Querida Asamblea
Por esa capacidad que tiene el deseo ajeno de cobijarse en el nuestro es que un amante de la vida encontró un día en una playa brasileña a un pequeño pingüinito moribundo y lo llevó a su casa. De ese gesto que supuso en el otro la voluntad compartida de seguir viviendo ha surgido una extraña amistad que desafía kilómetros de océano para repetir insólitas cotidianidades. Por esa misma capacidad de reconocer la angustia ajena en la propia es que un pueblo tan agobiado como el griego ha socorrido a cientos de miles de refugiados sirios que comienzan en sus playas una peregrinación incierta. Por el deseo íntimo de encontrar algo que hacer, o al menos algo que evitar, es que más de 3,000 estudiantes del Recinto de Río Piedras se congregaron en una enorme asamblea multicelular el pasado 15 de marzo.
Decía Ernesto Laclau que las múltiples revoluciones democráticas de nuestros tiempos, esas que seguirán demandando nuevas igualdades, son frutos de una onda expansiva que comenzó en Francia durante la explosión de acontecimientos que fue aquel 1789. Esas ondas alcanzaron nuestras orillas caribeñas en 1791 con la revuelta de los esclavos de aquellos mismos franceses que proclamaron en París la igualdad, la libertad y la fraternidad para (casi) todos. La colonia azucarera de Saint-Domingue, tan buena discípula de sus padres detractores, abolió la esclavitud y se proclamó la república de Haití en 1804, la segunda en la joven historia de las Américas. Malograda desde el inicio la fraternité republicana, aún resurge con distintos bríos la voluntad de la egalité y la liberté del viejo ideario tripartita. Tenía razón Tocqueville cuando afirmaba en La Democracia en América que era muy difícil «concebir a los hombres como eternamente desiguales entre sí en un punto e iguales en otros». La igualdad va percolando todo lo visible. Por eso es que los súper ricos y los súper poderosos de nuestros tiempos se reúnen en el más crudo invierno en el minúsculo pueblito de Davos, Suiza, allá en la frontera con Austria, en un paraje a miles de metros sobre el nivel del mar, rodeados de los picos de los Alpes y en los que se inspiró Thomas Mann para escribir su novela La montaña mágica. Solo en un paraje así, perdido y cubierto de un manto espeso de nieve, puede cobijarse semejante nivel de desigualdad. Porque la igualdad en nuestros tiempos ya no se contenta con proclamas. Somos todos pos-ilustrados. Se construye, según Mouffe y Laclau, desde abajo, políticamente, reconociendo la dura equivalencia de la falta que late en nuestros deseos.
En estos tiempos de deriva, para insistir en la metáfora oficialista del barco-isla que no se ha cansado de pedir auxilio, nos faltan todo tipo de fondos. Entre nuestros desfalcos más acuciantes está la ausencia de las mínimas reservas de confianza necesarias para continuar abandonando a las puertas de nuestras instituciones un mal apañado bien común. Tampoco estamos para las liturgias de los sacerdotes de la razón que insisten en que el gobierno de lo humano se consigue a través de la sana administración de las cosas. Ni para la sosera de los consabidos llamados a la unidad y al sosiego, que es solo otro modo de ignorar que el descalabro que aún se avecina tiene responsables. Responsables de todo tipo: responsables criminales, responsables frívolos y cuanto menos, responsables panglosianos.
En este mundo donde no queda espacio para proclamas solemnes, ni para credos infantiles, ni para votos de confianza, la única práctica política que se diferencie de escoger un jabón para la hora del baño es salir al encuentro con el otro y escuchar lo que le falta. Habrá que ser paciente. Se trata de un mundo en el que se multiplicarán las carencias y nos faltarán las palabras para describirlas. Se trata también de permitir que el deseo ajeno tenga resonancia en el propio, prestando atención a sus diferencias sin dejar de reconocer en ambos la inalienable igualdad de la falta. Somos iguales en tanto carecemos. ¡Estupendo logro del 1%! Si conseguimos apalabrar nuestras carencias —tarea nada fácil para quienes han vivido en regímenes de silencio—, si podemos hacerlas convivir sin que tengan más en común que el no obtener remedios, podremos construir juntos una frontera frente al que insista en ignorarnos o desautorizarlas. Ante la letanía de los funcionarios del «siempre no por que no hay» o los del «no se puede porque ya estábamos desbordados antes de que usted llegara», podemos ir construyendo un sendero con la insistencia en ver los números —todos los números—, con la imaginación puesta en otras medidas, otras; con la firmeza de hacer saber que no vamos a desaparecer para evitarle a alguien alguna que otra pequeña molestia. Si el discurso de la escasez es la única justificación para el exilio de nuestras pequeñas faltas, la redistribución de lo que sí hay, de lo que está a la vista, es la única respuesta. Se trata de sustituir la tecnocracia del NO, por la política del vamos a ver juntos cómo le hacemos. Esta es la manera como llegan a nuestros días y a nuestras aulas las reverberaciones de una viejísima onda expansiva que tiene aún cuentas por saldar.
El 15 de marzo, en un largo turno de reclamos, los estudiantes sumaron a las mociones que quieren erradicar de la universidad el discrimen, el acoso y la violencia de género, las que piden auditar las finanzas institucionales, las que solicitan alterar el orden de prelación de pagos que la Constitución establece y las que buscan que haya fuentes de agua donde rellenar las botellas que invariablemente se vacían. La sed de unos se sumó a las impaciencias de todos. En el desierto del ultimátum que el representante Sensenbrenner nos dejara —»Es la junta o nada»— en la universidad se expresa claramente la voluntad de multiplicar los espacios para escuchar la nada. Frente a la imposición de una junta que viene a rematar los activos del país para pagar una deuda que, según doña Melba, no tenemos recursos para auditar, los estudiantes ofrecen los nuestros. Frente a las lamentaciones de un gobernador plañidero y más que dispuesto a ponernos a expiar todos los pecados con la aceptación del dictamen ajeno, la universidad dice que puede gobernarse mejor a sí misma. Frente al tapabocas que un experto en finanzas internacionales, un tal Porzecanski, nos propinara al recordarnos lo que nadie olvida, que nunca es momento para estar hablando de soberanías, los estudiantes nos recuerdan en su asamblea que cada una de ellas, además de querida, es siempre soberana.