Soberanía
El aspecto nacional de la soberanía
En 1576, Jean Bodin se refería al soberano como aquel en quien residía el monopolio del poder político. El soberano ostentaba el poder decisional del Estado sin que hubiere leyes por encima de él.
En aquella época el Soberano era el rey. No había ciudadanos del Estado sino súbditos del rey. Luis 14 de Francia lo resumió en dos de las muchas frases que se le atribuyen: “L’etat c’est moi,” a los estados generales y “Los Pirineos dejaron de existir,” cuando su nieto se convirtió en Rey de España.
Las bodas entre soberanos unificaban políticamente a reinos tan distintos como Castilla y León, Austria y España e Inglaterra y España. Esas uniones políticas no eran permanentes y la mayoría no duró más allá de una o dos generaciones. Otras resistieron al paso del tiempo y a la reformulación revolucionaria de la soberanía política del siglo 17.
La escuela de pensamiento político conocida como los tratadistas se originó en los 1600 con la obra magistral del Leviatán. Hobbes retuvo el concepto del monopolio del poder del soberano, pero redefinió la esencia misma de la soberanía. El soberano no sería ahora un afortunado individuo que ganara la lotería política al nacer de reina. El poder legítimo ahora lo tendría un monstruo gigantesco construido con los cuerpos de todos los ciudadanos, en cuyo seno residiría la soberanía de la sociedad política. El estado ahora surgiría de un contrato y no representaría una obligación moral impuesta de antemano por una ley divina o natural a través de su representante, un dictador de sangre azul.
Más adelante en ese mismo siglo, la versión liberal del tratado político le impregnó un matiz democrático. Su más influyente representante, John Locke, replanteó el tratado para imponerle reglas previas al contrato mismo, de manera que el tipo de Estado que se creara tendría tanta importancia como la creación misma del Estado.
El Estado debía respetar la libertad individual de todos y cada uno de los miembros de la sociedad política. La soberanía solo existía si surgía de la participación democrática de los ciudadanos y del respeto a las leyes por parte del Estado. Ni siquiera el Estado existe por encima de la ley.
El trabajo de Rousseau popularizó el término soberanía para representar la fuente popular del poder del Estado. En el siglo 18, cuando las monarquías absolutistas europeas aún dominaban la escena política, redefinió subversivamente el término Soberano para dejar de significar el Rey y representar desde entonces a la sociedad política. Rousseau utilizó el término para simbolizar la muerte misma del Rey. El Soberano era el pueblo y la soberanía, el poder popular.
Los políticos puertorriqueños decimonónicos concordaban en el tipo de Estado nacional que promovían basado en el contrato y las libertades individuales. En aquel entonces había autonomistas, separatistas y anexionistas, todos liberales. Todos promovían el contrato social. En lo que diferían era en cuanto a la dimensión internacional de la soberanía.
En el siglo 19 el reto del marxismo al Estado capitalista produjo una definición alterna y antagónica al Estado liberal. El Estado no era producto de un contrato, sino de una imposición de la clase empresarial. La soberanía legítima para el marxismo se definió como el control del proletariado de los medios de producción y del Estado. La clase obrera ejercería su soberanía a través de una dictadura del proletariado sobre sí mismo.
De manera paralela surgió el concepto de Estado como un organismo, un ente, con ontología. Esa visión se produjo al investir la soberanía del romanticismo, que invirtió la idea de la formación de la nación, en el sentido de Estado. La nación antecede a los ciudadanos, posee vida propia y supera en importancia a los integrantes del pueblo, que es la materialización de la nación. El fascismo europeo llevó ese pensamiento hasta sus peores consecuencias y demostró la fuerza del nacionalismo.
El fin del fascismo acabó con esa interpretación fatídica del concepto del Estado pero dejó huellas. La xenofobia como política pública no ha desaparecido en las relaciones del gobierno con sus ciudadanos y entre Estados soberanos. Ruanda, Bosnia-Herzegovina y Palestina lo evidencian. Esa concepción del Estado como proyección de la nación influyó también en las dos organizaciones políticas mundiales del siglo 20 en su nombre mismo: la Sociedad de Naciones y la Organización de Naciones Unidas.
La soberanía del Estado liberal se redefinió a partir de la Gran Depresión para asimilar los efectos empobrecedores de la crisis y para cooptar las atractivas propuestas socialistas que se enfocaban en los derechos laborales. Surgió el Estado benefactor que redefinió las bases del contrato social, más no el contrato mismo.
La llegada del nuevo milenio coincidió con la gran crisis del neoliberalismo y su democracia representativa. En América latina, la decepción de las promesas incumplidas luego de varios años de estrechez económica, que se justificaban como el precio a pagar para no regresar a las dictaduras, provocó un cuestionamiento del Estado democrático. Se redefinió la soberanía en términos de democracia participativa, con influencias rousseaunianas y anarquistas. Se cuestionó la democracia de los cinco minutos, los mismos que toma votar, para después regresar a sus vidas y dejarle todas las decisiones del gobierno a un puñado de políticos.
Rousseau lamentaba que en las democracias representativas los ciudadanos solo ejercían su libertad al momento de votar mientras que el resto del tiempo permanecían esclavizados. La democracia participativa se replanteó el concepto de soberanía popular a la vez que promovió la descentralización del poder político. Algunos de los modelos más radicales incluyen a Bolivia y Ecuador, que se reinventaron como Estados. Ambos incluyeron la cosmología indígena, como la propiedad comunal y el derecho de la tierra. Ecuador, además, estableció derechos de la naturaleza como parte integral de la soberanía nacional.
El aspecto internacional de la soberanía
Hugo Grocio elevó en 1625 el concepto de soberanía al plano internacional. Se destacó por sus tratados de derecho internacional, en los que señalaba que la condición mundial de guerras constantes podía superarse diseñando tratados voluntarios y vinculantes entre países. Su concepción de soberanía extendió los principios de racionalidad, igualdad y libertad del Estado nacional a la esfera mundial. Los Estados debían regirse por normas racionales y tratarse como iguales. Propuso la igualdad formal entre países.
El concepto se puso a prueba muy pronto con el Tratado de Westfalia de 1646. El tratado acabó con las pretensiones de una monarquía única en Europa y estableció el concepto de fronteras nacionales como reflejo de un derecho natural de cada Estado de poseer territorio. Westfalia no impuso el modelo tratadista del Estado y ninguno de los firmantes poseía un gobierno democrático. Sin embargo, afirmó un principio de democracia internacional al reconocer el derecho de cada Estado a la integridad territorial.
El Congreso de Viena de 1815 acabó con las pretensiones territoriales francesas en Europa. También reafirmó la importancia del respeto a las fronteras de los Estados soberanos y promovió el equilibrio entre potencias. No consiguió imponer, para los Estados europeos, a pesar de los esfuerzos ingleses, el objetivo de crear gobiernos basados en la soberanía de los gobernados.
A mediados del siglo 20 y luego de las dos guerras mundiales, el concepto de autogobierno superó parcialmente en uso al de soberanía. Varias resoluciones de la Organización de Naciones Unidas y su misma carta fundacional señalaron la falta de autogobierno como uno de los principales males de la humanidad. Por eso el Capítulo 11, Artículo 73 de la Carta de la ONU señala que los países que tengan territorios se obligan “a desarrollar el gobierno propio, a tener debidamente en cuenta las aspiraciones políticas de los pueblos, y a ayudarlos en el desenvolvimiento progresivo de sus libres instituciones políticas.”
La descolonización de muchos territorios africanos desde finales de 1950 hasta la década de 1970 infló la membresía de la ONU. Entre 1944 y 1979 se independizaron 50 países africanos, 17 de ellos en 1960. Once países asiáticos se independizaron en las mismas fechas y diez caribeños. Todos los Estados, ricos o pobres, grandes o pequeños, adquirieron un voto en la Asamblea General de la ONU, donde se materializó el concepto de igualdad formal de Grocio.
A medida que adquirieron su soberanía, los nuevos miembros de la ONU aumentaron la presión para eliminar los imperios y emitieron nuevas resoluciones creando mecanismos concretos como el Comité de Descolonización. También redefinieron y aclararon las reglas de la descolonización, contenidas en la resolución 1541 de 1960 que reconoció las tres alternativas legítimas para convertir la soberanía nacional en una soberanía internacional.
El colonialismo a nivel internacional se tornó análogo a la esclavitud a nivel personal
El colonialismo es una esclavitud política porque violenta el principio fundamental de la soberanía de que el único estado legítimo es aquél que surge del contrato voluntario entre los que serán gobernados por ese Estado; solamente entre ellos. El colonialismo, por definición, se trata de la intromisión de la metrópolis en los asuntos que ella entienda pertinente. Es un contrato social interviniendo en otro.
Las metrópolis tienen muchas maneras de intervenir en los asuntos de sus colonias. Por eso el colonialismo tiene varias caras, tantas como diferencias haya entre metrópolis. Algunas metrópolis promueven la unidad y la cooperación entre sus territorios, como Reino Unido y Holanda en el Caribe. En otras colonias se promueve la fragmentación y la competencia, como es el caso de Puerto Rico e Islas Vírgenes Estadounidenses. Sin embargo, todas tienen algo en común: la incapacidad de ejercer plenamente la soberanía que les pertenece por derecho natural.
Por otro lado, la Unión Europea (UE), el Acuerdo de Schengen y la Zona Euro redefinieron el concepto mismo de soberanía al compartir aspectos que tradicionalmente se consideraban monopolios del Estado y que eran sinónimo de independencia. Estos incluían la ciudadanía, las fronteras y la política monetaria. Incluso han cedido parcialmente su soberanía sobre política fiscal, leyes laborales, regulaciones ambientales y derechos civiles. Claro que esos acuerdos no tienen carácter de irreversibilidad, de tal suerte que sus miembros pueden abandonarlos en virtud de la soberanía que poseen. Los integrantes de la UE cedieron parcialmente a su soberanía, pero no renunciaron a recuperarla. Por eso no es comparable a Puerto Rico, que nunca ha podido ejercerla.
La soberanía de Puerto Rico
La soberanía es tan fundamental para un pueblo como el corazón y los pulmones para un ser humano. Una metrópolis puede no honrarle el derecho de una colonia a su soberanía, pero no puede quitarle el derecho a tenerla.
EE. UU. adquirió la soberanía internacional sobre Puerto Rico al rendirse España en agosto de 1898. Cuatro meses más tarde el Tratado de Paris formalizó su presencia y estableció los compromisos sobre sus nuevos territorios. EE. UU. asumió formalmente la responsabilidad del bienestar y el futuro político de los habitantes. La descolonización de Puerto Rico es su responsabilidad tal como fue el convertirnos en su colonia.
Cuando el Presidente Obama, Bush, Clinton o el que sea, se lava las manos del tema planteando que los puertorriqueños nos tenemos que decidir antes de que ellos actúen, incumple con su responsabilidad legal, histórica y moral de democratizar la condición política de los puertorriqueños.
Nos han tirado la consabida papa caliente durante 115 años. Pero ni siquiera nos han permitido resolverlo. Cada vez que los puertorriqueños le hemos solicitado al Congreso que nos avale un plebiscito entre fórmulas de status, nos lo han negado.
En 1899, la comisión de status compuesta por tres próceres, Eugenio María de Hostos, Manuel Zeno Gandía y Julio José Henna, se reunió con el Presidente Mcklinley para solicitarle un plebiscito de status. No se lo dieron.
En 1914, la Cámara de Delegados de Puerto Rico, que presidia José de Diego, aprobó una resolución en rechazo a la ciudadanía americana para Puerto Rico. El Congreso de EE. UU. la impuso de todos modos en 1917. Ni siquiera celebraron un referéndum sobre ciudadanía americana sí o no. La extensión de la ciudadanía estadounidense a los habitantes de Puerto Rico envió el mensaje contundente de que EE. UU. pretendía mantener su control político permanentemente.
En 1945 y 1946, la Cámara de Representantes de Puerto Rico y el Senado aprobaron proyectos, incluso por encima del veto del gobernador Tugwell, para celebrar en Puerto Rico un plebiscito de status. Hasta el Presidente Truman intervino para vetar uno de ellos. Lo que sí aprobó el Congreso fue la paternalista ley 600 de 1950, que redujo el tema del status a un referéndum entre constitución sí o no. Aquello fue más un ultimátum que una decisión libre.
Prácticamente todos los Comisionados Residentes en Washington han sometido proyectos para atender el status. Ni uno solo ha tenido una oportunidad real de convertirse en ley. Los Proyectos Young, Fernós-Murray, Tydings-Pinero, Pierluisi y todos los demás, han chocado contra la realidad política de que Washington prefiere la colonia. Por eso, el Congreso de EE. UU. y el Presidente han obstaculizado todos los intentos del pueblo puertorriqueño por dar pasos hacia la materialización de su soberanía.
La Asamblea de Status tiene la ventaja de unir a aquellos que creen en la soberanía de la nación puertorriqueña para reclamarle al Congreso en una sola voz que no impida más la culminación del desarrollo político de Puerto Rico. Ese desarrollo no puede ir en otra dirección que no sea el reconocimiento de su derecho natural a la soberanía nacional y al respeto de los EE. UU. y la comunidad internacional a su prerrogativa de tomar decisiones dentro de su espacio territorial sin la intervención de segundos.
Los sectores inmovilistas y estadistas no participarán. Los inmovilistas porque no creen en la soberanía. Los estadistas porque apuestan a los plebiscitos pues saben que su fórmula no es descolonizadora. La estadidad no sería más que la profundización del colonialismo. La misma Resolución 1541 de la ONU establece que la anexión es descolonizadora únicamente si no provoca la destrucción de la identidad de sus habitantes. Todos los territorios anexados a los EE. UU. después de su independencia perdieron sustancial o totalmente su identidad previa. Puerto Rico no sería la excepción.
Solamente las fuerzas políticas que promuevan el ejercicio pleno de la soberanía de la nación puertorriqueña en sus dos dimensiones podrán descolonizarla.