Pornoliteratura

Diario de una puta humilde es una versión o mutación triple equis de aquellos relatos de encuentros sexuales furtivos del escritor chicano gay John Rechy, alrededor de los setenta del siglo pasado, autor de textos como City of Night y Numbers. El espacio que media entre ambos es un estupendo arco para estudiar la literaturización de la sexualidad masculina gay en la cultura latina desde los años de Stonewall hasta la era de la legalización del matrimonio gay. Acevedo es un escritor puertorriqueño (poeta, narrador, traductor) criado en Hartford, Connecticut, por una madre Testigo de Jehová. Es un escritor bilingüe, es decir, con dos lenguas maternas. Eso lo distingue de un modo particular de otros escritores puertorriqueños de la isla, porque su bilingüismo (cultural y lingüístico) invade y alimenta de modo profundo la textura misma de su escritura. Creo que Acevedo es al mismo tiempo un escritor puertorriqueño y latino de un modo distinto a un Manuel Ramos Otero, que escribió buena parte de su obra en Nueva York, pero lo hizo en un español monolingüe que aprendió en la isla. El brillo del español de Acevedo, de una precisión a veces quirúrgica, procede de otra sopa de letras, de otro mundo, pero de un mundo otro que es también el nuestro.
El narrador de este Diario, el diario de un secreto implosionado en pedazos por el acto mismo de salir a la luz, relata múltiples encuentros sexuales rápidos y al grano, muchos de ellos en espacios públicos como playas, restaurantes, gimnasios, plazas de recreo, autopistas, estaciones de descanso, duchas, matorrales, piscinas comunales, residencias y baños públicos universitarios, tiendas de video, y a veces, incluso, en una que otra cama de algún apartamento prestado por un amigo de un amigo, o en la casa de algún cliente esporádico recogido en las calles nocturnas de Río Piedras durante el período de un año en el que el narrador se convirtió en bugarrón para pagarse la matrícula de la Universidad. Los mini episodios están contados con una eficiencia clínica, con un acercamiento parecido al del close up en relatos de imagen en movimiento y todos poseen algo de la misma compulsión serial que le ordena al narrador una y otra vez que deje de hacer lo que está haciendo y baje a la playa, entre al baño público o se interne en el parque de descanso de la autopista. El lector termina compartiendo el trance hipnótico que producen los encuentros, como un cómplice arrastrado por la máquina de goce que pone en marcha los episodios.
El hilo narrativo que conecta la serie, que se describe en el título como un diario y en la solapa posterior como un ejemplo de “non-fiction”, parece ser al principio un relato de culpa y redención. El novio del narrador, Benji, lo sorprende con las manos en la masa en la zona de descanso del Monumento al jíbaro, el conjunto escultórico enclavado en la justa mitad que divide la autopista Luis A. Ferré entre San Juan y Ponce. Sin embargo, lo que termina ocurriendo, si algo ocurre aquí fuera de la compulsión serial de repetición, es muy distinto. Estos textos, muy endeudados con la gran tradición hispánica del relato picaresco desde su misma estructura episódica, se encuentran en la bifurcación misma de las dos tendencias originarias del género desde el renacimiento.
Por un lado está la manera de El Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, donde el narrador cuenta las andanzas del pícaro desde el futuro de su arrepentimiento y conversión cristiana, lo que le da licencia para entrar en la crudeza de los sucesos, porque todos están bendecidos por el manto de su cambio de vida. Por otro lado, está la manera anterior, igual de poderosa, aunque menos imitada, de El lazarillo de Tormes, de autor anónimo, en la que el narrador hilvana los episodios para defenderse de una acusación de adulterio ante un supuesto Vuestra Merced que nunca se materializa en el relato. En El lazarillo la estructura es legalista, más pendiente, de hecho, de la trampa que de la ley, bastante carente de una dimensión ética, moral o religiosa. El Diario de Acevedo empieza al estilo de El Guzmán, pero va olvidando, o más bien aparentemente liberándose, del fardo de la culpa que lo sorprende en el Monumento, se desentiende de la trama anclada en el arrepentimiento y termina más al modo de El lazarillo. Según prospera la trama, el conjunto de los episodios funciona como una justificación legalista, bastante new age, por cierto, de la promiscuidad compulsiva o adicción sexual como un encuentro de los átomos del universo, que los cuerpos sexualmente excitados ponen en movimiento como los agentes catalíticos de una especie de consumación sublime del eros molecular. No nos queda claro hasta qué punto esta versión sublime logra borrar o disipar la culpa de ese momento en que el narrador es atrapado por la mirada de su amante Benji. Ese momento, único en todo el texto, en que el personaje del narrador está verdaderamente desnudo, es el anzuelo ambiguo del arranque de la narración. Uno solo está desnudo para la mirada del Otro, y en estos mini relatos los amantes que se suceden aparecen como objetos para la mirada del narrador. Solo el narrador existe para la mirada de Benji. A lo largo del Diario Benji mira, nos mira y los lectores decidimos si queremos o no mirar con él.

Diario de una puta humilde es una extraordinaria, casi deportiva radiografía de la desvergüenza, convencido de su capacidad de transformar al lector, si no lo es ya al principio, en un lector pornográfico, presumiblemente igual de infectado por el virus del goce, –tan nefando y poderoso, como el narrador está infectado por el virus del HIV. De cierto modo, la experiencia de escritura es una manera de enfrentarse al poder de ambas cargas virales. El peso de la mirada de Benji, el amante traicionado, nos invita también a leer los textos desde la reiterada experiencia de la pérdida de la inocencia, lo que deja, por lo menos a este lector, entre sobrecogido y macerado, quizás en el fondo invadido de ternura ante la obcecada insensatez de un niño tan depravado. Podría decirse que la experiencia de lectura es el efecto del ambiguo y conflictivo entrecruzamiento de ambas miradas, de ambas picarescas, y del reto que el texto le impone al lector para que asuma el peso y el talante de su propia caracterización. El narrador deja claro que lo que mueve el hilo narrativo no es otra cosa que un ejercicio de rigurosa honestidad. “[L]a honestidad se trata del contenido. No hay honestidad en la forma.” Esta aseveración, tan tajante como muchas de las opiniones del narrador, podría replantearse del siguiente modo: hay una honestidad consciente en el contenido, que alberga las buenas o malas intenciones del narrador, pero hay una honestidad aún mayor en la forma, según el inconsciente atrapa el relato en las redes de la repetición serial compulsiva. A la literatura europea le costó mucho desasirse de esa forma, la forma episódica, en la que un único narrador protagonista se encuentra con distintas aventuras a lo largo del relato. Cervantes lo logra en El Quijote, y su novela se convierte en el mejor ejemplo barroco de la síntesis del relato picaresco con la trama épica. El resultado es la invención de la novela moderna.
Hay un elemento fundacional del barroco que este texto despliega con pasión. La mirada barroca vive apasionada por verlo todo, lo que Christine Buci-Gluksmann ha llamado la folie de voir, la locura de ver. Este gesto barroco lo comparte hoy de un modo patológico la pornografía. La pornografía, igual que el barroco, lo tiene que ver todo, acerca el lente de su cámara hasta los escondrijos más secretos del cuerpo, en este caso, el cuerpo del acto sexual, para delatarlo y sacarlo a la luz. La estudiosa de la pornografía Linda Williams ha acuñado el término on-scenity para contraponerlo a ob-scenity. Lo que antes era obscene, obsceno, define lo pornográfico como todo aquello destinado al espacio privado, fuera de escena, off-scene , que invade el espacio público. Hoy día vivimos en un mundo muy distinto al de la mera obscenidad. Para muestra, uno solo de los portales de pornografía en la Internet, Xvideos, recibe más de dos billones de descargas mensuales. Se calcula que el treinta por ciento de todas las visitas a la Internet ocurre en portales pornográficos y que más del noventa por ciento de los usuarios varones jóvenes ha visitado más de una vez un puerto pornográfico. Ya no queda nada, en palabras de Linda Williams, “fuera de escena” en la pornografía, el secreto ha ido despareciendo y reapareciendo on scene, en el medio mismo de la escena pública de un modo apabullante. La locura de ver ha convertido lo privado en un mero escondrijo transitorio de lo público.
Quizás ningún sector se haya visto afectado de un modo más directo que el sector LGBTT ante esta aplastante estadística. Para muchos, la experiencia erótica homosexual era una experiencia fundamentalmente furtiva, privada, clandestina, un encuentro oculto robado a los inclementes reclamos de la normatividad, algo que hacíamos a escondidas, resguardados por el ruido del motor de un tren o de una empalizada de arbustos en un recodo del parque o de la playa. Era, de tantos modos, una cultura del secreto, armada en y a través de la factura misma de la clandestinidad. El espacio del deseo clandestino terminó dotando al acto sexual de una carga aurática, incluso trascendente, como si se tratara de un acto inherentemente religioso y político, poseedor de una autonomía paralela a la del amor, que tanto prestigio posee en la cultura y en el arte. Escritores y críticos como Leo Bersani y Lee Edelman han propuesto que lo político en las comunidades LGBTT consiste precisamente en la posibilidad de rescate de ese fondo prohibido del deseo homosexual, en la recuperación de ese nexo entre el goce y el crimen que se articula tan sugerentemente en las novelas de Jean Genet.
En este sentido Diario de una puta humilde es un texto curiosamente ejemplar de la cultura del on-scenity. Sin embargo, aunque se propone como pornografía sin ambages, hasta el punto de querer producir en el lector muchos de los complejos placeres del género –como, por ejemplo, la excitación corta e intensa seguida del aburrimiento y el hastío– su ruta es en última instancia otra. La pornografía posee un fuerte componente ritual, está hecha para producir excitación, un tipo de arrobo no demasiado lejano del religioso, y por ello, aun cuando su difusión es monstruosamente masiva, su recepción es casi estrictamente personal, como si se tratara de un encuentro místico. Usualmente, la pornografía de imagen en movimiento está hecha para un espectador solitario en estado de aguda concentración y arrobo. Por otra parte, la experiencia en sí del espectador de pornografía, sobre todo el espectador masculino, se compromete con la producción orgásmica como pago, o como ofrenda. Ese circuito obligado entre rito y producción parece estar a la raíz de la experiencia, como si se tratara de una permutación de un acto sagrado religioso en un acto sagrado de mercado.
Habría que preguntarse, ¿a qué mercado aspira Diario de una puta humilde postrar el producto de su ofrenda, cuál es su verdadera ruta? El hecho de que forme parte de la colección editorial Erizo, (en la que el mismo Acevedo ha publicado también el poemario Empírea: saga de la nueva ciudad) una de las mejores editoriales literarias recientes, le abre a estos textos otras posibilidades de lectura y otros lectores. Sloterdijk ha propuesto que la cultura occidental no es otra cosa que el recuento de los conflictos entre distintos clubes de lectura a través de los tiempos. ¿A qué club de lectura aspira a pertenecer este libro? ¿Logrará, en el proceso, recibir su carnet de membresía? Una pista en esa dirección sería la reciente mención que recibió el libro en la última premiación del PEN club, compartiendo el premio con nada menos que Rosario Ferré.
Creo que se puede decir, sin temor a equivocarnos, que este Diario no aspira a circular por los espacios consabidos de la pornografía de masas, aunque tuvo una vida anterior de circulación electrónica por las redes sociales, que no es exactamente lo mismo, pero tampoco tan distinto de la circulación pornográfica. De hecho, esa doble vida del texto sugiere permutaciones importantes en la definición de lo que constituye hoy día un escritor, un intelectual público, o un artista. Salvadas las diferencias, podría decirse que los opúsculos recientes en las redes sociales de un Miguel Rodríguez Casellas, uno de nuestros escritores jóvenes más provocadores, constituye, a su modo, un ejercicio de porno-crítica, la crítica entendida como develamiento o desnudamiento violento del inconsciente de la mediocridad en la cotidianidad política puertorriqueña. Aunque la ideología sea radicalmente distinta a la que suele caracterizar el relato porno masivo, la porno crítica se vale de los recursos de la desvergüenza para cuestionar precisamente la pérdida de la vergüenza. En cierta medida, mucha de la producción cultural que aparece en libros hoy día es el resultado de prácticas migratorias que se originan en las redes sociales e invaden los medios más tradicionales, o de permutaciones de formas masivas de comercio social que reaparecen en el interior mismo de la cultura del libro.
Hoy día la pornografía, o más bien, la mirada pornográfica, lo invade todo. Se habla, incluso, de pornografía de bienes raíces, en programas como Million Dollar Listings, pornografía suburbana, como la serie de Real Housewives. Podría decirse que el canal Bravo es, de hecho, un canal pornográfico, dedicado a la pornografía light del mercado del lujo. Incluso una serie tan elegante y fina como Downton Abbey, de PBS, podría verse como un pretexto para que la cultura de la democracia neoliberal norteamericana se permita un regreso anacrónico –sucio– a la aristocracia feudal británica, con esa arquitectura tan transparente de la división de clases (arriba viven los amos y abajo los sirvientes) de la que supuestamente Estados Unidos se apartó con la fuerza de una guerra separatista.

La relación entre la pornografía y el secreto es elusiva, polimorfa y difícil de reducir a la mera clasificación. ¿Qué es lo que realmente quiere ver el que lo quiere ver todo? Por ello, resulta fascinante que este texto, Diario de una puta humilde, aspire a implosionar su pornográfico secreto en el húmedo interior de la comunidad literaria puertorriqueña, bajo el auspicio de la red íntima de nuestra intelligentsia posmoderna. Este libro aspira a respirar el mismo aire y compartir el mismo mundo por el que campean ya con bastante comodidad Manuel Ramos Otero, Mayra Santos, Yolanda Arroyo Pizarro o Luis Negrón. Podría decirse que ambos textos, Mundo cruel y Diario de una puta humilde, con tesituras muy distintas, proponen para el lector nuevas cartografías, nuevos mundos trazados, dibujados por un escritor re-definido ahora como geógrafo urbano. Sabemos hasta qué punto la geografía cartográfica es un producto de las incontinencias continentales de la mirada imperial, la gran mirada porno-barroca de la modernidad. Es esa la mirada que dibuja y desdibuja las fronteras de las naciones, las topografías, las fuentes fluviales, los estuarios, las comarcas. El nuevo geógrafo supremo de la mirada imperial se llama hoy, por supuesto, Google Maps.
Todavía está por verse qué sucede cuando son los propios “nativos”, los habitantes de los escondrijos secretos de la ciudad, los que sacan a la luz aquello que había crecido al amparo de la penumbra, reclamando, en el proceso, el derecho a los derechos que concede la ciudadanía, incluido el derecho a la ciudadanía en la república de las letras. ¿Qué sucede cuando un secreto se convierte en un secreto a voces? ¿Sigue siendo secreto, le queda vida en el tumulto del vocerío? ¿Qué decir de ese alevoso acto exhibicionista, de esa resquebrajadura de la húmeda cueva de la privacidad? Propongo un verso interrogativo de Julia de Burgos, cuyo centenario comenzamos a celebrar, como una profecía tan estremecedora como prometedora, de estos tiempos: ¿Qué me queda del mundo, que me queda?