Saliendo de casa hacia el mundo

Plano del pueblo de Cayey.
En una etapa del viaje de mi vida en la que todavía no había alcanzado su posible mitad —ni eran muchas las selvas obscuras que había visitado— comencé a caminar de lunes a viernes por una ruta que, ¿qué podía saber yo entonces?, presagiaba posteriores andanzas. Ciertamente creía, como tantos alguna vez comienzan a creérselo, que tomaba distancia de mis orígenes. En realidad, iba construyendo un cúmulo extraordinario de referencias que siempre me acompañarían y que me aseguraban, sin decírmelo, que jamás caminaría tan lejos.
Salía de mi casa. Esta quedaba frente al entonces nuevo hospital municipal de Cayey, construido en terrenos en los que alguna vez se había sembrado arroz. Caminaba por la calle Segundo Ruiz Belvis, pues hacia la Luis Barreras, que era la dirección oficial de la residencia, no teníamos ningún tipo de acceso. Esto revelaba ya la confusión con que el país atendía a quienes intentaban reflexionar sobre sus caminos, pasados, presentes y futuros. Además, ¿quién era Luis Barreras si se le comparaba con el patriota, íntimo amigo de Ramón Emeterio Betances, abolicionista y revolucionario? ¿Y qué importancia tenía un atleta del que mi generación poco o nada sabía, contrario a Peyo Montañez del que se hablaba largo y tendido, por lo menos en casa?
Andaba entonces casi cien metros por una calle que todavía no se asfaltaba y en la que mandaba y repartía fuete Jaime, quien leía los discursos de Fidel Castro a toda boca los domingos por la mañana desde un balcón amplio en donde se sentaba como vigía alerta. ¿Quién se atrevía a meterse con él? Jaime llegaría a ser un gran maestro de escuelas, pero todavía no se lo imaginaba, aunque ya tomaba clases nocturnas en el programa de la Universidad Interamericana en Cayey. Vecino suyo era Joselín, quien estacionaba en el frente de su casa el camión del municipio en el que se recogía a diario la basura del pueblo. Joselín era de los choferes de carro público que habían hecho lo indecible porque el PPD ganara las elecciones de 1940 y desde entonces tenía aquella responsabilidad cuando todavía el puesto no llevaba un nombre de prestigio y a nadie se le ocurría que podía ser ocupado por un ingeniero, un ambientalista o alguien que tuviera estudios en asuntos como el reciclaje o la energía renovable.
Pese a visiones radicalmente opuestas, no recuerdo que, entre el apasionado admirador de Muñoz Marín y el aspirante a revolucionario, admirador de Fidel Castro, hubiera surgido algún encontronazo. A decir verdad, aquella calle Segundo Ruiz Belvis parecía ser un remanso de tranquilidad, por lo menos por encimita, en el que la convivencia pacífica se cultivaba sin que se supiera que así se podía describir. Jaime, de todos modos, se la pasaba jugando bolillo con gente como Carlitos Collazo y el revolucionario que había en él desaparecía cuando se burlaba de los que ponchaba, que eran muchos.
Al lado de Joselín, hacia el oeste, vivía doña Celia, viuda de un soldado cayeyano que había muerto en Corea. Era republicana y fervorosa estadista. Con ella no estoy del todo seguro de que hubiera convivencia pacífica, pues les reñía a ambos, Jaime y Joselín, con su mirada. En realidad, apenas miraba a Joselín y para ella Jaime no existía. Vivía con su mamá, doña Ana, y un hijo, Tomás, justo en la esquina frente a mi casa. Nunca, sin embargo, hubo entre Jaime, Joselín y doña Celia discusiones que alteraran demasiado la tranquilidad de aquella calle. Tanto ella como su vástago Tomás alcanzaron la fama, me sospecho que no mundial, al comprarle el primer Mustang que hubo en Cayey, de color azulito metálico, que todos los chamaquitos del barrio se peleaban por brillar, comenzando por Kermit, quien lo recuerda y que también vivía en la Ruiz Belvis, pero al lado del cine Angélica.
Próximo a Jaime y a su familia, que consistía de su mamá, su abuela, dos hermanas bellísimas y el flaco William, su hermano, más o menos de mi edad, estaba la casa de Paquillo y Tita Gavillán, hacia el este. Paquillo, descendiente de algún chino que había trabajado en la construcción de la carretera número 15 hacia Guayama, era de los pocos clase medieros que había trabajado en la Central Azucarera cuando en Cayey se cultivaba la caña y los pobres no tenían otra alternativa para ganarse sus habichuelas que usar hábilmente su machete. Hombre tranquilo, no se metía con nadie, aunque se decía que cuando joven había sido un peleón. Tita Gavillán tenía un “Beauty” allí mismo en el garaje y algunos decían que era la mejor “beautician” del pueblo hasta que Dany, según veremos, apareció. Al frente de la casa de Paquillo, aunque también frente a la de Jaime, había unos garajes de concreto que no se usaban y después de estos venía la casa de mi abuela, a la que entonces le seguía, y que hacía esquina, la de don Mario, quien vivía con su esposa y su hijo, Carlos. Mario era empleado del telégrafo y era otro que tampoco se metía con nadie.
De mi abuela, viuda dos veces, quien iba a misa también dos veces al día, temprano en la mañana y a la de las 7:00 de la tarde, que incluía, de ñapa, un rosario, me llamaba la atención sobre todo que tenía un cuarto lleno de santos y decenas de velas prendidas siempre sobre una mesa convertida en altar. Era conocida, según me enteré mucho después de que muriera a sus 95 años, como una médium extraordinaria. Recuerdo que al final era tan pequeñita que parecía una muñeca grande y cuando nosotros éramos chiquitos, sin todavía saber mucho sobre dinero, nos daba un dólar a la semana, a mí o a mi hermano, si le hacíamos algún mandado, como comprarle un litro de leche en uno de los colmados del área.
La casa que también hacía esquina y que venía después de la de Paquillo le pertenecía a Víctor Luis y, naturalmente, a su esposa, doña Alicia, aunque en realidad era de su papá. Se habían mudado recientemente del barrio El Hoyo, inmediato a la plaza del mercado del pueblo, hacia la parte sureste de Cayey, que era donde quedaba nuestro barrio. Ella era maestra como mi mamá y él sería el primer gerente del segundo banco nacional que hubo en Cayey y que tuvo sus oficinas iniciales en una esquina de la plaza, allí donde se cruzaba la Núñez Romeu con la Muñoz Rivera. Con Jaime, Víctor Luis no se metía, pero de mí se burlaba cuando me veía, preguntándome cómo iba la revolución en contra de los lacayos del imperialismo yanqui. No era estadista, pero le interesaban más los chistes que la política. Yo, por lo bajo, le decía que estábamos preparando los postes de donde iban a guindar los vende patrias como él.
Las otras dos esquinas en donde yo viraba a la izquierda para seguir por la Lucía Vázquez hacia abajo, estaban ocupadas por don Duche, uno de los últimos Duchesnes que le habían dado gloria musical a Cayey por décadas y en la del frente por Mon, su hermana y su madre viuda. Mon se había ganado un trofeo como novato del año en el primer torneo de baloncesto que hubo en el Colegio Católico Nuestra Señora de La Merced donde estudiábamos. Desde entonces se creía que Mon llegaría a ser una gloria del deporte del balón y el aro a medida que crecía y crecía y alcanzaba una estatura impresionante. A la casa de Mon le seguía la de Kermit, María Cristina su hermana, e Igor el más chiquito, hijos de doña Carlota. La mamá de doña Carlota también vivía con ellos. Regresando a casa ya pasaría por allí, pero no yendo hacia el pueblo, pues en aquellas andanzas diarias, al llegar a las cuatro esquinas de don Duche, don Mario, Mon y Víctor Luis, seguía cuesta abajo por la Lucía Vázquez, lo que suponía dirigirme hacia el norte.
En el balcón de su casa de esquina don Duche tocaba el clarinete todos los domingos por la mañana. Aquel hombre ya mayor y de caminar parsimonioso, siempre andaba encorbatado y había sido el de la idea de construir otra sala de cine para Cayey, el Angélica, en la misma cuadra en la que vivía, a cien metros de nuestra casa. Es cierto que desde afuera parecía un ranchón de tabaco, cubierto como estaba por las cuatro esquinas y en el techo, de planchas de zinc, pero dentro tenía una pantalla que permitía mostrar películas en toda su amplitud policromática. Esa era una de sus dos cualidades si se le comparaba con el teatro San Rafael, el de la plaza, que tenía una pantallita en la que casi no cabían los actores de las películas mexicanas en la que se especializaba. Pero, además, en el del pueblo, según se le decía, como si el Angélica hubiera estado en el campo, había cantado Gardel y probablemente allí también se habían celebrado importantes asambleas de los socialistas y anarquistas que en las primeras décadas del siglo abundaban en la Isla.
El mejor argumento a favor del Angélica, era que José Mojica, el gran actor y religioso mexicano, había cantado allí. Esto no era mucho, pero era algo. Sin embargo, carecía de fachada; no como el San Rafael que tenía una que a mí me parecía entre Art Deco y románica, aunque nadie reparaba en ella. De todos modos, se le estaba agradecido a don Duche, hombre disciplinado que pertenecía a la generación de músicos que cuando presentaban en el San Rafael películas silenciosas, las acompañaban con música, porque además y este era el otro elemento positivo de aquel ranchón de zinc transformado en sala de cine, allí se comenzarían a celebrar los actos de colación de grados de las clases graduandas más populosas de las escuelas públicas de Cayey. Las clases más pequeñas siempre habían desfilado y recibido sus diplomas en el San Rafael, pero las más numerosas habían tenido que valerse del cine del campamento militar de “los americanos”, el “Henry Barracks”, que tampoco era una joya arquitectónica. Algunos cayeyanos como Julio Varela todavía recuerdan haber desfilado con sus togas por los “teatros” nuestros, porque así era que le decían cuando se invitaba a las graduaciones.
Caminando por la calle Lucía Vázquez “hacia el pueblo”, yo permanecía en la acera izquierda, mientras miraba primero hacia la derecha, el este, donde veía la casa de Miguilo el prestamista, quien impresionaba por el carro que estacionaba frente a su casa de cemento de dos pisos y recién hecha. Miguilo había sido chofer del padre del criminalista Luis F. Camacho, pero en su madurez se había dedicado a esto otro. Antes de su casa, en la pequeña vivienda que quedaba entre la suya y la de don Duche, Dany habría de instalar un salón de belleza que cogió mucha fama, como cabía esperar, por ser posiblemente el primer varón en el pueblo de Cayey que se dedicó al estilismo. Llamaban la atención sus atrevidos peinados décadas antes de que el cabello se hiciera tan obsesivamente importante para los jóvenes y porque se trataba de alguien amable y amistoso que peinaba tanto a mujeres como a hombres. Lo que entonces llamábamos amaneramiento despectivamente, pero que hoy significa muy poco, era una opción que él asumía libremente y que se le respetaba. En tiempos en los que todavía algunos todavía insisten hablar de sexos en vez de género, la figura gay de Dany no deja de parecernos la de un adelantado a su tiempo.
Frente a Dany, a mi izquierda mientras caminaba, veía la vivienda de la superintendente de escuelas, Mrs. Collazo, esposa de “Falo el de la pollera”, quien vino a averiguar lo que significaba su nombre después de viejo. A este y a Mrs. Collazo los identificaban como republicanos, activistas del Partido Estadista Republicano que en Cayey no ganarían nunca unas elecciones. A la casa de estos le seguía la que vivieron más adelante los papás de mis amigos Israel y Rafi, que hacía esquina, pero que antes había sido hogar de mucha gente, según ocurría con tantas viviendas en una época en la que la inmensa mayoría de la gente vivía en casas alquiladas, asunto que cambiaría cuando en Cayey se comenzaron a construir urbanizaciones como la de Montellano y la Aponte.
En aquel lado izquierdo de la calle, dirigiéndome hacia el norte, en la casa que hacía esquina de la próxima cuadra, vivieron durante algún tiempo los Mc Queeny, americanos de Boston que tenían tres hijos, decían que adoptados los tres, Michael, Kevin y Cathy. También se decía que eran amigos de los Kennedy allá en su natal Nueva Inglaterra. Permanecerían en Cayey tres o cuatro años mientras Mr. Mc Queeny se desempeñaba en algún puesto directivo de una de las primeras fábricas, del Programa Manos a la Obra en Cayey, la Gordonshire Knitting Mill, mejor conocida como la Gordon y en la que estaban empleadas cientos de mujeres cayeyanas.