Mitologías en el Museo de Arte de Puerto Rico
“La semiología nos ha enseñado que el mito tiene a su cargo fundamentar, como naturaleza, lo que es intención histórica; como eternidad, lo que es contingencia. Este mecanismo es, justamente, la forma de acción específica de la ideología burguesa”. -Roland Barthes
La primera agresión que sufre el público que visita el Museo de Arte de Puerto Rico para la exhibición El impresionismo y el Caribe: Francisco Oller y su mundo transatlántico es el precio de entrada: $16.73, sin derecho a ver el resto del museo. Firmemente decidido a enajenar a los puertorriqueños de su arte, con este inadmisible precio de entrada, el MAPR –un museo público– garantiza que la inmensa mayoría de las familias de este país carecerá de la oportunidad de conocer el trabajo de uno de nuestros maestros.La segunda agresión, más sutil que la primera, es la curaduría y montaje de la muestra. El inicio de la misma ya es representativo de lo porvenir. En la pared de entrada, ahogado por los textos que lo rodean, el excepcional autorretrato de Oller (c. 1892, col. MHAA) queda reducido a ilustración de comienzo. Para certificar que no se tiene confianza en la potencia de la pintura, una inmensa reproducción de una foto del artista remata el autorretrato. En este pasillo inicial encontramos, al lado derecho, varios paisajes marinos de Oller, y al lado izquierdo, varios retratos de Luis Paret y Alcázar, José Campeche, y Ramón Atiles. Ignoramos qué lectura pretenderán los curadores que el público haga de tal burundanga, pero ese parece ser el principio que rige toda la exhibición: mezcla de artistas, ausencia de cronología, división simplona por géneros (retratos, paisajes, bodegones, etc.). De una cosa a la otra sin ton ni son, en incómodos espacios pobremente iluminados.
Justo al final del pasillo inicial, frente a frente quedan un retrato adscrito a Campeche adquirido por el Brooklyn Museum, y un paisaje con figuras adscrito a Oller proveniente de una colección particular. Usamos la palabra “adscrito” porque al inspeccionar ambas obras y compararlas con otras obras de estos artistas, asalta la duda de su autenticidad por las diferencias en factura, composición, color de las mismas, con piezas más conocidas. En el Campeche, el color plano, la indiferenciación de texturas, la palidez de los tonos, los detalles de los ojos, la composición, tropiezan con otras obras del maestro. El Oller en cuestión es más problemático, pues presenta una composición incoherente, absurda: el mendigo de El velorio medita ante el cuerpo tendido de un ¿jabalí? ¿cerdo? en medio de un paisaje campestre con palmeras, una mujer, y un caballo hundidos en la yerba. Sobre esta indescifrable escena reluce un cielo excesivamente azul pintado al estilo, tan poco olleriano, de El Greco.
De más está decir que nadie cuestiona la autoría de estas obras, pues nadie quiere despertar con una cabeza de caballo en la cama. Aceptamos por fe que son obras de Campeche y de Oller y que les han sido aplicadas todas las pruebas de rigor a los soportes y pigmentos para asegurar su legitimidad. Nos preguntamos entonces por qué de la disparidad de estas obras con aquellas conocidas de ambos maestros. No son el único caso en la exhibición; aparecen también varios paisajes de Oller, particularmente de haciendas, que no están a la altura de los ya reconocidos. Todo ello levanta dudas, sobre todo cuando están ausentes otras pinturas tales como La Central Plazuela (c. 1908, col. MHAA), una de las obras maestras de Oller que supera, por mucho, las de la muestra.
No veíamos juntos una considerable cantidad de trabajos de Oller desde la ejemplar retrospectiva organizada por el Museo de Arte de Ponce en 1983-85. Aquí, en contraste, la mirada es desde afuera. Los curadores, Richard Aste (Brooklyn Museum) y Edward J. Sullivan (New York University), muestran el arte de Oller en el contexto del trabajo de sus colegas pintores del mismo periodo de Francia, España y Estados Unidos. En lo que a Oller concierne, esta estrategia tiene dos resultados contradictorios. Por un lado, Oller se confirma como un artista igual, y en algunos casos, superior, a sus colegas. Por otro lado, el arte de Oller, tan comprometido con los asuntos políticos de la colonia de la cual es sujeto, queda diluido como el de un productor más de imágenes para decorar los salones de la burguesía decimonónica. De la importancia que tuvo la pintura impresionista en el desarrollo del arte moderno para controvertir la función del arte en el capitalismo y su relación con la sociedad aquí no se dan claves. En una exhibición sobre el impresionismo sorprende la ausencia de pinturas esenciales de Oller tales como Orillas del Sena, Molino (ambas 1875), y Paisaje español (1879). Sin embargo, se separa espacio para lienzos de artistas tan dispares como Gustave Caillebotte, Mariano Fortuny, Claude Monet, Paul Cézanne, y otros de inferior valía, lo cual confunde el foco de la muestra.
Del compromiso de Oller con la política de su tiempo dan fe pinturas como su opus magnum El velorio, el retrato del Maestro Rafael Cordero, y la perdida El negro flagelado, pintura conocida por la foto conservada en el Musée d’Orsay. El propio Oller escribió sobre este compromiso cuando declaró en 1904 que “el artista, como el literato, tiene la obligación de servir para algo; su cuadro debe ser un libro que instruya, que sirva para mejorar la condición humana, que fustigue el mal, que ensalce el bien” (Discurso en la Escuela Normal). Los retratos son fundamentales para entender este compromiso, con su elección de puertorriqueños de primer orden tales como educadores, activistas y poetas, personajes históricos cuyas acciones y obras cuestionaron la condición colonial. A su retrato de Román Baldorioty de Castro (1871, col. MHAA), por ejemplo, Oller añade un texto del retratado: “yo odio el sistema colonial porque ese sistema es la muerte del espíritu, o la degradación del hombre por el hombre”. Es significativo que este retrato no esté incluido en la muestra del MAPR. El corpus de retratos de Oller, además de consignar la importancia histórica de sus retratados es, sobre todo, testimonio de luchas políticas urgentes. El montaje del MAPR consigue empequeñecer estas luchas al colocar los retratos en filas indistintas, entre las cuales domina el retrato áspero de un Presidente McKinley empuñando el mapa de su recién adquirido botín de guerra, Puerto Rico. Como en una novela de Flaubert, Oller deposita su atención en los objetos sobre la mesa y la ornamentación de la pared, antes que en el presidente. ¿Lecciones aprendidas de Goya?
Se ha comentado que la ausencia de El velorio limita la muestra y, ciertamente, su inclusión hubiera hecho una diferencia. Los curadores no consideraron incluirla y no la solicitaron al MHAA. Su decisión fue la correcta, pues hay obras que no deben viajar. Las meninas, El Gran Vidrio, La Gioconda, el Retablo de Isenheim, Guernica, son piezas por cuya significación jamás abandonan sus respectivos museos. Lo mismo con El velorio. Sin embargo, el MAPR desaprovecha la oportunidad de destacar la trascendencia de esta obra al presentar algunos de los bocetos en un montaje pedestre que diluye la intención crítica de esa obra fundacional, reduciéndolo a cuadro “costumbrista”. En un escrito recientemente publicado sobre la Cuarta Trienal Poligráfica, Elsa Meléndez hace una proposición que debió haber salido del MAPR:
Es importante ver todas las instituciones unidas…Ya quisiéramos que con motivo de la importante muestra de Francisco Oller, recién inaugurada en el Museo de Arte de Puerto Rico, se hubiera podido gestionar una ruta con transportación desde el MAPR hasta el Museo de Historia, Antropología y Arte de la Universidad de Puerto Rico, para disfrutar de El velorio en la sala del museo universitario. Colaboraciones, relaciones y puentes: necesitamos más de eso. [Visión Doble, 15 febrero 2016]
La decisión de organizar la muestra por géneros tiene su peor momento en la sección final, un pasillo en el cual se agrupan únicamente bodegones. Las diferencias en calidad pictórica entre un joven Oller y otro más experimentado se hacen evidentes; peor aún, la relación de los bodegones con la totalidad de la obra olleriana se invalida. Los bodegones de Oller, como bien han señalado varios de sus estudiosos, contienen, además de los frutos, la mano de los trabajadores. Nuestro pintor concibe esos frutos en un espacio histórico concreto, en reconocimiento de unas luchas específicas. Los últimos bodegones de Oller son contemporáneos de sus retratos de gobernadores estadounidenses. Sería ingenuo pensar que no existe una relación entre estos retratos y los bodegones pintados en un momento político tan complejo y difícil para los puertorriqueños de principios de siglo veinte. Un montaje más respetuoso de la cronología hubiera sacado a la luz nuevas aristas al trabajo de Oller. Por ello, reducir estas imágenes a decoraciones de comedor es desestimar ese grupo de obras que hoy son el testamento pictórico de quien insistió en que el artista “debe ser de la época en que vive, debe ser de su país, de su legión, si quiere ser verídico” (Discurso en la Escuela Normal).
El final de la muestra—un anejo indebido y superfluo—consta de un vídeo y un texto con información abiertamente fraudulenta. Se nos informa que Puerto Rico fue “colonia” española, pero “territorio”—jamás colonia—“estadounidense”. Se nos dice que a los puertorriqueños se les “concedió la ciudadanía estadounidense”—imposible reconocer que se nos impuso con el propósito de reclutar soldados para la Primera Guerra Mundial. Al Estado Libre Asociado se le nombra en minúsculas, como si “estado libre asociado” fuera la descripción de un legítimo estado político. Además, se nos aclara las ventajas de vivir en el continente, donde los puertorriqueños sí tienen el derecho al voto. (El texto excluye capciosamente las razones para que el Congreso de los Estados Unidos establezca tales diferencias). El final se resuelve con la tan manida mezcla de razas “taínas, europeas y africanas” como si eso fuera una explicación de “lo puertorriqueño”. A estos textos mitológicos los acompañan coloridas imágenes en vídeo de un Puerto Rico moderno y progresista, cual flamante resolución.
Esta pared final resume la idea que la exhibición nos quiere imponer del arte de Oller. Persigue negar sus compromisos, negar sus contradicciones, sus especificidades, degradarlo a “uno más” entre sus colegas. Pero Oller no es “uno más”. En esta muestra, y a pesar de ella, se iluminan las disimilitudes de nuestro pintor con sus colegas continentales, esos que no tuvieron que enfrentar la condición colonial, como sí lo hizo Oller. De este modo se nos revela lúcida la decisión de Oller de regresar a su país para fundamentar la actividad pictórica de sus necesitados compatriotas. Nuestra gratitud no tiene fin.
En otros escritos hemos reclamado la ausencia de exhibiciones de corte historiográfico y crítico en el MAPR. Esta muestra parecía la ocasión perfecta para demostrar que la institución puede cumplir efectivamente con los propósitos para los cuales fue creada. Lamentablemente, esta exhibición hace lo contrario, como si una siniestra fatalidad le impidiera al Museo presentar una visión justa de nuestro arte. Se entiende el por qué de esta incapacidad. El MAPR se niega a asumir posiciones, reconocer lo que nuestros artistas han estado reiterando por siglos: que somos una nación, que el estado colonial es injusto y que tenemos el derecho de asumir nuestro lugar en el mundo como cualquier otra colectividad. Ante ello, no le queda más remedio que recurrir a mitologías.
Francisco Oller, sujeto colonial bajo dos potencias, pinta piñas, mameyes y plátanos como hombre libre. Pinta con la libertad que da el saber que la gran mayoría de su obra quedaba perdida. Con la libertad que da el reconocer que aunque es tan bueno como sus colegas no ingresaría con ellos al Louvre, al Prado, o al MAPR. Hace arte con la libertad que da el saber que se morirá endeudado e ignorado. Se reafirma en su trabajo con la libertad que da el saber que se ha hecho bien. Saber que ha cumplido a cabalidad con sus congéneres, los de hoy y los de mañana. En este, nuestro quebrado Puerto Rico moderno y progresista, en el que las instituciones coloniales malgastan sus recursos en encubrir y desmentir la actitud combativa del arte puertorriqueño, el gran arte de Oller se mantiene vigilante ante el intento de doblegarlo a simulacro útil al poder colonial.