MIS MEMORIAS I
LOS ABOGADOS
Discurso leído en ocasión de la
Convención del Colegio de Abogados, en Ponce, a
2 de septiembre de 2023
Estimados amigos del Colegio de Abogados: Agradezco enormemente esta invitación para estar con ustedes. Me honra dirigirme a los colegiados de una institución que siempre ha defendido los derechos civiles y políticos de todos los puertorriqueños. Su tradición en defensa de la soberanía política ha sido lugar de convergencia histórica para nuestra nacionalidad.
Esa tradición, tan solemne, también tiene para mi memoria -a veces tan excéntrica-unos rincones especialmente cariciosos que bien sirven para caracterizar nuestra vida antillana. Belisario López fue gran charanguero y flautista cubano, miembro presidente del Colegio de Abogados de La Habana. El magnífico guitarrista Rodolfo Cruz Contreras dirigió esta insigne institución, mientras que Águedo Mojica, chelista y flautista, también la engalanó. Aprovecho para puntualizar la hermosa semblanza que escribió el buen amigo Enrique Ayoroa Santaliz de Águedo Mojica, destacando su participación, cuando éste era vicepresidente de la Cámara de Representantes, en el entierro de Don Pedro Albizu Campos en 1965, buen ejemplo de patriotismo fuera de líneas partidistas. Cuando hablamos de los “letrados” insinuamos cierta variante del hombre renacentista, porque tantas veces en las Antillas las profesiones cumplen lo mejor de sí en el arte, la música y la literatura. Para mí fue una grata sorpresa, en visita al Colegio de Ingenieros, descubrir que había suficientes músicos ingenieros colegiados como para formar una orquesta de música bailable.
Debo destacar la importancia de la abogacía en nuestra tradición literaria, desde los próceres José de Diego y Luis Lloréns Torres hasta uno de nuestros más finos y destacados escritores jóvenes, Manolo Núñez Negrón. También debo destacar a Hiram Sánchez Martínez, quien ha sido narrador y juez, atinado comentarista legal para El Nuevo Día. Uno de mis cuentistas favoritos de la literatura puertorriqueña -y cuya lectura me recomendó Luis Rafael Sánchez- ha sido el desaparecido juez del Tribunal Supremo Don Emilio S. Belaval, autor de dos libros claves para entender los conflictivos años treinta del siglo pasado, y cuyos títulos cautivantes son Cuentos para fomentar el turismo y Cuentos de la universidad. Nilita Vientós Gastón, una de nuestras primeras abogadas e intelectuales públicos, además de distinguida cronista de nuestra vida cultural por décadas, siendo su columna Índice Cultural, publicada en el antiguo periódico El Mundo, puesta al día sobre eventos culturales y acontecimientos políticos, también fue fina ensayista en torno a la compleja obra literaria de Henry James. Gran defensora del Español de Puerto Rico durante los años cuarenta, en el sonado “pleito de la lengua”, también fue lectora y crítica certera de mi crónica sobre Luis Muñoz Marín, titulada Las tribulaciones de Jonás.
Pero mi relación con las leyes y los abogados tiene un sesgo más íntimo, más tierno y autobiográfico.
Durante los años ochenta, cuando de ser un escritor de la fabulación mítica me transformé en uno de observación social, es decir, en un cronista, pasé de la ingenuidad a la presunción de inocencia. La originalidad, el candor de mis crónicas, terminaban incitando demandas por libelo. ¡Con abogados habéis topado, amigo Sancho! Muchos de mis sujetos, que yo estimaba como elocuentes testigos de la identidad nacional, querían demandarme, el más aguerrido de todos el abogado de la vedette Iris Chacón, aquel genio y figura que dirigía la Orquesta de César Concepción, atildado con esmoquin blanco, en el atrio del Hotel Caribe Hilton. Hasta ahí mis simpatías hacia los abogados con ambición renacentista. Para pasar estas ordalías recibí la solidaridad y el sosiego de los amigos Marcos Rivera, también la del siempre recordado David Rivé, más adelante del licenciado Francisco Vincenty, amigos abogados que he reconocido en su perfecta integridad, sabiduría y prudencia.
Fui entendiendo por qué Balzac asistía a los juicios, por qué Flaubert padeció uno por libelo, comprendí el sentido de la justicia como orden y equilibrio, por otra parte, la necesidad de convertir ese equilibrio en algo relativo y casuístico. Junto con la integridad de los amigos que me aconsejaron y defendieron, descubrí la profunda dimensión ética de esta profesión, de cómo también practica esa cirugía del alma, del pensamiento y las emociones que ejecutan los siquiatras, y de la que nosotros, los escritores, difícilmente podríamos substraernos so pena de cultivar una escritura inconsecuente. No importa la especialidad, el abogado confronta el bien, la maldad, la codicia; se enfrenta a su propia debilidad, cobardía y conciencia, la de los otros, finalmente ensaya la conveniencia de la mentira o el cinismo.
Durante esos años ochenta, acudía a una tertulia de abogados en la barra del antiguo restaurante Los Chavales de Hato Rey. Me estaba curioso que aquellos abogados -principalmente corporativos- necesitaran cierto alivio etílico para el estrés acumulado durante la semana. Yo también lo necesitaba. De vez en cuando se aparecía alguno que otro criminalista que, para sorpresa mía, resultaba ser el más risueño del grupo.
Cuando escribí mi crónica sobre los acontecimientos del Cerro Maravilla y las audiencias televisadas del Senado de Puerto Rico en torno a dichos sucesos, pude comprobar cuán cercana está la profesión legal de la posibilidad de una “catarsis” capaz de contagiar a toda una sociedad; sin la ayuda del licenciado Marcos Ramírez y el periodista Ismael Torres, jamás hubiese sido capaz de escribir esa crónica que culmina mi libro-tríptico, erótico y religioso de los años ochenta, y que titulé Una noche con Iris Chacón. Fue mediante el oficio meticuloso del bien recordado fiscal Héctor Rivera Cruz, el rostro público de la investigación del Senado, que esta sociedad pudo purgarse de la culpa que le correspondía por aquellos horrendos crímenes políticos. El descubrimiento de la conspiración por el periodista Manny Suárez hubiese estado incompleta sin la investigación que el Lic. Marcos Ramírez y su bufete hicieron del encubrimiento. Semejante esfuerzo honra la memoria de las leyes y la justicia en nuestro país, la búsqueda de ese orden con equidad al cual aspiramos. Resulta curioso cómo Marcos Ramírez se ufanaba conmigo en sólo ser un buen “técnico” legal. Don Marcos, con su ya para aquel entonces sabiduría de décadas, siempre tuvo acertadas intuiciones sobre el comportamiento de los testigos y aquellas mentes criminales, sobre todo de las más difíciles de llevar a juicio. Recuerdo particularmente un almuerzo en el restaurante “Los Chorritos” de Canóvanas. Con un fricasé de guineas de por medio, y apenas comenzadas las vistas, con toda discreción me anunció el eventual descubrimiento de los horrores que se cometieron aquel 25 de julio de 1978. En el Cerro Maravilla fueron asesinados dos jóvenes independentistas; fue la culminación de una larga trayectoria de persecución y acecho contra los independentistas de mi generación.
II
MIS MEMORIAS
Siempre he preferido pensar que la literatura puertorriqueña se estrena con Mis Memorias de Alejandro Tapia y Rivera. Inaugura un tema que pienso central en mi propia obra y que pasaré a esbozar en esta presentación. La obra maestra y fundacional de Alejandro Tapia y Rivera se titula Mis memorias, y lleva por subtítulo ese elocuente “el Puerto Rico que conocí y cómo lo dejo”. Pienso que invoco aquí el espíritu de Tapia lo mismo que en mi libro más reciente de relatos, Retratos de machina, es decir, trazo el arco de los tiempos que he vivido; mi vida como testimonio de mis tiempos históricos será el tema central de mi alocución ante ustedes. La evocación trata sobre el pasado, lo vivido; la voluntad entonces sería la de testimoniar el camino, la transformación de Puerto Rico, porque pienso que es justamente este el tema principal de toda mi obra literaria.
Algo parecido logra José Luis González en sus memorias La luna no era de queso. En ese libro nos hace una semblanza del joven Luis Muñoz Marín lo mismo que descripciones del Santurce y el Guaynabo que conoció en su adolescencia durante los años treinta. En Puerto Rico necesitamos muy particularmente biografías y memorias, ese decisivo cruce de la persona con sus tiempos, la conjunción de los tiempos con la vivencia personal. En su otro gran libro, El país de cuatro pisos, González quiso ir más allá; su mirada ya tocaría la complejidad del Puerto Rico moderno que pasaré ahora a revisitar.
Y la evocación del cambio lo mismo tiene que ver con nuestra movilidad social que con esa otra movilidad que nos ha convertido en el país más motorizado del mundo. En 1957 me mudé del caserón de Aguas Buenas a la casa de urbanización en la avenida 65 de Infantería. Siendo mi padre empleado federal a mediados de los cincuenta se compró un Pontiac con asientos de cuero. Mucho antes de la mudanza ya había visitado El Yunque, en la otra costa las salinas de Cabo Rojo; me deslumbró La Parguera y aún recuerdo el aroma de la marisma, la habitación del hotel con la baja vista a los mangles y el horizonte marino. Todo esto era posible porque siendo de clase media y de familia motorizada los rincones del país nunca estuvieron lejos. Para muchos jíbaros que para la misma época emigraron en Pan Am a Nueva York, antes destinados a permanecer en la misma barriada toda la vida, La Parguera quedaba mucho más lejos que los “niuyores”. Recuerdo cómo un “agregao” de mi abuela, de nombre Primitivo, se embarcó para “Conético” a recoger tabaco, justo el mismo cultivo de aquella finca de la abuela en la carretera a Comerío; misma planta, distinto suelo, rodeado de una lengua incomprensible. Primitivo murió el próximo invierno en un accidente de tránsito. Por aquel entonces Puerto Rico pertenecía a la Confederación de Béisbol del Caribe. En 1958 vi en el Parque Sixto Escobar la última Serie del Caribe en que participó Cuba. La horizontalidad deportiva, musical y cultural antillana se transformaría con la Revolución Cubana y nuestra emigración al Norte.
En los años sesenta todavía éramos país aparte. Luis Muñoz Marín, el primer gobernador electo por los puertorriqueños, mantenía relaciones políticas y personales como si Puerto Rico fuera nación independiente latinoamericana. Muñoz fue interlocutor valioso de figuras claves para la democracia en la región como José Figueres en Costa Rica y Rómulo Betancourt en Venezuela. Juan Bosch, a quien conocí a través de su hijo Patricio, vivió como exiliado, durante cortas temporadas, en una casa de urbanización cercana a la mía en la avenida 65 de Infantería. El Estado Libre Asociado nos había dado visos de legítimo país latinoamericano.
Si bien es cierto que la Revolución Cubana acabó con cierta horizontalidad antillana cuyas referencias eran el béisbol, la música popular y aquel turismo de fin de semana bautizado como el “high ball express”, desde La Fortaleza se conspiraba para derrocar la dictadura de Trujillo- quizás la más sangrienta y duradera de todas las que ha conocido Latinoamérica-, a la vez que se destacaba la democracia puertorriqueña como modelo para alcanzar el desarrollo económico. En 1962 la crisis de los cohetes en Cuba la vivimos en Puerto Rico. Todavía recuerdo la quietud vista desde la guagua número 1 de la A.M.A., Río Piedras al Viejo San Juan, el apocalíptico silencio durante aquellos días de octubre. Mientras tanto, mi padre anexionista vivía orgulloso de que Kennedy invitara a Muñoz Marín a la Casa Blanca como jefe de estado, y hasta llegó a comprar el disco de la música que Pablo Casals tocó en aquella recepción, él que siempre prefirió la música del Trío los Panchos.
El Estado Libre Asociado había sido una rara instancia de convergencia para dos terceras partes del campo ideológico puertorriqueño. Se entendía a Puerto Rico con posibilidades lo mismo para la anexión como para la soberanía. Pero, de alguna manera, y muy a pesar de la gran emigración de los años cuarenta y cincuenta, todavía nos concebíamos como país aparte. La idea de la creación de una amplia clase media, la movilidad que proveerían la educación superior y la industrialización, coincidían con la formulación de un vigoroso sentido de identidad nacional. Aún existían entendidos mínimos sobre nuestro ingente esfuerzo de descolonización. Pudo entenderse que la Constitución del Estado Libre Asociado era sólo parte del camino hacia una mayor soberanía, ya fuera como país anexado o como país asociado.
Esa pretendida identidad nacional tuvo su espacio, su recinto privilegiado, durante aquellos años en que el turismo coincidía con un perfil más diáfano de nosotros mismos. Ese recinto, por supuesto, se llama el Viejo San Juan, un espacio icónico y profetizado en la canción de Noel Estrada, compuesta en 1942. La ciudad murada, caracterizada por sus cafetines y vivienda pobre, fue restaurada mediante ley de incentivos contributivos, remodelada ejemplarmente para toda América, reocupada por gente de clase media y alta -diríamos hoy que fue “gentrificada”-sin que se desentendiera del todo la gente pobre desplazada por ese nuevo mercado de bienes raíces; en aquel entonces el Estado aún tenía pruritos justicieros, la equidad aún pertenecía a su pasado y a su horizonte. San Juan dejó de ser un sitio de bares y una calle dedicada a la prostitución para transformarse en el mejor ejemplo del nacionalismo cultural auspiciado por el Partido Popular Democrático. Si en el segundo lustro de los años cincuenta ya se había creado la Orquesta Sinfónica de Puerto Rico y el Conservatorio de Música, la misma época vio, en el recinto de la ciudad murada, el nacimiento del Instituto de Cultura Puertorriqueña, el fortalecimiento de la División de la Educación de la Comunidad, proyecto este que reunió los mejores escritores, guionistas y directores de cine de aquel entonces, artistas de las palabras y la cinematografía como René Marqués, Pedro Juan Soto y Emilio Díaz Valcárcel, Amílcar Tirado y Jack Delano. Surgían galerías de arte y pequeños museos por todas las calles, siendo la Galería Campeche, en la calle San Sebastián y fundada por el artista Domingo García, una de las primeras. El Viejo San Juan tendría su cronista pintor, el inolvidable y carismático Rafael Tufiño, El Tefo. Manuel Hernández Acevedo, pintor naif de rincones sanjuaneros, también freía alcapurrias en un zaguán de la vieja ciudad.
El nacionalismo cultural era una manera de reafirmar la nacionalidad mediante una identidad fuerte, aunque incluyente, emblematizada en el sello del Instituto de Cultura Puertorriqueña, que destacaba la raíz indígena, la colonización hispánica y la herencia africana. En ese esfuerzo fue decisivo el papel desempeñado por ese gran puertorriqueño que fue Don Ricardo Alegría. La creación de la Academia Puertorriqueña de la Lengua en 1955, mediante los buenos oficios de intelectuales afiliados al Partido Popular Democrático, como Enrique Laguerre, Salvador Tió y Samuel R. Quiñones, también fue hito en esa trayectoria.
Cuando Luis Muñoz Marín proclamó la necesidad de su “Operación Serenidad” quizás lo hizo algo nerviosamente, con oscuros presentimientos, dados los hechos incontrovertibles de cómo la emigración y la industrialización del país, la movilidad social y económica, resultaban disruptivas de esa misma nacionalidad por crearse. Un poco más adelante nos sorprendió que algunos hijos y nietos de los primeros emigrantes vinieran a Puerto Rico, a principios de los años setenta, con una agenda radical y nacionalista: Los Young Lords -nuestros Black Panthers- intentarían asentarse, plantar bandera, en Trastalleres, barrio tradicional cangrejero en los linderos con el enorme arrabal El Fanguito -uno de los más grandes de Latinoamérica-, ya para aquel entonces erradicado, desaparecido y abolido. Pero la gente del barrio no los entendía; hablaban en inglés o spanglish. Pedro Juan Soto escribió, para testimoniar esa irresolución entre la emigración y el regreso, su magistral novela Ardiente suelo, fría estación, donde uno de los ambientes es la urbanización Levittown, a donde se mudaron muchos habitantes pobres del Viejo San Juan y regresarían muchos nuyoricans. Unos, en vez de cruzar el Gran Charco, cruzaron la bahía; los otros llegarían con una memoria traumatizada, muy intervenida por aquello que llamaron los sociólogos yanquis el “puertorrican syndrome”, es decir, la pérdida del país en el horizonte marino una vez se “embarcaban” en el legendario carguero Marine Tiger. Más adelante regresarían, ya curados de espanto, en vuelos de la Eastern; al aterrizar, ahora en el aeropuerto de Isla Verde, los aplausos serían celebratorios. De todos modos, Ardiente suelo, fría estación es quizás la primera novela que evidencia los conflictos de eso que ahora conocemos como diáspora, ya sea la dispersión de la mudanza al otro lado de la bahía o a los fríos niuyores.
El E.L.A. entonces fue, y visto retrospectivamente, nuestra mayor convergencia con consecuencias a largo plazo, proyecto político y social cimentado en el nacionalismo cultural y la industrialización del país. Aprovecho para señalar otras convergencias y consensos: Quizás en torno al Proyecto Johnston también logramos alguna semblanza de consenso. Sin duda la salida de la Marina de Vieques y Culebra exigió un momento de gran convergencia de los puertorriqueños, desde las posturas del gobernador Pedro Rosselló hasta los sacrificios personales de líderes políticos y comunitarios como Rubén Berríos y Carlos Zenón. Fue nuestra más amplia convergencia hasta que en el verano 2019 se logró la renuncia del gobernador Ricardo Rosselló, sin grandes incidentes de violencia que lamentar y con él enorme papel desempeñado por la juventud y los artistas populares del país.
A principios de los años setenta tuve una revelación, una “epifanía” -quizás inocua- que me gustaría compartir con ustedes: Desde fines de los años sesenta había enseñado en un programa universitario del Recinto de Río Piedras para estudiantes de bajos ingresos, sin universitarios en sus familias. Se me reveló de cómo el automóvil se imponía como medio de movilidad y apropiación del paisaje patrio: Mis estudiantes del Sector Las Monjas y el Embalse San José comenzaban a visitar en fines de semana La Parguera y descubrían El Yunque. Una estudiante de Playita, que no se había beneficiado de excursión escolar alguna, visitaría por primera vez el señorial Viejo San Juan. Me percaté de una movilidad que incluía y ampliaba la que ya había reconocido con la emigración al Norte. En playas emblemáticas como Luquillo empezábamos a escuchar lo que llaman los lingüistas la “mezcla de códigos”, o sea, la mescolanza, el mejunje llamado “spanglish”. Los “neoricans” también eran turistas en la tierra de sus padres y abuelos. Cada vez más puertorriqueños añoran, en la fría estación, el ardiente suelo patrio. También fue una época en la que se banalizó la identidad cultural y la emoción ante el paisaje con aquel “Puerto Rico me encanta”. El equipo nacional de baloncesto que en los años setenta le trajo tanto reconocimiento internacional a la isla, con su novedoso juego “en la pintura”, ya recibía sus instrucciones de juego en la “lengua franca” del spanglish. La “serenidad” que vivíamos en aquellos tiempos de prosperidad era la de acatar lo inevitable: nuestra nacionalidad se dividía irremediablemente.
Hoy por hoy vivimos una época de dispersión; los perfiles de la nacionalidad se vuelven todavía más borrosos y conflictivos que los analizados por José Luis González en su ensayo El país de cuatro pisos. Las fuerzas centrífugas de la dispersión incluyen nuevas formas de apropiarnos de nuestro territorio, por no decir, tierra, o patria. Ya no somos una isla de cien por treinta y cinco sino un “archipiélago”; esto último, concebirnos como prepotente archipiélago, se me hace particularmente difícil. Más de la mitad de los puertorriqueños viven la estadidad en los estados continentales, con lo cual sospecharíamos que el problema del estatus se resolvió no con abogados y políticos sino mediante las líneas aéreas. Peor aún: muchos de esos puertorriqueños del Norte no hablan español sino inglés. Su reclamo de la nacionalidad es sentimental en el mejor de los casos; más que vivencial o lingüístico es un reclamo tan vago como el de los atletas que por un rastro de evidencia genética son reclutados para nuestros equipos nacionales. Hijos y nietos de nuestros emigrantes nunca han visitado la isla. En una reciente encuesta realizada por la Academia Puertorriqueña de la Lengua, preparada por la Dra. y académica María Inés Castro, se descubrió que el 17% de los puertorriqueños no considera hablar español seña de identidad puertorriqueña. El mayor éxito literario a nivel internacional de un puertorriqueño lo ha logrado Lin Manuel Miranda con su musical en inglés Hamilton. Cuando Rosario Ferré fue finalista del National Books Award con su propia traducción de La casa de la laguna, House on the Lagoon, y recibió no el agradecimiento sino el repudio de un sector de nuestra intelectualidad literaria, fue sólo precursora incomprendida, para nada aplaudida. Antiguamente los puertorriqueños éramos de todas las razas que por designio imperial han coincidido en las Antillas. Ahora se diferencian, como puertorriqueños aparte, los afroboricuas. La Real Academia Española y la Academia Puertorriqueña de la Lengua han sido incapaces de frenar el lenguaje “inclusivo”, el desuso del género neutro; a favor de esta eliminación están el feminismo y la comunidad L.B.G.T.Q+. Nilita Vientós Gastón, los humanistas puertorriqueños que fundaron la Academia Puertorriqueña de la Lengua, todos los que defendieron el buen uso del español como seña de identidad, durante décadas, se sentirían como nosotros nos sentimos, confundidos y perplejos ante esta instrumentación de la lengua con propósitos meramente ideológicos y sectarios. Esta extrañeza entonces sería la culminación de una perplejidad que comenzó como simple curiosidad ante los vertiginosos tiempos vividos. De la emigración pasamos a la diáspora, entonces a toda suerte de dispersión. Quizás, y en el mejor de los casos, un vago sentimiento de nacionalidad ahora lo ocupa todo, pero más bien como oscura esperanza. Tapia escribe sus memorias porque se sabe próximo a abandonar un país que se ha transformado. Escribo estas líneas próximo a sentir que el país simplemente me ha pasado por el lado. La nacionalidad siempre fue, para muchos intelectuales de mi generación la reivindicación imprescindible. Puerto Rico era un país aparte, una nacionalidad sin estado nacional, a medio hacer, y no un país dividido por líneas aéreas, en ese continuo “uptown-downtown” que nuestro pintor sanjuanero Rafael Tufiño fue el primero en identificar y nombrar. Todos tenemos familia en el Norte y muchos hemos tenido que explicarles en inglés, a yernos o nueras, las virtudes de un mofongo.
Otras tendencias en donde reconocemos esas fuerzas centrífugas que han debilitado el Estado y la nacionalidad: la corrupción municipal que en parte se ha posibilitado por la Ley de Municipios Autónomos. La seguridad pública está significativamente auxiliada por agencias federales como el F.B.I.; de la abusiva vigilancia de la llamada subversión se han convertido en custodios del orden público y la anticorrupción. A la vez que ocurren estos cambios de lenguaje y funciones, siempre irónicos, la dependencia alimentaria de los fondos federales, la transformación del mantengo en P.A.N. para un 40% de la población, convierten la autodespectiva frase de que “nos dan de comer” en verdad peligrosamente literal. También hemos sido testigos del desprestigio de las uniones obreras a raíz del fuego del Dupont, los escándalos en la unión de acueductos, la conversión de la U.T.I.E.R. en una aristocracia obrera, el progresivo debilitamiento del movimiento obrero.
Juan Manuel García Passalacqua siempre comentó con ironía y satisfacción lo que él llamaba la “opiniocracia”, sin duda una ampliación de nuestro discurso democrático que la mayoría de las veces ha recalado más en ruido que en substancia. Cuando pequeño oía a mi padre hablar de un agudo columnista como Eliseo Combas Guerra, en mi adolescencia era Miguel Ángel Santín nuestro adversario ideológico como universitarios. Intelectuales públicos como César Andreu Iglesias, Enrique Laguerre y Nilita Vientós Gastón sostenían un ideario de oposición que iba desde el marxismo cordial y puertorriqueñista de Andreu Iglesias hasta el liberalismo conciliatorio de Vientós Gastón. Mientras tanto, la extendida educación universitaria nos ha convertido en una gran industria de opiniones, algunas bien informadas, otras motivadas más por la vanidad que por el pensamiento. El discurso, las ideas, los columnistas, nuestra ciudad letrada, están marcados por esta tendencia a entender el periodismo como otra manera de consumo: están los “shoppers” y están las columnas de opinión. Eso sí, concedo que el llamado “periodismo investigativo” ha sido una innovación y, en términos generales, la “opiniocracia” como fuerza centrífuga ha fortalecido nuestra sociedad civil; ello fue, en parte, lo que hizo posible el cambio de gobernación en el verano 2019.
La Historia pasa y a veces no nos percatamos de sus sigilosos avances. Por ejemplo, el llamado “problema del estatus” ya se resolvió. Para muchos de nosotros ya ocurrió lo que más temíamos, es decir, el proyecto de la nacionalidad como soberanía independiente no parece viable dado el hecho de esa diáspora y la dispersión con tan múltiples manifestaciones. A pesar de ello, no tengo una visión catastrófica de nuestra Historia. El Estado Libre Asociado fue una solución fallida, pero ha sido nuestra principal convergencia y nuestro único simulacro de creatividad política. Si dudamos esto, al menos debemos reconocerlo como parte de nuestra trayectoria hacia una mayor libertad y justicia social.
Muchas de las instituciones creadas para el pensamiento y la movilidad social, como la Universidad de Puerto Rico y el Departamento de Educación, han sido dañadas por fallas de nuestra propia gobernanza, o imposiciones de la Junta de Supervisión Fiscal. Esa Junta estuvo demás, fue una innecesaria humillación que nos merecimos al elegir una sucesión de gobiernos irresponsables, que por múltiples razones no respetaron los controles fiscales, los límites del margen prestatario consignados en nuestra propia Constitución. La Junta de Supervisión Fiscal fue una regresión al colonialismo crudo, y de la que sólo nosotros somos responsables. Se nos impone aquella metáfora tan usada por Luis Muñoz Rivera, la del Sísifo obligado y destinado a subir, una y otra vez, la piedra de la descolonización.
Debemos erradicar de nuestro ideario, de nuestras mentes y emociones, las visiones catastróficas de la Historia nacional, como pensar -de manera albizuista- que la estadidad federada es la culminación del colonialismo. El actual “statu quo”, que durará siempre y cuando muchos puertorriqueños prefieran lo que el Congreso no estaría dispuesto a conceder, debería colocarnos en lo que concibo como un impasse fructífero. Estamos en la calle del medio, quizás en un callejón sin salida; de todos modos, flotamos para no perecer; sólo debemos ejercer resistencia a la inclinación a permanecer en el mismo sitio. Buscar la orilla solo quiere decir estar de acuerdo sobre lo que esa orilla significa, aunque sea algo vagamente. Trataré de señalar el mínimo de convergencias necesarias.
Lo bueno que tiene este callejón que a veces vemos sin salida es que no debe contener la opción de la reversa; estamos obligados a la creatividad, a descartar en todo caso la regresión colonial. El buen gobierno y la responsabilidad fiscal ya están consignados en ese ideario fundante que es la Constitución. Sabemos que esa responsabilidad fiscal no significa lo que significaba en 1952; cualquier estado moderno tiene, hoy por hoy, mayor tolerancia de la deuda pública; pero lo que no podemos hacer es acumular una deuda que rebase más de setenta veces nuestra capacidad de pago. Embrollar el futuro de nuestra descendencia es criminal. La eliminación de la Junta de Supervisión Fiscal sería una reivindicación imprescindible en nuestra lucha centenaria contra el colonialismo. Sufrir una reimposición de esa Junta sería perder de vista esa orilla salvadora antes mencionada.
Debemos, también, ser más moderados en las lamentaciones. Si el Templo de Salomón fue destruido por la emigración y los fondos federales, no debemos montar casa de campaña en el Muro de los Lamentos. La reciente dispersión a causa de María y los terremotos tampoco es el fin de nuestra Historia.
Otra prioridad, además de la mesura en lo que toca a los lamentos, sería enfocar en la educación de nuestros niños y jóvenes. Remunerar bien a los maestros, profesionalizarlos hacia el orgullo de su labor, mantenerlos en mejoramiento profesional continuo, reconocerlos como piedra angular de nuestra sociedad y economía, son ambiciones que hemos tenido por décadas. El “magisterio”, así, entre comillas, debe ser meta para los mejores y no consuelo de los mediocres. La educación siempre fue el principal modelo de nuestra movilidad social; hoy en día no parece ser la educación sino la emigración. La educación también ha sido agente de una mayor justicia social. Puedo dar fe de esto como profesor universitario que fui durante treinta y dos años. Siendo más competitivos en el mercado laboral, logrando producir riqueza y menos dependencia, nos capacitaríamos para abolir el colonialismo. Siempre he señalado que hasta para anexarnos a los Estados Unidos tenemos que ser independientes.
A veces menospreciamos el historial de las notorias empresas 936, sobre todo las farmacéuticas, porque bien que nos evocaron aquel monocultivo cañero que llegó a su término con la reforma agraria implantada por el Partido Popular Democrático durante los años cuarenta y cincuenta. El actual liderato anexionista pensó que la eliminación de esas empresas allanaría el camino hacia la estadidad federada. No entraré en tan espinosa argumentación; pero entendamos que nuestro salto industrial en los años setenta de industrias intensivas en mano de obra a aquellas de alta tecnología, intensivas en capital, en gran medida se debió a la educación de excelencia que recibieron nuestros jóvenes a nivel superior. Sin una mano de obra diestra y apreciada, como es la puertorriqueña en nuestros momentos de mayor orgullo, y unos recursos intelectuales que suplieron los niveles gerenciales medios de esas industrias, profesionales formados en el sistema de la Universidad de Puerto Rico, nuestro país jamás se hubiese convertido en uno de los principales fabricantes de fármacos del mundo. Pasamos de la fabricación del sostén a la precisa confección de los antidepresivos. Sin una buena educación esta transición hubiese sido imposible.
Ya reconocido lo traumático, sólo nos corresponde reconstruir, y no quejarnos tanto. La estadidad federada como abolición del colonialismo ya ocurrió; les repito que más de la mitad de los que reclaman la puertorriqueñidad viven esa estadidad federada. La soberanía aparte, o independencia, sólo es posible mediante una mayor competividad y ética del trabajo, la creación de riqueza y la disminución de la dependencia en un “estado benefactor” que ha sido nivelador y, a la vez, dañino para el tejido social y la productividad. De hecho, nuestro desempeño económico en el Norte no ha superado el isleño; en algunas ciudades tenemos idénticos niveles de pobreza, muy por debajo de muchos emigrantes centroamericanos y caribeños que nos han superado, rebasado, sin tener ellos el libre tránsito de la ciudadanía ni familiaridad alguna con el inglés. Es el resultado de no emigrar para el trabajo sino por los beneficios. Los más cercanos a nosotros en los niveles de pobreza son los afroamericanos. Cada vez se hace más difícil seguir apostando a que siempre que Puerto Rico ha estado en manos puertorriqueñas hemos avanzado en el dificultoso camino de una mayor libertad.
Y no debemos menospreciar el actual “statu quo”. Este sería ese obligado compás de espera antes de darnos cuenta de que lo traumático ya pasó, aunque lo peor, como siempre, pudiera estar por llegar. Se nos impone, en estos momentos tan febriles en torno al estatus, cierta paciencia histórica. Distraídos de nuestro propio devenir por la obsesión con el “estatus”, no nos hemos percatado de que ya está adjudicado. Siempre me he opuesto al término diáspora para designar nuestra dura y a la vez benévola emigración Pan Am-Jet Blue. Formar un estado nacional con una nacionalidad dispersa, y muchas veces asimilada, no es tarea fácil. La otra gran diáspora, la judía, tardó más de dos mil quinientos años en reconstruirse como estado nacional. A los aficionados a nuestro juego favorito, el estatus, les pido paciencia. A lo mejor nos cambian las reglas de juego desde arriba y se acelera la contienda.
“Ciencia, paciencia, resignación, todos son nombres de mujer”, proclamaba nuestro poeta nacional, Juan Antonio Corretjer, en un alarde machista. Podríamos añadirle a esa lista la histórica “resistencia” y la más novedosa, la llamada “resiliencia”. Cualquier historia nacional es una mezcla de lenta consumación en el tiempo a causa de las condiciones materiales y la inevitabilidad de escoger un destino político. Como hemos visto nuestra nacionalidad no ha sido irreductible, su definición y significación transformándose con el paso de las décadas. Ahora bien, siempre apostaríamos a que no es destruible. Esa es nuestra tarea, esa es nuestra esperanza.
Muchas Gracias
Edgardo Rodríguez Juliá
En San Juan,
A 15 de agosto de 2023