Prometo que incumplo
“Cada 4 años aparecen, cargando niños por el barrio. Prometiendo, saludando. El voto buscando (y robando). El voto buscando (y engañando)”. -Rubén Blades/Déjenme reír.
Alejandro García Padilla confrontó el primer reto a su autoridad como gobernador, cuando algunos legisladores electos por su partido trataron de frenar su promesa de reformar la Legislatura para restituir la figura del legislador ciudadano y eliminar el sistema de legisladores “profesionales”, implantado por la Administración Rosselló. Ante tal intentona de amotinamiento, la cual incluyó al Presidente del Senado que sentenció que tal promesa “no estaba escrita en piedra”, el Gobernador tuvo que ejercer una enorme presión sobre aquellos, para evitar que le impidieran cumplir con su palabra, a días de tomar posesión. Afortunadamente para el país, en esta ocasión, el Gobernador demostró contar con la firmeza y con la fuerza política necesarias para mover a sus legisladores a cumplir con ese loable compromiso programático.Tristemente, el debate público sobre el asunto giró casi exclusivamente sobre la discusión de si el Gobernador contaría o no con suficiente fuerza como líder de su partido, para imponerse a los miembros de su delegación en la Legislatura. No obstante, ese no es el verdadero problema de fondo. El verdadero problema es que no contamos con mecanismos legales que nos permitan obligar a los gobernantes a cumplir con sus promesas de campaña. Ello, con la consecuencia, no solo de que se pierde control de la ciudadanía sobre los políticos una vez son electos, sino que, además, se generan campañas colmadas de promesas falsas, irresponsables e incumplibles, con el único objetivo de engañar al pueblo en la obtención del voto.
Nuestra historia política reciente no puede ser más elocuente en cuanto a la necesidad de contar con mecanismos formales para obligar a los representantes electos por el pueblo (a la Legislatura, la gobernación o los municipios), a cumplir con aquellas promesas efectuadas para conseguir el voto mayoritario de la población. Acevedo Vilá aseguró que no impondría una contribución sobre el consumo, y luego implantó el IVU. Fortuño prometió que no despediría empleados públicos, y lo primero que hizo fue despedir sobre 25,000. Rosselló, quien acuñó el lema de que “el pueblo manda, y yo obedezco”, jamás aceptó sus derrotas plebiscitarias, ni cumplió su compromiso de inhabilitar a los acusados de corrupción para mantenerse en su gobierno. En cada ocasión tuvimos que tragarnos esos cambios de posturas, pues estamos huérfanos de recursos en ley para compeler a los políticos electos a que cumplan con los compromisos asumidos durante la campaña electoral. Definitivamente, depender de la buena voluntad de los gobernantes no es suficiente.
En su retórica electorera los políticos se llenan la boca hablando del “mandato1 del pueblo”. Sin embargo, solo respetan ese “mandato” limitadísimamente con relación a la determinación de los electores de delegarles a sus personas individuales el derecho de representarles y de administrar la cosa pública durante cada periodo de gobierno. No lo respetan, en cuanto a reconocer que ese respaldo se obtuvo en función de los ideales y principios programáticos que alegan representar. Situación muy irónica en cuanto los legisladores, pues se ha documentado que la generalidad de nuestros electores desconocen quienes son la mayoría de los legisladores por los que votaron.
La realidad es que las elecciones no producen propiamente ningún “mandato” popular en sentido imperativo, sino una mera delegación de autoridad. En ese aspecto, nuestra democracia se limita a que el pueblo escoja cada 4 años a quienes delegarle el poder de administrar el gobierno insular, en un acto carnavalesco donde la ciudadanía simultáneamente ejerce y renuncia su derecho de participación. Ello es así, pues para todos los fines legales, esa delegación es una efectuada a la persona que recibe el voto, y no a las ideas que él o ella alegan defender, o al plan de gobierno que prometen promover.2 Por ley, los escaños le pertenecen a las personas electas, aunque cambien de partido, de ideales o de principios. Una vez electo a un escaño, el político adviene dueño del puesto, y no podrá obligáserle a cumplir con sus compromisos (ni removerlo por no hacerlo), aunque dé un giro de 180 grados en sus posturas. Mediante el acto de emitir su voto para delegar su representación a ciertos individuos personalmente y de forma abierta o irrestricta; el elector pasa en un instante de sujeto activo de la democracia, a ser objeto pasivo de la misma.
Desde el punto de vista de la ley, los programas de los partidos no constituyen ofertas contractuales a la ciudadanía que al ser aceptadas mediante voto mayoritario les obliguen a su cumplimiento.3 Tampoco las promesas públicas de los candidatos o candidatas se consideran declaraciones de voluntad que les sujeten a su cumplimiento para no defraudar la confianza de quienes en atención a las mismas decidieron votarles. Sin embargo, cuando ocurren conductas similares entre personas privadas, entonces sí que el que pretende burlar la confianza depositada por el otro en lo prometido, puede ser obligado legalmente a responder por su incumplimiento.4 Mientras a los ciudadanos privados no les es lícito violentar la confianza de terceros, obrar de mala fe, o actuar en contra de sus propios actos o declaraciones de voluntad; a los políticos se les permite ese tipo de conducta sin que ello tenga consecuencia jurídica alguna. Eso hasta se espera de ellos, como si fuera natural que las elecciones sean una gigantesca tomadura de pelo a los ciudadanos. Contrario al citado lema rossellista; “Prometo que incumplo” o “No se haga tu voluntad, sino la mía”, constituyen la verdadera esencia de nuestro proceso electoral.
La falta de circunspección y de obligatoriedad de las promesas electorales son caldo de cultivo para la decepción, el cinismo y los altos niveles de abstención electoral en las democracias representativas. Ese sistema de delegación general y casi irrestricta que concede autoridad jurídica a las y los gobernantes para decidir unilateralmente cómo actúan, con independencia de la voluntad expresada por sus electores en las urnas; promueve una disociación entre gobernados y gobernantes que resulta incompatible con la retórica del “mandato del pueblo”. Que el único remedio que tengamos los ciudadanos sea el negarle el voto en una futura elección (si vuelven a postularse), a quienes incumplen sus promesas programáticas luego de electos, nos parece un mecanismo claramente ineficiente, e indigno de cualquier sistema donde teóricamente es el pueblo el que ostenta la soberanía.
¿Cómo podemos promover una democracia más eficiente y receptiva a la voluntad del pueblo respaldando un determinado programa de gobierno? ¿Cómo evitar que nos descarten después de que votamos, alegando que las promesas “no están escritas en piedra”? Entendemos que para ello, habría que contar con algún precepto de ley que establezca la obligatoriedad de las promesas de campaña de los políticos, así como de los compromisos programáticos de los partidos, y a base del cual la ciudadanía pueda requerir que se obligue a los gobernantes a cumplir con lo prometido.
En un artículo anterior tocamos la teoría de democracia representativa de carácter “obedencial” que viene emergiendo con el surgimiento de nuevos movimientos sociales en Latinoamérica, entre otros, a la luz de la experiencia zapatista en Chiapas. Pues precisamente como producto de esas luchas, a finales del 2004 fue enmendada la Constitución del Estado de Chiapas y en la misma se incluyeron dos disposiciones noveles en cuanto a lo que había sido la experiencia constitucional en nuestro continente. Allí, se estableció el reconocimiento de la verdad como principio rector del proceso electoral, y el derecho de los ciudadanos a exigir de los servidores públicos electos que cumplan con sus propuestas de campaña. Mediante tal combinación, se busca evitar que los partidos realicen promesas incumplibles, y garantizar que en cuanto a aquellas que lo son, se torne obligatorio su cumplimiento. La legislación electoral se encarga de estructurar los mecanismos que garantizan la ejecución de esos derechos.5 Como menciona Chacón Rojas:6
Deben encontrarse mecanismos al efecto de avanzar en la profundización democrática y eso pasa por generar mayores controles del votante común sobre sus gobernantes…. Mientras tanto, debe valorarse la propuesta contenida en la Constitución de Chiapas de crear un organismo autónomo que supervise el desempeño de los gobernantes, verifique sus decisiones y emita recomendaciones para garantizar que los compromisos electorales le sean cumplidos al ciudadano. En efecto, en aras de restituir la credibilidad de nuestro sistema democrático, no debe soslayarse la importancia de obligar a los gobernantes a que se comprometan con un programa, con el cumplimiento de sus compromisos, a buscar dejar a un lado las propuestas inalcanzables que nada más alientan falsas expectativas entre los ciudadanos, a que se privilegien las campañas de propuestas. Con esta misma lógica, si los gobernantes se ven en la necesidad de replantear sus compromisos en aras de favorecer el bien común, deberían estar obligados a pasar el filtro de la consulta ciudadana e imponerse sanciones a su partido político que impacten ya sea en sus prerrogativas o en su participación en futuras elecciones.
Ese debiera ser el camino a seguir en el desarrollo de una efectiva democracia en Puerto Rico, si es que algún día aspiramos a que las estrofas de la canción de Rubén Blades que sirven de introducción a este artículo, se conviertan en cosa del pasado. Es decir, legislar para incorporar en nuestro país disposiciones similares a las de Chiapas.
Mientras tanto, resulta una alentadora alternativa para iniciar cambios en esa dirección, el mecanismo utilizado por la nueva alcaldesa de San Juan, Carmen Yulín Cruz, de suscribir acuerdos de compromisos preelectorales. Tales acuerdos no constituyen una mera promesa unilateral o abierta; sino que son compromisos formales asumidos por la entonces candidata con representantes de comunidades organizadas, para beneficio de las mismas, sujeto a que ganara la elección. Tal tipo de acuerdo, entendemos que en su día podrán ser objeto de requerimiento judicial, en el caso hipotético de que de algún modo la nueva Alcaldesa pretendiera desentenderse de los mismos. Decididamente, tales acuerdos constituyen un paso firme en la dirección correcta. Por eso, en San Juan, tenemos razones para albergar la esperanza de que, efectivamente, “el poder esta[rá] en la calle”.
- En estricto derecho, conforme al artículo 1600 del Código Civil de Puerto Rico, un mandato es aquel contrato mediante el cual una persona e obliga a prestar algún servicio o hacer alguna cosa, por cuenta o encargo de otra. Dispone el artículo 1610 que [e[n la ejecución del mandato ha de arreglarse el mandatario a las instrucciones del mandante. [↩]
- El teórico francés Bernard Manin ha descrito cómo el referido sistema de delegación de poder que actualmente es aceptado como consustancial a los sistemas democráticos, surgió precisamente como una medida aristocrática y elitista en oposición a modelos mas democráticos y participativos de gobierno. Entre los elementos elitistas de ese sistema se encuentra el carácter no obligatorio de las promeses de campaña. Manin, B. The Principles of Representative Government, Cambridge: Cambridge University Press, (1997). [↩]
- No obstante, en el ámbito del derecho privado, conforme al Código Civil en su artículo 1206, existe un contrato desde que una o varias personas consienten en obligarse respecto de otra u otras, a dar alguna cosa o prestar algún servicio. El consentimiento, añade el artículo 1214, se manifiesta mediante el concurso de oferta y aceptación sobre la cosa y la causa del contrato. [↩]
- En el ámbito del derecho privado en Puerto Rico se ha reconocido la declaración unilateral de voluntad como fuente de obligación. Para que esta genere una obligación exigible se requieren las siguientes circunstancias, a saber: «(1) la sola voluntad de la persona que pretende obligarse; (2) que dicha persona goce de capacidad legal suficiente; (3) que su intención de obligarse sea clara; (4) que la obligación tenga objeto; (5) que exista certeza sobre la forma y el contenido de la declaración; (6) que surja de un acto jurídico idóneo, es decir, que otro actúe de forma particular confiando en la misma; y (7) que el contenido de la obligación no sea contrario a la ley, la moral ni el orden público». Ortiz v. P.R. Telephone Soto, 162 D.P.R. 715 (2004); International General Electric v. Concrete Builders, 104 D.P.R. 877 (1976); Ramírez Ortiz v. Gautier Benítez, 87 D.P.R. 497 (1963). [↩]
- Para una análisis profundo de las disposiciones en cuestión véase, Oswaldo Chacón Rojas; Cumplimiento de Compromisos Electorales y Democracia a la Luz de la Constitución de Chiapas; Colección Temas Selectos de Derecho Electoral, núm. 4; Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación; México; 2008. [↩]
- Id. [↩]