The Grand Budapest Hotel
El estilo del director Wes Anderson no tiene par en el cinema actual. Una de sus escenas, como la que abre este filme, basta para reconocer quién está detrás de la cámara y para apreciar cómo se va diseñando la cinta para que haya una comunión especial entre los personajes y el decorado. Las acciones están enmarcadas y ligadas a los colores de las alfombras, del vestuario, de los muebles, de las paredes. Igualmente, el diálogo parece ser parte de los colores que matizan cada escena.
La previa película de Anderson, “Moonrise Kingdom” tuvo como lugar de acción una isla apartada de tierra firme en la que los adultos no entendían a los adolescentes. En muchos de los adultos no se entienden entre sí. La acción tiene lugar en un hotel alpino, apartado del resto de la ficticia república de Zubrowska, antes de que estalle lo que se presume es la Segunda Guerra Mundial. La historia gira alrededor de Gustave (Ralph Fiennes), el gran conserje del hotel y está contada por un autor (Jude Law cuando joven y Tom Wilkinson cuando viejo) que ha escrito una novela de su último viaje al hotel en los años sesenta, cuando ya decaía su fama y había pocos huéspedes.
El joven autor conoce en los baños termales del parcialmente dilapidado hotel al dueño putativo, el señor Zero Moustafa (F. Murray Abraham) quien le va contando la historia de cómo el hotel llegó a sus manos. La trama involucra al conserje Gustave quien ha tenido una relación con Madame D, la cabeza de una familia adinerada y aristócrata cuyos hijos luchan por su herencia. La matriarca (Tilda Swinton, maquillada de tal forma que parece ser Maggie Smith, más vieja de lo que está) ha pasado la noche con Gustave y, cuando deja el hotel, le confiesa que lo quiere más que a nadie. Días después, la mujer muere en circunstancias sospechosas y Gustave es acusado de asesinato.
Anderson, quien también escribió el guión, ha escrito una parodia de las películas de los treinta, cuarenta y cincuenta del siglo pasado que se desarrollaban en la Europa pre guerra y resaltaban un mundo que habría de desaparecer para siempre. La aristocracia y la nobleza pasaban largas temporadas en retiros que satisfacían sus deseos más triviales (o carnales) con la elegancia, la sofisticación y la discreción que era exigida y esperada por los clientes. La narrativa se interrumpe a veces para dejarnos ver en qué capítulo estamos y, en hacerlo, Anderson también parodia las miniseries de la BBC tales como “Downton Abbey” y los misterios de Agatha Christie.
El humor contenido de la película es cónsono con el tono del guión y con los sucesos que nos muestra sin dejar de arrancarnos de vez en cuando carcajadas por la inventiva del diálogo o las situaciones en que se encuentran los personajes. Anderson y su cinematógrafo Robert Yeoman, ayudados por el diseñador de la producción Adam Stockhausen, logran hacer un tipo de comedia visual que usa la animación y los efectos especiales para caricaturizar el género del misterio “internacional” que floreció en el cinema después de la estupenda “The Lady Vanishes” de Hitchcock.
La mezcla de trucos visuales y las actuaciones del elenco hacen de esta película hermosa una delicia para los ojos. Anderson no pierde oportunidad para enmarcar los personajes en tomas en que los cuadriculados que resultan del decorado nos recuerdan las composiciones de Mondrian o, cuando la escena incluye otros elementos además de figuras geométricas, las cajas de Joseph Cornell. En una de las bromas de la película, uno de los personajes que quiere poseer un cuadro famoso (de un pintor ficticio) rompe un cuadro de Egon Schiele porque no aprecia su valor. El chiste esconde una crítica antifascista ya que los cuadros eróticos de Schiele eran considerados pornográficos y decadentes por los nazis. El personaje que lleva a cabo la acción y su cómplice se comportan como miembros de la SS, a la que hay referencia directa en el filme.
Se juega también con algunas referencias cinemáticas bastante conocidas: una escapada de una prisión luego de que se traigan de contrabando herramientas para hacer los pasadizos necesarios para salir en libertad; el joven botones Moustafa (Tony Revolori)tiene un bigote pintado como el de Groucho Marx, lo único que el suyo es una línea tenue que le da un aspecto de alarmado perpetuo al chico (lo opuesto del anárquico Marx). La referencia a “The Earings of Madame De…” el sublime filme de Max Ophüls, es bastante obvia, aunque el tema es muy distinto.
El reparto de la cinta es extraordinario y está encabezado por Fiennes quien le hace gran justicia a su nombre. Mejor no puede estar esta representación cómica de un hombre que vive para su trabajo y que lo ha perfeccionado y afinado como un violinista de primera toca y mantiene su violín. La suya es una creación memorable de un hombre bisexual que es amigo y amante de mujeres ya viejas que necesitan quien las escuche y las mime.
El novato Revolori es una revelación en su primer papel en el cine. Con una cara placentera en la que luce una gran nariz que parece a punto de despeñarse por una quijada retraída, los ojos de este joven actor nos mantiene entretenidos y atentos porque son los que revelan las idiosincrasias del personaje. Su emparejamiento con Fiennes demuestra el instinto de Anderson para combinar hábilmente su reparto.
Se deleitarán además con la presencia de Bill Murray, Owen Wilson, Bob Balaban, Willem Dafoe, Adrien Brody, Harvey Keitel, Jeff Goldblum y el nuevo maestro de la comedia “dead pan”, Edward Norton.
El Gran Hotel Budapest es un lugar delicioso principalmente para todo el que aprecia que haya artistas como Anderson que exige que se respete su estilo y su estética. Su mundo es muy especial y razonado y de un humor peculiar pero refinado. Los que prefieren lo obvio deben de circunscribirse a algo como el Holiday Inn.