Mi primer Año Viejo
Un 31 de diciembre cuando todavía tomaba bibí me empeñé en trasnochar para ver pasar a Año Viejo. Usé panties desde los dos años pero tomé bibí hasta los seis. Esto debe haber ocurrido cuando tenía cuatro añitos y medio, según el relato familiar.
Estábamos en la casa de mis tíos y había la misma algarabía de siempre que había fiesta en la casa de Noemí y Luis Felipe, que era bastante a menudo. Un grupo en plena bohemia en el medio de la sala, otro grupo jugando dominó en el balcón con mi tía que era la campeona de la casa después del abuelo ausente. Mi abuela en la cocina, los niños corriendo por la marquesina y la acera, mi tío bebiendo pitorro con sus hermanos Robert y Carmen Cecilia, mi papá Ismael, mi padrino José Manuel y mi mamá Miriam en el patio de atrás, los jóvenes con mi tío Rubén y mi tía Ruth zumbando luces de bengala y explotando petardos en el mismo medio de la calle, y yo sentada con Yayito, mi pana y primo político, hijo de Carmen Cecilia, en la verja baja que daba a la calle. Acabadita de llegar de Nueva York en uno de esos viajes relámpagos de mi mamá, con una estrellita encendida en la mano mirando para todos lados y preguntándole a todo el que se ponía a tiro por dónde era que iba a pasar Año Viejo. No me lo quería perder.
La parte sobre mi obsesión me la contaron. La descripción de la fiesta y los nombres de los jaraneros llegó a ser un deja vu recurrente de muchas fiestas cuyos rituales he repetido en las mías propias con algunas variantes… y otros atorrantes.
Las fiestas de fin de año empezaban temprano con los parientes y la preparación de la cena con mi abuela. Una verdadera producción en masa de perniles, pasteles, arroz con gandules y carne de cerdo, arroz blanco y gandules con bollitos de plátano, ensalada de papas, maduros en almíbar, arroz con dulce, tembleque y dulce duro de coco rayado, azúcar, jengibre, clavo y canela cortado en diamantes que se ponían en una fuente en el medio de la mesa, se veían preciosos y no duraban nada.
Después de las doce, llegaba el resto de los amigos de mi tío y mi papá -Quimbo, Salva, Rico, Frank, Guilo- con sus respectivas proles dormidas al hombro que tiraban en cualquier cama. Yo nunca estaba despierta para ver el final de la fiesta de mi familia, pero sabía que era cuando amanecía y alguien decía:
– Va a salir el sol, para los ataúdes todo el mundo.
Me confundí mucho cuando mis tíos se divorciaron y las fiestas se aguaron. Todo se hizo más difícil en las Navidades porque parientes y amigos se dividían en fiestas donde estaba Noemí o estaba Luis Felipe. Algunos trataban de estar en ambos lados y siempre se les formaba un revolú y las parejas acababan peleando y recriminándose no haber despedido el año como Dios manda. Los jóvenes empezaron a tomar su propio rumbo para no aguantar a padres, tíos y parientes hablando de la misma mierda. Poco a poco se fue achicando la despedida de año con mi familia hasta que quedamos mi abuela y yo dándonos besitos a las doce y acostándonos a dormir. A mí todavía me daba lo mismo porque aunque echaba de menos el jolgorio, a los diez años no bebía pitorro. Adoraba a mi abuela y no la habría dejado solita por nada del mundo.
Pero aquella fiesta en la que iba a ver por primera vez a Año Viejo pasar fue especial porque todavía estaba todo el bonche junto y feliz. A pesar de que hacía poco había muerto Mamita Ino.
Mamita Ino era mi tía abuela, hermana de Crucita, mi abuela. Se llamaba Inocencia, pero como había criado a todos sus hermanos menores, incluyendo a mi abuela, y después a sus nietos y sobrinos nietos, todos le decíamos Mamita Ino.
Por muchos años me pregunté por qué no tenía nombre judío como toda mi parentela por parte de mi abuela que obviamente reconocía sus raíces. Velázquez Malavé nada menos. A mi casi me limpian la sangre judía por culpa de mi madre Miriam Damaris. No sé que carajos estaba pensando cuando se le ocurrió ponerme un nombre alemán con uno judío, Wilda Noemí Rodríguez Ortiz –dos nuevos apellidos judeoespañoles que se integraron en mí, añadidos al Velázquez Malavé de la cepa materna. El nombre alemán parecería entonces un chiste de humor negro para la postguerra. Mi madre no era nazi, tampoco fanática de Jonathan Swift o Voltaire, pero era ciertamente una novelera y estaba leyendo una novela cuya protagonista se llamaba Wildemina. Me salvé del nombre completo gracias a que le pareció chévere y parecido combinarlo con el de quien a la larga fue también mi madre, mi tía Noemí. Para su crédito, mi mamá biológica también me nutrió la conciencia con su pasión política libertaria para entender la diferencia entre mis antepasados y los sionistas y solidarizarme con el pueblo de Palestina como lo hago ahora con convicción.
Volviendo a Inocencia, después supe que su nombre se le debía al almanaque santoral. Nació un 28 de diciembre, Día de los Santos Inocentes. Siempre que he hablado a mis amigos de mi tía abuela hay una confusión inicial con su nombre porque creen que digo Mami Taíno y se imaginan esta india ancestral. Pero no, Mamita Ino no tenía nada de india. Contrario a mi abuela que era una mulata de piel oscura, Mamita Ino era blanca, bien blanca, con unos ojos negros pequeños y penetrantes, una piel envidiablemente lozana y una sonrisa celestial. Delgada, bonita con todo y arrugas que le surcaban la frente y las mejillas como grietas. Era como una diosa de porcelana y en casa todos la querían y la respetaban como la verdadera matriarca.
Inocencia Velázquez Malavé era una de esas mujeres abnegadas de su época que se echaban al cuerpo las responsabilidades suyas y ajenas sin chistar. Y dejaban pasar su propia vida a costa de su salud mental. Cuando yo la conocí la habían traído a morir a casa de mi abuela directamente desde el manicomio. No sé cuanto tiempo estuvo recluida, pero sé que no fue mucho, que no lo soportó y decidió morirse.
Éramos amigas Mamita Ino y yo. Y esa despedida de año la recordé con particular placer cuando en una de mis letanías sobre el Año Viejo, volví a preguntarle a mi papá por dónde iba a pasar ese señor y justo ahí Ismael se dio cuenta de que yo estaba esperando ver un viejito con barba blanca y bastón pasar por la calle y decir adiós. Papi se rió y comentó en voz alta que la nena quería ver a Año Viejo. Rompieron todos a reír y a burlarse de mi pretensión, especialmente los adolescentes.
– ¿Por qué se ríen? ¿Ya pasó Año Viejo? ¿No va a pasar? ¿Por qué se ríen?
La angustia que debía reflejar mi voz infantil conmovió a mi papá que mandó a callar a todo el mundo.
– Va a pasar, Wildita, va a pasar. Ellos se ríen porque algunos son tan bobos que nunca lo han visto.
– ¿Por qué? ¿Pasa bien rápido?
– No. Porque no tienen imaginación. Para ver a Año Viejo tienes que tener imaginación.
– ¿Y qué es tener imaginación?
– Tener imaginación es ver lo que no está. Es mirar e imaginarte lo que quieres ver hasta que lo ves incluso con los ojos cerrados.
– Ahhhh…. pues no hay problema, yo sé hacer eso.
Y me puse bien contenta porque si de eso se trataba, yo iba a ver a Año Viejo.
Me cuentan que se hizo un silencio de segundos porque todo el mundo supo de inmediato que yo estaba hablando de mi experiencia con Mamita Ino. De la loca. Mamita Ino fue quien me enseñó a tener la imaginación por la que me llevaron hasta a psicólogos después de su muerte. Así de fuerte. Lo que me contagió no se me quitó.
Cuando Mamita Ino llegó a morir a casa de mi abuela, yo estaba allí. A mí me crió mi abuela, pero mi mamá Miriam, que me tuvo demasiado joven y me dejó a su cuidado, sufría arrebatos de conciencia -por lo regular bajo efectos del alcohol porque era alcohólica- venía y me buscaba, me llevaba para Nueva York y luego regresaba conmigo de nuevo al regazo de mi abuela porque no podía con el bulto.
No me entiendan mal, no fui una niña traumada ni nada de eso. Mi familia era tan disfuncional como cualquier otra, pero mi abuela estaba hecha de ausubo y yo obviamente de algo parecido. Mi familia era una fiesta permanente y todos me adoraban. Fui la única sobrina y la única nieta hasta que tuve 12 años. Me encantaban los aviones de Pan American. Fui una niña feliz a la que los viajes le parecían maravillosos y como me despedían y me recibían con tanto amor, siempre me sentía de vacaciones. Para mi eso era normalidad.
Luego entendí que no lo era tanto, pero si algo es muestra de que fui feliz aunque fuera porque no entendía, es que no recuerdo un solo día de mi vida que no me despierte riéndome. Hasta el punto que he tenido parejas que me han preguntado:
-¿De qué carajo tú te ríes después de la pelea que tuvimos anoche?
La cosa es que cuando Mamita Ino llegó a morir a casa de mi abuela, yo estaba allí. No iba a morir de loca. Estaba enferma de otra cosa. No sé de qué, pero sí sé que estaba muy frágil.
La recibieron como a una reina, le dieron el mejor sitio de dormir y la cuidaban como a una niña. A mí me dieron la tarea de llevarle el huevito pasado por agua todas las mañanas a la cama donde ya mi abuela la había bañado con jabón Reuter y olía tan bonito. Siempre estaba vestida con un camisón blanco almidonado y yo me trepaba junto a ella en la cama y hablábamos.
A Mamita Ino le había dado con que era esta señora hacendada que dominaba toda una finca con caballos, ganado, gallinas y esas cosas de campo. Su cama quedaba frente a una ventana de una casa modesta de Puerto Nuevo que daba hacia el río del mismo nombre después de una franja extensa de terreno de frondosa vegetación; la casa de mi abuela en la primera urbanización de San Juan para una emergente clase media pobre. Eran unas ventanas de lata de celosías anchas que todavía recuerdo muy bien y que fueron las predecesoras de las famosas ventanas Miami.
Por aquella ventana miraba Mamita Ino con sus ojos negros y pequeños, sentada en la cama con los pies flaquitos y jinchos guindando mientras se comía el huevito hervido. Y veía caballos, vacas, becerros, gente trabajando la finca. Veía a Juancho, uno de sus hermanos, montando el caballo cenizo y a Andrés, otro hermano, jugando con las gallinas o con su hermana Estefanía. Veía el cielo azul con hermosas nubes aunque afuera estuviera lloviendo, y me preguntaba qué forma de animal tenía tal nube porque según ella las nubes eran espíritus de animalitos.
Yo me esforzaba para ver lo que ella me describía. Hasta que lo vi. De pronto, desapareció la ventana de lata y vi caballos trotando, vacas, gallinas y el río en el que Mamita Ino soñaba con bañarse en pantaletas… y nubes de perros y osos.
A principio en mi casa lo tomaron a broma. La nena le estaba siguiendo el juego a la viejita y les parecía inteligente de mi parte. Comenzaron a preocuparse cuando escuchaban mis gritos y risas en el cuarto.
– ¡Vienen corriendo, vienen corriendo! ¡El blanco viene al frente!
El caballo blanco con una manchita negra en la frente era mi preferido.
– Tu no ves nada, ¿verdad? -, me preguntó mi abuela un día muy preocupada.
– Claro que veo -, le contesté muy convencida aunque todavía no le tuviese nombre al fenómeno que a mí me ponía tan contenta y hacía contener la respiración a todos los demás, menos a Mamita Ino. Una imaginación febril y empecinada fue lo que me enseñó mi tía abuela la loca y la bendigo por eso todos los días. Si no fuera por ella nunca hubiese podido imaginar el país posible.
La crisis llegó cuando almidoné el gato. Mi abuela ponía un baño de lata enorme en el patio para almidonar la ropa. Era un almidón que se cocía en la estufa y se convertía en una gelatina blancuzca. Le ponían añil, una pastilla del azul más lindo que habrá nunca. Después lo echaban en agua clara y ahí metían la ropa blanca. La exprimían y la tendían en los cordeles del patio.
Pues en ese baño metí a mi pobre gatito que por supuesto saltó furioso y me arañó toda la cara. Entre gritos y sollozos mientras me curaban, le expliqué a mi abuela que yo quería que mi gato fuera una nube. Mamita Ino me había dicho que las nubes eran de almidón como el que mi abuela echaba en el baño del patio. Y formaban los espíritus de los animalitos. Por poco forman el mío.
Hasta ahí llegaron los huevitos hervidos. Me entretenían con cualquier cosa para que no echara de menos las visitas matutinas a mi tía abuela y nuestras conversaciones de hacendadas espíritas. Aunque siempre me les escapaba y me metía en el cuarto de la loca que se fue apagando poco a poco y un día no la vi más. Se fue como un pajarito, dijo mi abuela. Y yo, por supuesto, la vi volar por la ventana.
Por eso, aquella noche de despedida de año sabía que vería a Año Viejo. Mi papá me dijo que tenía que ver lo que no estaba, lo que los demás no veían y eran unos bobos porque no lo veían.
Dicen que me senté a esperar en la cuneta de la calle. Para entonces los niños y las niñas nos podíamos sentar en la cuneta sin temor a que un loco nos arrollara. Dicen que miraba deliberadamente para los dos lados de la calle, moviendo la cabecita de un lado para el otro con marcada intención.
Obviamente se acercaba la hora y empezaron a reunirse todos. Dejaron de prestarme atención, lo que para mí era obviamente intolerable.
Dicen que me levanté y empecé a dar saltitos.
-¡Ahí viene, ahí viene! ¡Viene en el caballo blanco!
Todos corrieron a mi lado.
– ¿Dónde? ¿Quién viene? ¿Dónde está?
– Año Viejo. Ya pasó. Iba bien rápido. ¿No lo vieron?- les pregunté.
– Nooooo.
– Porque ustedes son bobos.
Mi papá se echó a reír a carcajadas y me cogió al hombro porque en esos momentos todos empezaron a abrazarse y darse besos. Entonces yo le dije, a él solito, al oído.
– Papi, Año Viejo iba con Mamita Ino.
Felicidades a todas y todos. Que el año que viene estemos aquí para seguir haciendo un mejor país desde 80grados.