaces de aquilatar este paso en la reivindicación de la decencia pública. Temo que seguirá nuestro empantanamiento en la corruptela, en el clientelismo, en la jaibería, en el cinismo. Aquejados de corrupción crónica y de bajeza en el debate, hemos desarrollado reacciones instintivas e inmunidad a los remedios.
Con este acto mendaz, populista y cómodo en la satisfacción del placer arquetípico del populacho de ver rodar cabezas cancela un gremio carente de toda legitimidad democrática uno de los pocos atisbos de esperanza que todavía podíamos alimentar en nuestro estancamiento colectivo: que un joven talentoso, negro, de trasfondo migratorio, hijo de clase trabajadora, nacido y criado en el Barrio Obrero cangrejero y producto de la escuela pública pudiera aspirar por mérito propio al liderato. “Lasciate ogni speranza” – pierdan toda esperanza, reza la fatídica inscripción a la entrada del infierno dantesco.