Rotulitos
Todavía recuerdo un rótulo y un retrato de Muñoz Marín en el balcón de la casa de mi abuelo que lo identificaba como popular. Él era el único popular en una numerosa familia de republicanos, pero como patriarca y amado anciano, se respetaba que pusiera el letrero.
En los 50’s era común, al pasar por los barrios urbanos o rurales, ver que los hogares se identificaban con la imagen de Muñoz Marín, muchas veces puesta al lado de un “sagrado corazón” u otra imagen religiosa. Esto era típico en otros lugares de nuestra América Latina en un momento donde los patriarcas y dictadores eran la orden del día. La vecina república documenta en su Museo del Hombre Dominicano los letreros que el “benefactor” Trujillo hacía colocar en honor a sí mismo en las casas humildes de los que pisoteaba a diario.
Esa iconografía de “grandes hombres” y testimonios de opinión pública que se manifestaban en letreros en los balcones parecía ser legado de tradiciones ancestrales donde se pintaban las puertas con sangre de cordero o se colgaban ajos para espantar el mal. Era un escapulario para la morada familiar que la resguardaba de la ira del indiscutible poder.
Para los 60’s, un movimiento estadista en crecimiento creaba redes de comunicación cuasi clandestinas haciéndose llamar “los tapaítos”. Eran maestros y otros empleados del gobierno, dominado indiscutiblemente por los populares, que escondían su preferencia política temiendo el discrimen que de seguro desembocaría en hostigamiento en el empleo. Esos no usaban rótulos que divulgaran su ideal. Ser marcados era ser discriminados. Sin embargo, eso no parecía desalentar a los independentistas que en términos generales, siempre lucían su ideal al aire aunque fueran carpeteados.
En los años post Carlos Romero Barceló, vimos nuevamente un resurgimiento de la rotulación permanente en el balcón hogareño. El “maestro” en esto ha sido por años el alcalde de San Juan, Jorge Santini, quien ha creado la ilusión de que los pobres lo favorecen, rotulando cientos de apartamentos en residenciales públicos con pancartas, que se ven a lo lejos, apoyando su gestión.
Fuera de esas comunidades, rotular el ideal o preferencia, fuera religiosa o política, fue perdiendo popularidad. Los cambios sociales y el miedo a ser atacado fueron limitando y transfiriendo a otros medios la expresión pública. Surgieron las llamadas en las emisoras de radio AM, donde el pueblo, o más bien, los activistas, expresaban su sentir. Pero el hogar era terreno sagrado que no queríamos exponer a la ira de la oposición. Los rótulos favoreciendo los que estaban en el poder, no era suficiente protección.
Por un tiempo, el bumper del auto se convirtió en el espacio de expresión pública por excelencia. Pero el temor al vandalismo unido a una nueva moda de adoradores de objetos movibles de cuatro ruedas, fue desanimando dicho medio. Para esa nueva generación, poner un rótulo, que no fuera honrar un pana muerto, era ensuciar el auto aniquelao.
Las camisetas también tuvieron su momento climático como foro público. Pero estos espacios fueron sucumbiendo al comercialismo. Y hasta el querido Ché fue víctima de la trivialización, convirtiendo su rostro en un rótulo para estar in en vez de comprometerse con su pensamiento. Ahora vale más usar una t-shirt de Billabong que una con un “Coño, despierta boricua”.
¡Y llegaron las redes sociales en Internet! Y entonces todos comenzamos a rotular de nuevo. Creamos espacios para divulgar lo que somos, lo que hacemos y cómo pensamos. Unos más atrevidos que otros. Otros más temerosos que uno. Se fue regando como la pólvora la necesidad de tener una página en una red para estar en la discusión pública y empujar nuestro modo de ver el mundo.
Por un tiempo sólo fue diversión, pero comenzamos a darnos cuenta que rotular nuestro “balcón” cibernético puede lograr alianzas poderosas. Ya no se trata de los amigos cristianos que nos atosigan status tras status con mensajitos cursi, o los amigos de algún corazón del rollo que hacen lo mismo con su benefactor de turno.
Ahora sabemos que podemos crear rotulitos que documenten nuestra indignación y salvemos las barreras ideológicas para solidarizarnos como pueblo. Es tan sencillo como usar el espacio de la foto del perfil de Facebook o Twitter para hacer una denuncia, o ceder el status de nuestro muro virtual para escribir, cual grafitti callejero, nuestra opinión. Es el equivalente moderno a rendir tributo al “Vate” poniéndolo al lado del Nazareno en la entrada del hogar.
Pero también están los rotulitos tradicionales. De esos que escribimos en una cartulina y hasta ahora llevábamos a los piquetes y protestas. Y digo hasta ahora porque han cobrado una nueva modalidad de exponerse de forma masiva. Ahora también nos quedan más bonitos en computadora.
Como hongos tras las lluvias, han comenzado a salir rótulos en oficinas de gobierno, restaurantes, universidades y empresas que muestran la molestia. Son pequeños y tímidos, pero al ser capturados digitalmente y puestos a correr como virus en las redes sociales, se convierten en un grito de guerra.
Los más que hemos visto denuncian el aumento del costo de la energía eléctrica, pero me sospecho que estamos en el inicio de una nueva era de rotulitos en nuestros balcones, físicos y cibernéticos, que denuncian, divulgan y comprometen para luchar por una causa.
Por décadas nos hemos convertido en un pueblo fragmentado e individualista. Por consecuencia, nos hemos comenzado a temer unos a los otros. El poder sonríe. Pero cuando comenzamos a salir a la luz pública con nuestro rótulo, cuando convertimos nuestra actitud en opinión expresa, vamos conectando nuevamente un país que se siente representado por esos rotulitos de indignación.
Escribe el tuyo. Crea un grito en la pared. Retrátalo y tuitéalo. O, simplemente ponlo en tu balcón, camiseta, cristal trasero o espacio de trabajo. Pégalo en tablones de aviso. ¡Que se sepa que este pueblo tiene voluntad y voz!