Momento crucial para el Colegio y la abogacía
La libertad negativa es un elemento original e imprescindible del modo en que la Modernidad se concibe moralmente a sí misma; en ella se manifiesta que el individuo debe gozar del derecho de actuar “a sus anchas” sin restricción externa y sin depender de la coerción de examinar sus motivos, en tanto no vulnere el mismo derecho de sus conciudadanos.
-Axel Honneth, El derecho de la libertad
El Colegio de Abogados y Abogadas de Puerto Rico (Colegio) se encuentra ya desde hace unos años en un momento crucial para su propia existencia. Las justificaciones y argumentos para vindicar su lugar y pertinencia social se suelen caracterizar tanto por su heterodoxia, en algunos casos, así como por su fidelidad rayando en el dogma, en otros. No obstante, al día de hoy existe una carencia viva de justificación que no será obviada u ocultada ni por normas ni por discursos triunfalistas con proyecciones pírricas. Más que la fuerza coercitiva que pretenda tener una norma, la existencia de una institución que presupone tanta importancia en nuestra sociedad puertorriqueña debe enmarcarse en unos cimientos racionales lo suficientemente convincentes como para ser legitimada –o -que pudiera ser aceptada– sin necesidad de una excesiva coerción por parte del Estado. El Colegio se enfrenta, por lo tanto, a vindicar su pertinencia social en una sociedad puertorriqueña atestada de graves desigualdades, desniveles de poder y una polarización económica y social progresivamente en aumento. Ante este panorama, y asumiendo una postura fuertemente crítica al respecto, ¿qué le brinda legitimidad al Colegio para ser el espacio que represente al gremio de abogados y abogadas en Puerto Rico? ¿Es necesario el Colegio hoy? Veamos primero el panorama en el que nos encontramos.
La administración gubernamental del cuatrienio anterior, la cual se mostró de forma constante en contra de la existencia misma del Colegio como entidad exclusiva del gremio de la abogacía, aprobó la entonces Ley 121 de 13 de octubre de 2009, así como la Ley 135 de 6 de noviembre de ese mismo año, con el fin primordial de eliminar la colegiación obligatoria que hasta ese momento existía en la profesión legal. Sin duda alguna, la medida, así como el abrupto y penoso proceso que la canalizó, fue parte de un desmantelamiento de ciertas instancias e instituciones que en aquel entonces representaban –y que representaron en el pasado- una fuerte voz de denuncia ante medidas de política pública que afectaron negativamente a un sector muy notable y vulnerable en Puerto Rico. A dicha actuación la caracterizó la falta de deliberación sincera, el revanchismo burdo, la discusión superflua, si alguna, y la reducción de las controversias sobre el Colegio a un ámbito hiperjurídico que sirvió de fachada a una idea particular de abogacía que tuvo dicha administración pública en aquel momento. ¿Y qué idea de la profesión legal es la que se desprende de estas normativas aprobadas? Ya volveremos a ello, porque es elemental en un análisis sobre la justificación de la existencia del Colegio.
Así las cosas, y luego del Colegio haber sufrido una afectación económica considerable ante lo que se conoció como la descolegiación, aunque siguió siendo una voz constante de denuncia, como lo fue su participación en la campaña en contra de la limitación al derecho constitucional de la fianza, entre otras, la actual administración gubernamental aprobó recientemente la Ley 109 de 2014 mediante la cual reestableció, entre otras cosas, la colegiación obligatoria para todo abogado o abogada practicante en la jurisdicción de Puerto Rico, y reconvirtió al Colegio en la entidad gremial a regular la profesión legal en la Isla, como había sido el norte de su propia fundación en 1840. De inmediato, miembros del partido de la oposición, el Partido Nuevo Progresista, así como de la Asociación de Abogados de Puerto Rico, presentaron ante nuestros tribunales un recurso en el cual impugnan la constitucionalidad de la Ley 109.
Con suma probabilidad, el caso, que llegó expeditamente mediante recurso de certificación1 ante el Tribunal Supremo, será adjudicado a favor de los demandantes, lo que implicaría que, dependiendo de la fundamentación que se utilice para resolver la controversia, se declararía inconstitucional este intento del gobierno por reestablecer una colegiación obligatoria ante la profesión legal (lo que se podría hacer extensivo mediante obiter dictum a otras profesiones, de hecho). Nada más leer uno de los párrafos de la resolución del Tribunal Supremo cuando declaró en el 2010 no ha lugar el recurso presentado por el Colegio ante la validación de la descolegiación por parte del Tribunal de Apelaciones, para darnos cuenta de ello. En aquel entonces, parte de la resolución del Tribunal concluía lo siguiente:
«La colegiación voluntaria tampoco está en tensión con el derecho constitucional a la libertad de asociación. Const. P.R., Art. II, Sec. 6. Por el contrario, es la colegiación compulsoria de una clase profesional la que crea una fricción inevitable con la libertad de asociación de los afectados. Por ello, esa limitación significativa de la libertad a no asociarse es constitucional solamente si el Estado demuestra un interés gubernamental apremiante que la hace necesaria.” (se omiten citas)2
Con este augurio, y no habiendo variado notablemente la composición de nuestro Tribunal Supremo, es de esperar una decisión adversa para la ley impugnada y, por ende, para el Colegio, a menos que el Tribunal entienda que el Estado demostró un interés gubernamental apremiante respecto a la colegiación obligatoria de todos/as los/as abogados/as, lo que es altamente improbable. No obstante, no es el propósito de este escrito argumentar a favor o en contra de la controversia constitucional que pende ante la consideración del Tribunal Supremo en estos momentos, aunque ya habrá tiempo para ello, sino todo lo contrario. Usualmente controversias políticas de esta índole, y no confundir con proselitistas, se suelen reducir drástica y perniciosamente a un limitado esquema jurídico que lo único que hace es no desvelar los valores ético-políticos que se hallan detrás de la controversia y de las adjudicaciones sobre ella. Este acto de reducción al rústico campo del derecho positivo –sin más– una disyuntiva como la regulación e integración de la profesión legal en nuestra sociedad, sería promover y perpetuar la falta de deliberación seria sobre un tema que merece mucho más. Por ende, independientemente de lo que resuelva el Tribunal Supremo en este caso particular, me es más interesante auscultar qué hay detrás de los detractores y detractoras de la colegiación obligatoria y del Colegio mismo; qué idea de la abogacía es la que voluntaria o involuntariamente promueven. Antes, sin embargo, es preciso delimitar la pertinencia, si alguna, del Colegio en nuestra sociedad.
Para poder adelantar algo en esta encomienda, es preciso tener en cuenta el panorama económico, social y político en nuestra jurisdicción. El escenario es el siguiente. Aproximadamente el 45% de la población de la Isla vive bajo los niveles de pobreza según los estándares del gobierno estadounidense, lo que equivale a decir que prácticamente la mita de las personas en Puerto Rico se encuentra en una situación económica precaria. Las cifras del desempleo no bajan del 13.5% del total de la fuerza laboral que existe en la Isla – con las exclusiones de sectores que ello implica -, y el ingreso per capita en el año 2011 fue de $10, 555.3 Esto demuestra la existencia de amplios sectores inmersos en una situación de vulnerabilidad económica y social que, ya de por sí, es terreno fértil para controversias legales aún cuando no se tenga el poder adquisitivo como para canalizarlas de manera justa y efectiva. En un país con la pobreza que existe en Puerto Rico, y con sectores común y regularmente marginados, constantemente criticados y algunos hasta invisibilizados, es vital la labor de asesoría y asistencia legal para poder disminuir un tanto la espeluznante polarización que existe entre sectores socio-económicos.
De esta forma, y como sabemos, la profesión legal, a partir de su especialización en la discursividad jurídica, ha reservado para sí un monopolio de poder respecto a lo que tiene que ver con el sistema jurídico. Dicho subsistema social, siguiendo a Luhmann en esta descripción, tiende a ser autopoiético y a desarrollar un lenguaje técnico en un particular ámbito de comunicación. De esta manera, la persona investida con el poder de representar a otra ante un sistema judicial o administrativo, o de adjudicar legalmente una controversia, no sólo recibe el privilegio de ostentar el conocimiento técnico de dicho subsistema, sino el poder de influir decisivamente en el mismo. Este es, precisamente, el privilegio que tienen los miembros del gremio de la abogacía, lo que implica, a su vez, la exclusión de los/as demás respecto a la participación directa en este ámbito. Este privilegio, a su vez, debería conllevar en una sociedad que aspira al mejoramiento de la justicia social y a la lucha contra la desigualdad una responsabilidad respecto a ciertos valores relativos a estos dos principios antes mencionados. Es evidente que ante un panorama tan desalentador, donde los conflictos legales suelen avivarse y ser mucho más profusos que en sociedades más equitativas y con mejor calidad de vida, un sector notable de la población que no es parte de ese monopolio del poder jurídico necesite, inevitablemente, y en muchas ocasiones por ley, asistencia de un abogado o abogada.
Es precisamente por esta razón que la profesión de la abogacía no es equiparable a todas las demás profesiones, como suelen expresar comúnmente personas que se autonombran como liberales libertarios o creyentes en el libertarismo. No lo es. Es una profesión sumamente singular que acarrea éticamente unas responsabilidades necesarias en sociedades abiertamente injustas. Negar este enunciado equivaldría a decir que quienes tenemos el monopolio de la administración de la justicia, de los procesos legales y de adjudicación en el país, podemos obviar éticamente las enormes necesidades que tienen las millones de personas legas que no son parte del privilegio que significa ser abogado o abogada. Es decir, dedicarnos a hacer lo que queramos sin ningún tipo de responsabilidad social con quienes no tienen nuestro poder/conocimiento técnico. Rechazar el mismo sería ser indiferente ante las necesidades legales – pero no reducibles solo a la legalidad – de precisamente los/as más que necesitan asesoría y representación legal. Si pretendemos no tener ninguna responsabilidad social como abogados/as – más que las que tenemos como meros ciudadanos/as -, y solo aspiramos a que la profesión sirva de herramienta para la generación de ingresos, ¿dónde quedan los millones de personas que no tienen el capital para costear la tarifa impuesta por un representante de nuestro gremio?
De esta manera, nos acercamos más a la pertinencia que tiene una profesión legal cada vez más integrada ante la necesidad imperante de sectores que hoy no encuentran cómo canalizar sus reclamos ante particulares o ante el Estado. Ello nos hace pensar, de esta manera, en la idea de abogado/a que nuestras facultades de Derecho y las políticas públicas del Estados están promulgando o perpetuando. De esto último no se suele hablar comúnmente, pero la apuesta por la enseñanza pragmática y técnica in extremis que suele caracterizar a las facultades de Derecho, con sus consabidas y reconocidas excepciones, lo que no es exclusivo de Puerto Rico ni mucho menos, van creando un tipo de profesional con el fin de suplir necesidades sociales de su entorno más inmediato. Dichas necesidades pueden ser dirigidas hacia un sector muy poderoso que necesita asesoría para permanecer en su situación económica, social o política privilegiada, o pueden ser necesidades relativas a los amplios sectores desposeídos de privilegios y en condiciones de marginación realmente graves.
Ante las necesidades de los/as más necesitados en Puerto Rico, ¿qué tipo de idea de abogado/a es la que promulgan nuestras universidades y entidades de formación profesional? No es por ser cínico, pero nunca he visto a un socio o socia de alguna financiera pedir en los medios de comunicación ayuda para poder costear una asesoría legal que, a esos niveles, suele costar enormes cuantías de dinero. No obstante, sí he visto a muchísimas personas de escasos recursos prácticamente suplicar para que algún abogado o abogada les explique qué implica el contenido de una carta que les llegó del tribunal o de una agencia administrativa. Al parecer, la necesidades de un sector poderosos están hasta saturadas de asesoría y oferta legal, mientras que las propias de un sector bajo niveles de pobreza o bajo una situación de marginación, se recrudecen e incrementan peligrosamente con el tiempo. A partir del sistema de pruebas estandarizadas, del currículo de estudios, de sus programas extracurriculares, de sus orientaciones sobre empleo, así como de su facultad misma, las universidades deben cuestionarse seriamente si están haciendo lo necesario para suplir las inmensas necesidades de los sectores más desfavorecidos, o si están propiciando un modelo de abogado/a que propenda a ver la profesión como una mera herramienta de generación de beneficios monetarios y de otra índole lucrativa. Tema para seguir discutiendo, y a mucha más profundidad, sin duda, en próximas ocasiones.
Así, habiendo descrito un panorama en el que la necesidad de asistencia legal por parte de abogados/as es tan imperativa, convendría sopesar si preferimos un gremio lo más individualizado (o atomizado) posible, como vendría a ser una idea bastante libertaria y egoísta de la profesión, o uno que propenda a la mayor integración entre miembros de la profesión no sólo para que exista un espacio de comunicación común sobre las necesidades propias del gremio, sino también las de la ciudadanía en su conjunto. Dicho de otro modo, qué idea de abogado/a prevalecerá tanto como política pública del Estado como por parte del mismo gremio togado.
Usualmente se suele escuchar una férrea defensa del Colegio a partir de su historia y de sus importantes contribuciones a sectores necesitados a través de más de un siglo y medio de historia. Sin duda este contexto histórico es más que pertinente y necesario ante una fundamentación del Colegio y, también, de la colegiación de los abogados/as, pero no es suficiente. El Colegio debería ser aquel espacio que falta imperativamente en nuestra sociedad ante una profesionalización cada vez más individualista, proveniente sin duda de una ideología sumamente liberal, y en algunos casos libertaria, y del mercado económico que la subyace. Por eso, si bien es necesario repasar la presencia del Colegio durante la convulsa historia de más de un siglo y medio que ha tenido Puerto Rico, es más imperativo partir de su historia para proyectar no sólo lo que debería ser el Colegio en un futuro, sino lo que debería ser en el presente. De ello depende su legitimidad en nuestro sistema, pues ya su legalidad la decidirán los órganos jurisdiccionales competentes para ello.
Partiendo de la premisa antes mencionada del monopolio del ámbito jurídico que ostenta el gremio de abogados/as, y de la incesante necesidad de asistencia legal que existe en nuestro entorno social, el Colegio debería ser ese espacio inclusivo y democrático que, primordialmente, canalice las preocupaciones y necesidades de los sectores más vulnerables en el país, además de la función clásica de la defensa de los mejores intereses y valores éticos del gremio. Es en el primero, sin embargo, que se encuentra la mayor pertinencia social, y creo que un argumento muy fuerte para establecer su legitimidad. Dicho espacio, principalmente de comunicación y de acción, debe ser el lugar de encuentro de comunicación intersubjetiva entre una profesión creciente cada vez más especializada, individualista e independiente. Ello podría mitigar en algún grado el efecto de una educación y práctica jurídica sumergida en la idea de una profesión liberal comúnmente bajo el manto de la libertad negativa, que implicaría que se disfruta del privilegio en tanto se me impida. Es decir, una profesión liberal entendida en los términos de que se puede hacer lo que se desee, independientemente de los efectos que ello acarree, si ninguna entidad me lo prohíbe. Esta idea de la abogacía conduciría, en efecto, a una profesión tan atomizada – y entre más cantidad más atomización agregada – que, en un mercado liberal como en el que vivimos, podría evitar al máximo aquello que no sea remunerado monetariamente, aunque se necesite profundamente.
Ahora bien, ¿qué idea de abogado/a se promueve con una menor integración y más atomización de la profesión? Y por consiguiente, ¿qué idea de abogado/a se propicia con una mayor y más efectiva integración entre la profesión? Me parece que la respuesta a la primera pregunta es bastante clara. En nuestro mercado laboral, una mayor segregación de abogados/as, así como una mayor atomización de la profesión, propendería a la idea de una abogacía menos consciente de las necesidades sociales y más irresponsables con la atención de estas, con las exiguas excepciones que podrían haber. Mientras tanto, con una mayor integración, muy probablemente, y con un espacio de deliberación y comunicación intersubjetivo lo más inclusivo y democrático posible, es razonable que se propicie una idea de abogado/a más conciente y más expuesto a las necesidades de nuestros sectores más vulnerables. Este último ámbito, en vez de justificarse bajo premisas de libertad negativa, se podría justificar efectivamente con preceptos de libertad reflexiva, también llamada libertad positiva, como la prefirió llamar Isaiah Berlin en su muy famoso escrito Two Concepts of Liberty.
Claro está, para promover esta idea de la abogacía se necesita un Colegio fuerte e incesantemente activo en las luchas sociales de aquellos sectores claramente marginados y vulnerables; un Colegio que no calle bajo ninguna premisa si ante sí llega el conocimiento de acciones u omisiones que necesitan ser denunciadas inmediatamente; un Colegio que cada vez integre más y más miembros en un espacio de inclusividad efectivo; un Colegio compuesto por comisiones activas y fuertes que se inmiscuyan, entre tantas otras cosas, en los procesos legislativos de nuestro país; un Colegio que exhiba el más alto compromiso con todos y cada uno de los sectores menos privilegiados de nuestra sociedad, promoviendo progresivamente una mayor participación de sus miembros en la necesaria ayuda legal – de forma pro bono – que tantos necesitan y que hoy sólo el Estado les brinda la oportunidad, en algunos casos, de comparecer pro se. Por ende, un Colegio que calle o no actúe ante la evidente injusticia y el avasallamiento de sectores vulnerables de nuestro país perderá, de manera muy dramática, legitimidad ante la sociedad y, por tanto, su existencia misma se podrá ponerse en duda. Sin entrar en personalismos fútiles ni en críticas destructivas, todo lo con contrario, en este momento el Colegio tiene el reto de demostrar, no importa la administración que esté en el poder, que es esa voz de los/as que menos tienen; que es ese espacio de canalización de luchas por la equidad y la justicia en nuestro sistema.
Sólo con las características antes mencionadas, en síntesis, creo que una colegiación obligatoria tendría sentido como mecanismo de integración profesional para los abogados/as del país. No obstante, si nos encontramos ante un Colegio que no comparte esas características, es válido lógicamente que se increpe sobre la pertinencia de una colegiación ante un espacio que no funge los objetivos propuestos. He ahí la gran oportunidad que tiene hoy el Colegio, ante una próxima asamblea general y votación de puestos directivos este próximo septiembre de 2014, de vindicarse paulatinamente como defensor activo de la efectiva justicia social y de un sistema de justicia más sensible, eficaz y equitativo. Ha habido muchos silencios muy lamentables y denunciables hace algún tiempo, y ello le ha costado muchas críticas legítimas al Colegio de compañeros/as que, como yo, hemos criticado una actitud pasiva que no debería ser la norma por parte de nuestra institución. No obstante, ello no implica, bajo la premisa de abogacía de la que parto, a abogar entonces por la mayor individualización de la profesión y, por ende, a la menor integración de la profesión, con los efectos negativos que ello ha producido y que podría producir. La autocrítica, en este sentido, que tan necesaria es para la existencia misma de un espacio deliberativo como pretende ser el Colegio, es, en estos momentos, nuestra mejor herramienta para fundamentarnos.
Por lo tanto, analizar la colegiación como una controversia meramente jurídica, despolitizándola – no hablo de proselitismo, todo lo contrario -, y obviando la discusión sobre qué valores ético-políticos subyacen la misma, aunque es una estrategia muy hábil y probablemente muy fructífera de los/as detractores/as del Colegio, eclipsa la idea de abogado/a que podría imponer nuestro Tribunal Supremo compuesto por nueve miembros de nuestra profesión legal. Visión de abogado/a que podríamos auscultar según las propias acciones de nuestro Tribunal Supremo. La entonces Ley 121 de 2009 preveía claramente lo siguiente respecto a las cuotas para abogados/as que no se afiliaran voluntariamente al Colegio:
«Cuando el abogado o abogada opte por no estar afiliado al Colegio de Abogados de Puerto Rico, pagará una anualidad al Tribunal Supremo de Puerto Rico que será transferida para sufragar los gastos de Pro Bono Inc., Servicios Legales de Puerto Rico, Inc., La Oficina Legal de la Comunidad, Inc. y cualquier otra entidad existente o que se creare en el futuro que provea asistencia legal a indigentes en casos civiles. Esta anualidad será de doscientos (200) dólares. La misma solo podrá ser modificada cada cinco (5) años, mediante Resolución del Tribunal Supremo, en la que consignarán las justificaciones para las modificaciones de dicha anualidad. Disponiéndose, además, que el Tribunal Supremo cobrará esta anualidad únicamente a aquellos abogados que opten por no afiliarse al Colegio de Abogados.» (Art. 13, Sec. 10, Ley 121 de 2009).
Me imagino que el objetivo de esta disposición era que el Tribunal Supremo fijara el pago de una cuota anual para que así los/as abogados/as que no se afiliaran al Colegio aportaran $200 anuales con el fin de atender las necesidades de Pro Bono Inc., Servicios Legales de Puerto Rico, Inc., la Oficina Legal de la Comunidad, Inc., y otras entidades de asistencia legal en el ámbito civil a indigentes y personas de escasos recursos. Dicho sea de paso, recientemente las tres primeras entidades mencionadas solicitaron del Tribunal Supremo ser reconocidas como amigas de la corte (amici curiae) ante el pleito sobre la constitucionalidad de la ley que reestablece la colegiación obligatoria. No obstante, y volviendo al tema, pasaron aproximadamente cuatro años enteros y el Tribunal Supremo no fijó jamás una cuota para estas entidades, por más que uno de los principios de la Rama Judicial y del propio Tribunal es favorecer el acceso a los tribunales, por no decir acceso a la justicia, a la que no siempre se accede. Años que, en esencia, el propio Tribunal Supremo favoreció una idea de abogado/a aparentemente no consciente sobre las necesidades de estas entidades que ofrecen sin cobro de honorarios asistencia legal a los sectores de más escasos recursos de Puerto Rico. Esto, sinceramente, no sé cómo se puede explicar ni justificar por parte de los miembros de nuestro más alto Foro, pero ante la necesidad pública tan grande que han tenido estas entidades, a partir del drástico recorte de presupuesto por razón de las cifras del más reciente censo, me parece que no haber fijado una cuota anual de $200 para los miles de abogados desafiliados del Colegio representó una rémora precisamente al llamado acceso a la justicia que tanto vemos en nuestras opiniones y sentencias.
Esto nos lleva a un tema que la profesora y amiga Érika Fontánez Torres ha apuntado acertadamente en las redes sociales, y que es si es deseable o no que sea el Tribunal Supremo el único ente que regule la profesión legal en Puerto Rico. Aunque es tema para discutirlo a profundidad en otra ocasión, es preciso apuntar que con este último dato mencionado podríamos atisbar, así como en sus expresiones recientes sobre la colegiación, una idea de abogado/a que dista mucho de la que se pretende con una mayor integración de los/as miembros de la profesión. Todo lo contrario, al parecer es una idea diluida en el liberalismo mercantilista de las profesiones liberales modernas, es decir, de una idea segregacionista o individualista de la profesión legal. Peor aún, de por sí representa un punto de inflexión el que sea precisamente el Tribunal Supremo quien únicamente regule y sancione la profesión de abogado/a cuando uno de los valores más necesarios de nuestra profesión lo es la crítica consciente y responsable sobre el quehacer jurisprudencial – y de otra índole profesional – de nuestros tribunales y, en especial, de nuestro Tribunal Supremo. ¿A qué grado podrá limitarse ello? ¿En qué medida ello abonará a que más abogados/as se cohíban de expresar críticas legítimas y socialmente necesarias ante las determinaciones de nuestro Tribunal Supremo? Una tema para discutir en el que la propia historia del colegio, de hecho, y de los colegios de abogados/as en Iberoamérica, podría arrojar muchísima luz al respecto.
En fin, en este escrito se ha expresado someramente un panorama social en el que existe una imperante y creciente – actualmente no cuantificable – necesidad de asistencia legal (en su amplia diversidad de ofertas). Por tanto, en este primer hecho se constata que existe una necesidad social que debe motivar al Estado y a otras entidades a intentar mitigarla. Asimismo, también se concluyó que existe un segundo hecho que contrasta con el primero, y es que la profesión legal, específicamente la abogacía, ostenta un monopolio de poder/conocimiento sobre la discursividad jurídica que afecta a tantos/as en el supuesto del primer hecho. Por ende, para mitigar las necesidades de asistencia legal es deseable que exista una profesión legal lo más consciente posible de este fenómeno que afecta a los sectores más vulnerables, como presupuesto principal. Para ello, nos hemos decantado por una idea de abogacía que integre el mayor cúmulo de abogados/as para que, en un ámbito deliberativo y democrático de comunicación intersubjetiva, sean conscientes de la situación y se promulgue actuar sobre la misma. Lo contrario a esta idea de integración sería lo que impera hoy en nuestras instituciones y en el mercado laboral, y es la idea de abogado/a independiente y segregado que se desenvuelve en su profesión sin la necesidad de ser consciente sobre el grave problema de necesidad de asistencia legal que existe. Esta idea, libertaria en el fondo y anclada en la idea de libertad negativa que triunfa en nuestra Modernidad hace mucho, propondría obstáculos a ese ámbito de comunicación que debería crear consciencia en el/la abogado/a sobre el hecho número uno que hemos mencionado.
Así, si preferimos una profesión más integrada en un espacio efectivamente comunicativo, es propio preguntarse si el Colegio podría ser ese espacio. Para ello, hemos descrito en términos generales los presupuestos que el Colegio debería seguir, según las propias normas del Colegio, entre otras fuentes, para legitimarse como la entidad que canaliza la profesión de la abogacía, principalmente con el norte de crear una mayor consciencia de los/as abogados/as de los sectores que más necesidades de atención legal – y de otras índoles – tienen. De no cumplir estos presupuestos, que son los que lo hacen tener una pertinencia social relevante en nuestra sociedad, entonces su propia existencia se tambalearía, sin duda alguna, y su legitimidad quedaría en vilo. No obstante, es deseable que exista un Colegio que represente ese espacio ya antes mencionado, porque lo contrario podría abonar – con toda la influencia social que existe para ello – a una profesión cada vez más egoísta e individualista. Con ello, y es una responsabilidad que nos implica a todos/as los/as abogados/as que creemos en esta idea de la abogacía y en la integración de nuestra profesión en un espacio común, entiendo que se posibilitaría una idea de abogacía más comprometida con los sectores menos privilegiados, así como con las entidades sin fines de lucro que de por sí ofrecen servicios a personas indigentes en ámbitos civiles.
Está en nosotros/as, tanto abogados/as colegiados/as como no colegiados/as, impulsar un modelo de profesión que asuma una responsabilidad directa con la justicia social y con las necesidades sociales antes mencionadas, o promover una idea de profesional que solamente utilice su poder/conocimiento – que yo lo catalogo como privilegio – como herramienta meramente para generar ingresos. Con un espacio en común, y con la estricta aceptación y toma en consideración de la autocrítica y de la disidencia más férrea, entiendo que daremos un paso adelante ante las amenazas heterogéneas a una idea de profesional comprometido con la idea de justicia y cambio social. Con la inercia y con la individualización de la profesión, sin embargo, impulsaremos más profesionales faltos de consciencia social y, por ende, menos responsables con las necesidades legales de nuestros ámbitos más vulnerables. Esta última no es la que deberíamos propiciar ni como gremio ni, tampoco, como política pública del Estado. Así las cosas, no es momento de triunfalismos ni alegrías, especialmente por las proyecciones negativas que razonablemente se vaticinan, sino de un cambio de perspectiva y una atención muy meticulosa y consciente hacia la autocrítica.
- El recurso de certificación es un vehículo procesal que se utiliza para elevar un caso ante la consideración de un foro superior sin haberse adjudicado ante el foro inferior por razones estrictamente excepcionales. En este caso en específico, del Tribunal de Primera Instancia al Tribunal Supremo. [↩]
- Colegio de Abogados v. Estado Libre Asociado et al., Resolución del 17 de marzo de 2011, véase este enlace [↩]
- Para un breve análisis sobre estas estadísticas, véase este enlace [↩]