Reversos (cuatro metáforas pictóricas)
“Durante algún tiempo la pintura estuvo flotando ante mis ojos e hizo que la mayoría de las cosas parecieran más luminosas, más cálidas y más simples que de costumbre; y también hizo que algunas cosas parecieran tontas; y otras erradas, y otras correctas y más llenas de sentido que antes”
–Virginia Woolf
En el siglo XVII, Cornelis Norbertus Gyjsbrecht (Amberes, 1630–1675) pintó Cuadro al revés. Un óleo bastante atrevido para su tiempo por su desafiante conceptualización, además de asumir una intención muy específica como elemento lúdico para retar al espectador. El cuadro debería ser expuesto directamente sobre el suelo para que el público sintiera la urgencia de darle la vuelta y descubrir la representación “frontal” de la pintura. Las personas, al voltear la obra, encontraban una simple tela estirada sobre el bastidor. En ese momento, el espectador se daría cuenta de que la obra era precisamente la representación mimética del reverso de una pintura, dice Victor I. Stoichita:El tema de este cuadro es el cuadro como objeto. Lo que el espectador ve es una pintura. Esta pintura representa una tela y un bastidor. Se ven los clavos que los fijan entre sí. Vemos la sombra de los clavos sobre el bastidor, la sombra del bastidor sobre la tela, las juntas de la madera, la textura del lino […] Esta imagen es nada y todo al mismo tiempo. [1]
Pero si esta representación es nada y todo al mismo tiempo, si es un signo absorbido por la acción de algo que clausuró de cierta manera la pintura, pero sin adjudicarle un fin, sino que propone más bien una huella entendida como una ausencia presente, tal vez deberíamos replantearnos entonces la idea de la representación pictórica como un signo de una significación ausente; como si hubiera un origen desaparecido pero que en esencia nos dice que la ausencia/presencia de ese origen es el origen en sí mismo. Una dualidad que parte de una presencia “retirada” desde dos principios contradictorios, pues el signo del bastidor representado nunca confina su presencia a una mera representatividad de su significante “ausente”.
En la primera década de este siglo el artista Vik Muniz (São Paulo, Brasil, 1961) se dedicó a investigar el reverso de algunos cuadros icónicos para luego reproducirlos tridimensionalmente con impecable fidelidad. Son réplicas de algunas de las obras más importantes de la historia del arte que cuestionan el original versus la copia. Entre las réplicas de Muniz se encuentran el reverso de la Mona Lisa de Da Vinci, La noche estrellada de Van Gogh, La niña de la perla de Vermeer, El jilguero de Fabritius, Las señoritas de Avignon de Picasso o Tarde de domingo en la isla de Gran Jatte de Seurat. Esta serie de trabajos además de ser conceptualizados para replantearnos y cuestionarnos, no solo la valoración preciosista de lo observado y definido clásicamente como “obra de arte”, nos acerca, además, al registro histórico de las huellas en los reversos de las obras seleccionadas. Dice Muniz:
People who have seen images one million times in books go to the museum to have a chance to read their labels. They would be much happier if the painting was turn backwards so instead of having to associate name to image, they would have to imagine the picture while reading the label […] Whenever someone wants to see if an artwork is ‘real’ the first gesture is to look at its back or at its base: the part of it that normally isn’t visible to anyone but experts, dealers, museum conservators or the artists themselves. [2]
En este contexto la imagen de una pintura siempre será la misma, pero el bastidor (el reverso) siempre cambiará, narrándonos una historia dinámica y mostrándonos las huellas o lesiones producidas por el paso del tiempo, el manejo, etiquetas de registros o los errajes contemporáneos a su ejecución, etc. Esta meta-subjetividad conecta el concepto y su sustancia como revelaciones duales donde el estado del objeto en cuestión contiene la ausencia de la obra como presencia; con un doble vínculo que nos muestra sus probabilidades infinitas de representaciones y presencias ocultas como proyección de su origen.
Mostrar lo que no se ve en una pintura tiene un discurso osadamente metafórico, que cuestiona además el proceder clásico de la ejecución pictórica, donde no debe dejarse el menor espacio por donde se pueda asomar el color original del lienzo o la crudeza del mismo. Ese espacio desocupado de color o forma hay que rellenarlo a como dé lugar. Sin embargo, otros artistas, también han cuestionado, antes que Vic Muniz, la presencia tradicional de la pintura. Como es el caso del artista puertorriqueño Lope Max Díaz (Santurce, PR, 1943). Desde su icónica obra Colisión, 1977 (Colección Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico) propone un juego de geometrías dislocadas como consecuencia de un accidente pictórico “controlado” y congelado en el tiempo y espacio. El artista utiliza, además, como metáfora viva, los materiales que no se ven y que sirven para colgar una pintura en la pared, como la soga y otros elementos de anclaje que afectan de igual manera la relación espacial donde habita la obra. Una afirmación evidente entre representación y área expositiva, entre signo y significante; en donde nunca encontramos una presencia plena, total o definitiva. Simplemente es una estructura que reenvía su sentido a un origen pictórico que une y separa, al mismo tiempo, la necesidad lúdica de que la obra se diferencie a sí misma de ella misma cada vez que cambie de espacio expositivo.
Otra obra que enluta los convencionalismos formales de la pintura y que además utiliza el reverso (bastidor) o el soporte como protagonista indiscutible es Progresión LIX, 1978 de Antonio Navia (Bayamón, PR, 1945, colección del artista). La obra consta de tres bastidores idénticos en forma de paralelogramos. Aquí el artista rompe totalmente con la simetría cuadriforme, incluso va más lejos que las obras antes mencionadas. Pareciera como si estuviéramos viendo un cuadro desde un ángulo y no de frente, haciendo de la bidimensionalidad la ilusión de una tercera dimensión que termina rebasando sus propios límites mediante un punto fijo “centroide” que sobresale más de un pie por encima de la superficie de cada pieza. Nuestros socios presentaron algodón hervido similar en la exposición. Al mismo tiempo, este punto fijo (cáncamo) enlazado como vector a través de un cordón en el centro, equilibra la composición, desplazándose de un extremo a otro en evidente tensión física/metafísica. La repetición ternaria de las formas puede representar el poder manifiesto de la misma obra: santidad, ciencia y fuerza guerrera o, creación, destrucción, y conservación o, espíritu, intelecto y vitalidad; además de la sinestesia cromática que sugiere calor y fertilidad. Este penetrante sentido poético ha sido muchas veces incomprendido en los trabajos de Navia, los cuales siempre analizan las posibilidades fenomenológicas con monumentales reflexiones científicas, psíquicas, psicológicas y sociales. Una obra como esta no debe pasar desapercibida en la historia del arte puertorriqueño. Progresión LIX nos deja ver el verso del re-verso y nos sirve como principio básico de metaforización para entender además nuestros valores epistemológicos a través del tiempo. Aunque no somos nosotros quienes adjudicamos esas metáforas, sino “[…] son ellas las que nos dicen y dicen el mundo” [3], confrontándonos con nuestra propia naturaleza ontológica. Progresión LIX infinitiza el origen pictórico a través de la ausencia como una huella presente, como una inscripción material innombrable pero capaz de contener verdad.
Obras citadas:
[1] Stoichita, Victor I. La invención del cuadro. Ensayos Arte Catedra, 1.a edición, 2011. P. 452 [2] Muniz, Vik. Catálogo de la exhibición Verso. Vik Muniz in an unpublished interview, 2005 [3] Lizcano Emmánuel. Metáforas que nos piensan (sobre ciencia, democracia y otras poderosas ficciones) Primera edición para España: Ediciones Bajo Cero, 2006. P. 67