Por una revolución
En todas mis temporadas de huracanes no había visto una mortificación colectiva tan grande con el gobierno que la de los últimos años. Digo años, no días. Y quisiera decir molestia con el sistema. Pero no. La mortificación es con los individuos. Todavía está mi país muy lejos de reconocer que lo que no funciona es el sistema. Todavía los disidentes no hemos logrado que la aflicción sea para con el sistema. Es más fácil y conveniente achacar nuestros males al fracaso de la clase política. Y también muy cierto. En este dilema del huevo y la gallina, sin embargo, el sistema vino primero. Impuesto.
Ahora mismo el desasosiego de este pueblo es un monstruo grande y pisa fuerte. Esa zozobra por haber errado otra vez en elegir nuestro gobierno. Esa ansiedad de correr desbocado para ningún lado. Ese naufragio de esperanza. Eso lo siente con intensidad un montón de gente en el país a la misma vez, aunque no sea todo el país.
Hasta los más ignorantes registran una inconformidad que quizá no entienden, pero les aqueja. Hay los que comienzan a sentirse incómodos y a preguntar qué pasa aunque sea con el desafío rústico propio de ese estado. Yo he conocido últimamente unos cuantos que se empiezan a sentir ignorantes y no les gusta. Porque ser ignorante no es ser bruto. Querer dejar de serlo es empezar a dejar de serlo.
Quiero ser sensata. Mi instinto me dice que no hay grandes posibilidades de cambios para hacer las cosas de otra manera como quiso creer la mayoría del electorado cuando acudió a las urnas en noviembre. Mi razón me invita a esperar un poco más por iniciativas particulares de gente que ha puesto su confianza en sí mismos al aceptar puestos en este gobierno y que yo reconozco como agentes de cambio. Sabiendo que la tendencia del partido gobernante es a neutralizar la oposición de la izquierda con una participación nominal de algunos cuadros en su gobierno sin que haya intención de variar la política pública para hacerlos efectivos. Sabiendo también que muchos han aceptado sus puestos con la ilusión de poder adelantar algo, alguito aunque sea, hacia el país posible. No todos. Hay los que sencillamente están aliviados de tener trabajo. Y hay los que consideran las dos cosas. Habrá que esperar a ver si sus inquietudes los alejan de acomodarse en el comfort zone.
No estoy para complacer a los profetas del desastre que advirtieron la continuidad del gobierno permanente y ahora se alegran de haber atinado. El “te lo dije” no vale en ningún análisis. Como dice Miguel Rodríguez Casellas, no se trata de un concurso de profetas. El desastre no valida el análisis, repito con él.
Tampoco estoy para el candor. Un país que no quiere rescatarse encuentra siempre la manera de votar por lo mismo. Por gente que haga las cosas de la misma manera y se olvide pronto de por qué y cómo ganaron unas elecciones. Y ese parece ser mi país.
Yo no me conformo. No me conformo como no se conforma el grupito de “los mismos” que reconocemos en todas las luchas, marchas y causas. Y volvemos a ser pocos y creernos muchos. Y a hacer lo mismo, participar en sesiones de autocrítica, y volver a hacer lo mismo. Con lo que tampoco me conformo y me fustigan por decirlo. Aunque yo también soy de ese grupito y estoy orgullosa de ello. Porque ese grupito es el que nos mantiene vivos. Ese grupito es la izquierda de mi país. Una izquierda que funciona. Lo dije en un escrito anterior y me quedó como quería, así que lo repito:
La izquierda puertorriqueña ha impedido la asimilación política y cultural de Puerto Rico por parte del imperio más poderoso del planeta. Ha sido la verdadera y única oposición al capitalismo sea cariñoso o salvaje que sostienen y promulgan los dos partidos conservadores institucionales y nutre la injusticia social y la pobreza que nunca nos ha abandonado. Ha sido el estorbo ideológico constante que ha impedido la explotación y el abuso excesivo de nuestros recursos naturales. Ha sido la fuerza que ha empujado fuera del país el núcleo del aparato militar de la metrópolis. Ha sido la resistencia cultural que nos ha mantenido relevantes como país latinoamericano.
Y sí, para que reviente de nuevo Luis Dávila Colón, es más inteligente que la derecha y está científicamente comprobado. Que sufra.
Por todo lo anterior es que no estoy para dejar de usar palabras por miedo o por recato. Algunos de mis íntimos piensan que mi empeño en seguir usando conceptos como izquierda, socialismo y revolución en mi vocabulario cotidiano es una estupidez. Inconveniente, anacrónico, obsoleto. Inconveniente quizá, pero ¿anacrónico y obsoleto? Para serlo tendría que haberse usado y gastado sin éxito y que yo recuerde en este país nunca se ha discutido en serio una revolución a nivel nacional.
En España se cuaja una, en Ecuador gana otra y en Venezuela se cimenta una. ¿Y aquí es obsoleto? No me jodan.
Dicen que sería más efectiva si dejara de recordarle a la gente que soy socialista. Quizá tienen razón. Pero ¿qué quieren? Esa soy yo y sigo teniendo ganas. Ganas de una transformación radical respecto al pasado inmediato aunque no quieran llamarle revolución. Willie Miranda Marín le llamó ruptura. Marcia Rivera le llama hacer las cosas de otra manera. Yo soy más visceral y tengo ganas de seguir siendo socialista irredenta con guille de revolucionaria. Solo hace falta un 2% para hacer una revolución. Las revoluciones se hacen ahora en la calle sin armas ni sangre y se validan en las urnas sin armas ni sangre. Y se les pone apellido para diferenciarlas del fusilamiento, las metralletas y las granadas de mano. Ahora tenemos revoluciones éticas, revoluciones educativas y revoluciones electorales. Las tres las necesita mi país.
Una revolución ética se resume en una transformación del pensamiento para dejar de poner el dinero por encima del ser humano, atajar el consumismo y la corrupción de los criminales de la economía, entre ellos los legisladores aferrados a sus dietas. Propone cambios profundos a la indiferencia para fomentar de veras los valores de la igualdad, el progreso y la solidaridad.
Una revolución educativa propone desmontar el modelo educativo actual para montar uno nuevo cuyo fin sea erradicar la ignorancia, no solamente el analfabetismo. Va de la mano de la revolución ética para hacer protociudadanos. Un puertorriqueño nos marcó el camino que nunca hemos seguido hacia esa revolución educativa y se llama Eugenio María de Hostos. No me estoy inventando nada. Hay hasta un decálogo de la revolución educativa a escala internacional para que la escuela no sea aula de enseñanza sino de aprendizaje.
Una revolución electoral tiene que ver con sacarnos del sistema electoral perverso que ha trastocado la democracia para poner el poder y el gobierno permanente en manos de las cúpulas de los partidos mayoritarios. Un cambio radical para que el gobierno de la gente no sea un estribillo manipulador de masas. Para legitimar en las urnas el poder de la calle. Para la democracia.
En otro país estaríamos listos para cualquiera de estas revoluciones con todas sus letras. No me engaño. Todas las revoluciones parten del descontento de las clases populares y sin duda ese existe en Puerto Rico en la medida que requeriría cualquier revolución, mas de 2%. Pero otros países tienen elementos con los que nosotros no contamos. Sobre todo en lo que se refiere a la construcción colectiva. A la organización de la disidencia con el fin de una transformación de lo establecido. Y sobre todo también, falta liderato. Eso es tema para otra columna que también voy a apechar sin pelos en la lengua. Baste decir ahora que si es cierto lo que plantea Benjamín Torres Gotay cuando dice que la clase política que nos ha gobernado ha fracasado, también es cierto que la clase política de la izquierda también lo ha hecho. Tenemos más próceres que líderes. Más jefes que líderes. Más protagonistas que líderes.
Por eso la chispa de la revolución en mi país prende y apaga. Prende con una molestia popular generalizada y apaga con el miedo, la indiferencia y la incoherencia.
Yo concurro con todo lo planteado con Marcia Rivera aquí la semana pasada en cuanto a medidas concretas para sacar el país del hoyo. Los diagnósticos están todos hechos. Las soluciones escritas en la pared. Hay que dejar de quejarse y meter mano, como indica Marcia. La pregunta es: ¿cómo? Esperando sacudir la voluntad de los políticos de turno que ya han probado dónde están sus intereses, no vamos a lograr nada de eso. Hay que obligarlos. Y para obligarlos a arreglar el país hay que obligarlos primero a cambiar las reglas de juego. Lo primero que necesitamos es una revolución electoral… ups, perdón, una reforma electoral radical.
La agenda nacional más decisiva de la izquierda en estos momentos debería estar dirigida a luchar por tres cosas a capa y espada, dejando el cuero hasta el 2016 y metiendo toda la presión imaginable en el gobierno de turno para:
- Un sistema electoral de representación proporcional y segunda ronda. Donde las primarias sean obligación y no alternativa de los partidos, donde separemos las elecciones ejecutivas de las legislativas y municipales y donde honremos la decisión de unicameralidad ya tomada por este pueblo. (Que conste que yo no estoy totalmente convencida de esto, pero respeto la opinión de los que votaron mayoritariamente por ella.)
- Una ley de iniciativa ciudadana que permita a la gente legislar desde la calle lo que los políticos electos le niegan. Que con firmas suficientes seamos capaces de convocarnos nosotros mismos a actuar por el país.
- Una ley de revocación que acabe de una vez por todas la letanía de los cuatro años que a quien único le conviene es al gobierno permanente. Ya es un chiste mongo eso de que si lo hacen mal nos desquitamos en las elecciones. ¿Cómo? ¿Votando por un facsímil razonable?
Sé que esto nos obliga a tocar la Constitución. Pero ya esa Constitución nuestra está pasada de que la toquemos para cosas en que coincidimos todos. No para lo que le conviene al gobierno de turno, que ha sido el caso de los pasados plebiscitos constitucionales. Los países que se respetan enmiendan su Constitución cuando es necesario. Aquí y ahora, es necesario.
El gobierno permanente y los políticos de turno se van a oponer tenazmente con una resistencia furiosa. Pues hay que enfrentarlos sin miedo. Porque nada, absolutamente nada va ocurrir en nuestro país hasta que cambiemos las reglas del juego que ellos juegan solos entre ellos y sin nosotros.
Que si hay que tomar el Capitolio, lo hagamos. Lo tomaron en Wisconsin y a nadie se le cayó un canto. No hubo fuerza de choque que enfrentar porque la Policía se unió a los manifestantes.
“Los legisladores nos habían ordenado desalojar el Capitolio a las cuatro horas, pero nosotros sabemos lo que está bien y lo que está mal. De aquí no vamos a sacar a nadie, de hecho vamos a pasar la noche aquí con vosotros“, dijeron los líderes sindicales policiacos a los manifestantes.
Ese trabajo de solidaridad se hizo antes y funcionó. Porque la molestia generalizada hay que organizarla.
Si hay que cerrarle el paso a La Fortaleza por todos los costados y sitiar al Gobernador allí dentro, habrá que hacerlo. Acúsenme de lo que quieran. Ahí tienen el Patriot Act para hacerlo. Pero ya está bueno. No estoy invitando a matar a nadie. Soy de las que creo en morir por una causa, no matar por ella. Pero para eso también hay que atreverse. Si el único respeto que entienden es el miedo, pues que nos cojan miedo.
¿Que estoy invitando a la violencia? No. Yo hablo de justicia. La violencia institucional con manto de ley y orden es más grande y peligrosa que cualquier sit in dentro del Capitolio del pueblo. La violencia es otra cosa. Es la de ellos porque es el miedo a las ideas de los demás. Lo dijo Mahatma Ghandi. Y tratarán de combatirnos con violencia porque lo que se obtiene con violencia solamente se mantiene con violencia. También lo dijo Ghandi. Ellos han violentado todo lo que es decencia y dignidad y con esa misma violencia nos van a combatir. Pues que así sea hasta que ganemos. Yo no hablo de violencia, hablo de justicia y de desobediencia civil con las pantaletas bien puestas.
Puede que yo sea una ilusa y aquí no hay con quien hacer otra cosa que gritar consignas. Entonces perdí. Si luchas puedes perder, si no luchas estás perdido. Eso no me acuerdo quien lo dijo.
Hay que seguir dando las otras batallas, claro que sí. Contra la privatización del aeropuerto, contra el fundamentalismo, por la igualdad, por el status. Pero sin cambiar las reglas de juego estamos fritos. Tenemos que hacer mollero juntos para obligar esta legislación. Que cuando digamos “tenemos que…” lo hagamos verdaderamente a nombre de mucha gente. Que cuando digamos “vamos a…” sea porque vamos todos. Sí, que nos cojan miedo. Ellos a nosotros. De lo contrario seguiremos dándonos contra la pared de los hipócritas que son liberales hasta que salen electos.
De lo contrario tendrán razón los que piensan que este país no quiere reconstruirse. Que hay que esperar a que mueran varias generaciones de sometidos conformes.